lunes, 31 de diciembre de 2012

Aninovo


Parece ser que según el calendario humano hoy se produce un acontecimiento destacado. Dicen los bípedos que esta medianoche acaba el año y comienza uno nuevo, y para que tan magno advenimiento se produzca con la solemnidad requerida, los simios de este país se afanan anualmente por engullir una uva por cada campanada que sella con su vibración las vivencias de los últimos 365 días. No se les podía haber ocurrido algo más rebuscado. Supongo que si sobrevives a la posibilidad de una angustiosa y bochornosa muerte por asfixia es evidente que hay muchos más motivos para celebrar la llegada de un nuevo año, siendo el principal seguir respirando. Sigo pensando que hay cosas que mi mentalidad de ardilla jamás comprenderá.

Por otro lado, qué gracioso me parece esto de que los humanos hayan acordado que los años terminan, o comienzan, o siquiera que existen. Para nosotras el tiempo es simplemente algo que transcurre, imparable e inaprensible. No necesitamos crear categorías para medirlo, ni engañarnos a nosotras mismas pensando que cuantificación equivale a control.

Afortunadamente los simios tienen otras costumbres de Fin de Año ligeramente menos risibles que la de las uvas, como por ejemplo hacer balance del ciclo que culmina y nuevos propósitos para el que empieza. En ocasiones viene bien mirar sobre qué árbol está una antes de dar el salto al siguiente, y visto el estado de locura general en el que viven sumidos los humanos en los últimos tiempos casi estoy por proponer que en 2013 el año termine el 30 de cada mes, a ver si así reflexionan un poco más.

Por mi parte, lo más relevante de este 2012 que agoniza es que gracias a mí la vida de mi dueña  ha mejorado considerablemente. La pobre necesitaba desesperadamente una ardilla, en cuanto la vi no me cupo la menor duda. Y bueno, quizás – pero sólo quizás – podría admitir, ahora que estamos en confianza, que a lo mejor yo también necesitaba un poco una humana. Principalmente porque desde que me hago la garricura me da mucha más pereza irme a recoger nueces, no vaya a romperme una uña.

En fin, si mi ama sobrevive esta noche a la ingesta ritual de uvas, me propongo continuar siendo su azote al menos durante los próximos 365 días. Especialmente si tenemos en cuenta que anteayer me despertó otra vez por estar hablando en sueños… ¡en inglés! A este paso voy a superar a Chop como patrona de la paciencia.

¡Feliz año 2013 a todos los bípedos y roedores!

lunes, 24 de diciembre de 2012

¡Bo Nadal!

Después de timar a un taxista neoyorquino, saltarse inadvertidamente una fila de control de pasaportes, ser la primera en la cola de facturación (¡con cuatro horas de adelanto cualquiera llega el primero!), tomar el último chai latte del año, desearle feliz Navidad a todo bicho viviente, garabatear unas cuantas palabras y dormir menos de tres horas, mi ama y yo hicimos nuestra entrada triunfal en territorio nacional. Claro que yo todo esto me lo perdí por estar encerrada en la maleta.

El caso es que, para bien o para mal, ya estamos de regreso como cierta marca de turrones de toda la vida, y al parecer estamos en fiestas, con lo cual aprovecho que mi dueña está atontada por culpa del jetlag para robarle el portátil y desearles a todos los ojos que me leen que las pasen con tanta felicidad como esta ardilla fuera de su Samsonite.

domingo, 23 de diciembre de 2012

Farewell

Dear New York,

Creo que ha llegado el momento de despedirse, aunque ni siquiera sé por dónde empezar. El problema con las ciudades grandes, como tú, es que decirles adiós es una tarea tan inabarcable como conocerlas a fondo.

Tú y yo sabíamos que lo nuestro no podía durar. Que nuestro idilio de este otoño mágico estaba destinado a ser un punto de luz aislado y que precisamente por eso su intensidad resultaría cegadora. Llegamos en un equinoccio y nos vamos con un solsticio, y aunque las ardillas no somos supersticiosas, cuando me paro a pensarlo todavía me admiro de la sucesión de serendipities que nos han acompañado en esta primera etapa de nuestro periplo. Has sido una anfitriona increíblemente acogedora y detallista. Si no fuera porque me consta que tienes mejores cosas en las que pensar, diría que hasta te caemos bien.

Tienes una habilidad innata para hacer que un recién llegado se sienta de aquí, ¿sabes? Supongo que por eso nos regalaste un hogar en Haven Avenue, la Avenida del Refugio, y nos colocaste sobre la línea azul, el color preferido de mi dueña. Permitiste que las calles por las que transitábamos intersectasen con las trayectorias de otros humanos con los que descubrir y construir nuevas realidades. Además, nos obsequiaste con tres meses de lo más variado: un huracán, una ventisca, unas elecciones presidenciales y desgraciadamente hasta un tiroteo. Hemos vivido nuestro primer Halloween y nuestra primera Acción de Gracias (y como se retrase el vuelo, a lo peor hasta nuestra primera Nochebuena); sólo nos ha faltado un cuatro de julio, aunque diría que ha habido fuegos artificiales de todos modos.

Pero no te confundas, sé que nosotras no somos especiales. Nuestras andanzas y emociones apenas difieren de las de otros muchos humanos que nos precedieron y de todos los que nos seguirán, y está bien así. Sentirte parte de este hechizo colectivo de sueños, esperanzas y expectativas produce el espejismo de que tu espíritu no se desvanecerá del todo cuando te vayas porque alguien recogerá tu testigo. Simplemente eres así de intensa. Siempre.

Intensa, sí, aunque no perfecta. No echaré de menos tus interminables viajes nocturnos en metro, ni tus calefacciones tropicales, ni a tus obreros recalcitrantes despertándome a las seis de la mañana, pero sé que en el futuro habrá instantes, por breves o tontos que sean, en los que algo o alguien se cruzarán en mi camino y me transportarán a este tiempo prestado. Y sé también que aunque las ardillas seamos menos dramáticas que los humanos, sentiré nostalgia de mi propio recuerdo (siempre idealizado, siempre falaz) correteando entre los bancos de Washington Square o de los árboles de Central Park a los que no trepé.

Querida Nueva York, sabes a chai latte, a pumpkin scone y a apple cider, y en tus noches siempre hay estrellas, hasta cuando el cielo está nublado. Posees un altísimo faro de colores cambiantes con el que consolar a los que se pierden entre tus avenidas si tienen el valor de levantar la vista del suelo. Cada mañana el tiempo se recicla y rejuvenece entre tus rascacielos. En ti todo es posible; incluso ser feliz.

Gracias por permitir que mi ama complementase el blanco y el negro de Guernica con el color desbordante de un Kandisnky. Gracias por dejarla reescribir sus recuerdos tristes e imaginar finales alternativos. Gracias por traer palabras flotando sobre el Hudson para que las pescásemos cuando no mirabas. Gracias, en fin, por devolverle la convicción en que todavía quedan muchas aventuras por vivir.

Sin embargo, no quiero apagar el ordenador sin decirte también que te he desenmascarado. Eres muy hábil disimulando, pero me he dado cuenta de que no eres el enorme gigante de cemento y cristal, chirriante y ruidoso, que te empeñas en aparentar. En verdad eres más blanda y más tierna de lo que parece, pero te disfrazas de imponencia para que no desvelemos tu secreto. Tú, en realidad, eres de agua. Sí, también estás rodeada de ella, y quizás es por ósmosis que eres un inmenso estanque que refleja las miserias y las alegrías de sus habitantes. Tus rascacielos son surtidores de gotitas brillantes encerradas por fachadas líquidas y tus calles y avenidas fluyen incansables de norte a sur y de este a oeste. Eres agua porque estás en constante agitación y cambio, porque tus rostros son siempre nuevos y tu geografía una evolución permanente. Uno no se baña dos veces en el mismo río, ni vive dos veces en la misma Nueva York. Sé también que en el fondo a ti también te da un poco de pena que nos vayamos, y por eso llevas una semana lagrimeando mientras llueve dentro de mi ama. Lo que sucede es que ni ella ni yo sabemos distinguir si se trata de lluvia de tristeza, de felicidad, de belleza o de agradecimiento.

La samsonite está sobre el suelo de la habitación con sus fauces abiertas dispuesta a tragarme una vez más. Llevamos en el equipaje una parte de ti; a cambio, dejamos atrás un pedazo de nosotras. Dentro de unas horas volaremos sobre tu océano de luces y cuando aterricemos del otro lado, con jetlag y cansancio acumulado, quedarás tan lejana y remota que parecerás un sueño brumoso. Nuestro sueño americano.

Farewell, New York.



viernes, 21 de diciembre de 2012

Bix a bel?


Si el mundo ha de terminar mañana, no podría hacerlo de mejor forma. Qué mejor modo de irse que tras conversar en voz baja con Nonell, Zuloaga y Anglada, habiendo saludado a la ballena y el ornitorrinco del Museo de Ciencias Naturales, saltado de árbol en árbol con mis primas del Trinity Cementery, abrazado la ciudad desde el observatorio del Empire State Building y habiendo viajado una hora al País de las Maravillas.

Los mayas son un pueblo sabio, capaz de cálculos de gran exactitud, y coincido con ellos en que se avecina el fin de una era.

Mañana, día del solsticio de invierno, termina un otoño luminoso como pocos.



jueves, 20 de diciembre de 2012

Some Common Misconceptions


Me parece que ha llegado el momento de realizar una serie de aclaraciones que no puedo seguir callándome por más tiempo. Como puede deducirse de las fotos que hay a continuación, este país está fascinado con las ardillas y a consecuencia de ese amor las ha convertido en objeto de su cultura popular.



Reconozco que lo encuentro muy halagador. No tengo nada en contra de que me adoren, es más, creo que somos bastante más entrañables que muchos otros bichos que los humanos tienen como mascotas. ¿Alguien ha probado a hacerle arrumacos a un pez payaso? Volunti 1 – Nemo 0.

Sin embargo, los bípedos tienen una forma muy curiosa de expresar su aprecio: nos humanizan, y por ahí no paso. ¿No se supone que la imitación es la forma más sincera de admiración? ¡Deberían ser ellos quienes se ardillizasen! Por ello, he decidido desmontar algunos de los mitos construidos sobre nosotras:

  1.  Las ardillas no hablamos. Gracias al tío Walt, a Esopo, a Samaniego o a La Fontaine, miles de crías de homo sapiens crecen pensando que los animales tenemos una conversación de lo más animada y, lo que es peor, que pueden departir amigablemente con nosotros acerca de la Metafísica Trascendental de Kant si menester fuera. Lamento decir que ese no es el caso. Por supuesto, las ardillas tenemos nuestro propio lenguaje, pero no se parece en nada a lo que la factoría Disney presenta como tal (totalmente absurdo, por cierto). Esto no quiere decir que no podamos comunicarnos con los humanos. Puedo asegurar que a estas alturas mi ama identifica claramente el mensaje tras mis mordiscos o mis lametones. A los bípedos se los domestica enseguida con un poco de condicionamiento (los gatos nos llevan años luz de ventaja en ese terreno).
  2. Las ardillas no sonamos a personas que han inhalado helio. Sonamos a ardilla. Las únicas ardillas que suenan así son las que han inhalado helio de verdad
  3. Las ardillas no llevamos ropa. A diferencia de estos simios sin pelo que se mueren de frío a la mínima, nosotras tenemos un pelaje que nos protege, por mucho que los dibujantes consideren que nos quedan bien los jerséis de cuello cisne o las sudaderas con capucha. Por eso ruego encarecidamente a los bípedos que lean este blog que jamás le hagan esto a su ardilla. 
  4. Y puestos a hablar de clichés, me gustaría dejar claro que Chip es un pedante vestido como Indiana Jones y con complejo de Lindgbergh que no duraría ni dos minutos en un bosque de verdad. Las ardillas auténticas le tenemos tanta tirria que hemos acuñado la frase “tienes más paciencia que el santo Chop”. 
  5. Las ardillas no sabemos besar. Tampoco lloramos. Pero eso no nos convierte en unas insensibles.

En cambio, los bípedos no son conscientes de que hay cosas en su cultura que han tomado directamente de la nuestra. Por ejemplo, por mucho que el refranero popular y algún oscuro traductor de Shakespeare se arroguen la autoría de la frase “Mucho ruido y pocas nueces”, las verdaderas inventoras fuimos nosotras. Del mismo modo, aunque la tradición se empeñe en repetir que Newton tuvo su arrebato de inspiración gravitacional a costa de recibir una manzana en el cráneo, la verdad es que fue una ilustre antepasada mía la que le arrojó una bellota británica, exasperada porque no había forma de que se apartase del tronco del roble en el que tenía guardada su provisión para el invierno. Vamos, que de no haber sido por nosotras los humanos todavía estarían preguntándose por qué las cosas se caen al suelo.

En fin, para rematar con este repaso a la cultura de la ardilla, creo que de todos los adornos navideños que he visto hasta ahora - y he visto muchos -, me quedo con el de aquí abajo: ¡por lo menos es algo coherente que colgar en un abeto!




lunes, 17 de diciembre de 2012

No Comments!


Recientemente se me ha transmitido la incomodidad de algunos de los lectores de este blog ante la imposibilidad de poder realizar comentarios a mis posts. A pesar de lo que pudiera parecer, comprendo perfectamente su frustración, y por ello he decidido ofrecer una explicación.

Obsérvese la siguiente imagen con detenimiento durante un par de minutos:


Rápido, sin mirar, ¿cuántas garras tiene una ardilla en cada pata?

¡Cuatro, muy bien!

Algunos recordarán que hace unas semanas (el 28 de noviembre, para ser exactos) propuse un juego: encontrar las siete diferencias entre una foto mía y otra de una de mis primas de Washington. Una de las diferencias es, precisamente, el número de garras: yo tengo tres.

Los lectores licántropos que me siguen podrán corroborar que los teclados humanos no están exactamente diseñados para nuestro tipo de extremidades. Esto convierte la redacción de cada post en un proceso muy laborioso, máxime cuando se tienen dos garras menos que el resto de mis hermanas. Escribir puede ser agotador.

Si a eso le añadimos el hecho de que tengo que compartir el ordenador con mi errática bípeda, con su susceptibilidad a flor de piel, es lógico que procure ser lo más cauta posible. No quiero que vuelva a cambiarme todas las contraseñas por una ironía extemporánea.

De todos modos espero que esta entrada deje constancia de que, aunque el blog no permita colaboraciones espontáneas, presto atención a las sugerencias que me llegan. Claro que otra cosa es que me lleguen: las ardillas somos escurridizas por naturaleza.

Por si esto no fuera suficiente, para dar muestras de mi buena voluntad convoco un referéndum: si alguien no está contento con esta solución, que levante la pata.

¿Nadie?

Así me gusta.

Suceso desconcertante (III)


Ayer Manhattan era rojo y verde, es decir, una auténtica pesadilla para cualquier daltónico. Todo porque los neoyorquinos decidieron ponerse de acuerdo para realizar uno de esos actos de locura colectiva que tanto los caracterizan y que tanto desconciertan a roedores y turistas.

Mi ama y yo recorríamos la isla en sentido ascendente, desde el puente de Brooklyn hasta la calle 42, en una tarde de sábado soleada. La gente se afanaba por realizar sus compras navideñas en uno de los fines de semana más concurridos en la ciudad. Hasta ahí todo normal.

Sin embargo, Broadway se fue transformando paulatinamente. De febriles masas consumistas pasamos a enfervorecidas hordas blanquirrojas y rojiverdes, poseídas por un espíritu festivo completamente desvinculado de cualquier acontecimiento deportivo. Se trataba de una marea de Papás y Mamás Noël. Efectivamente, yo pensé lo mismo. Una marea que, por lo que parece, sucede una vez al año y es conocida como SantaCon NYC

Ni que decir tiene que de no haber sido porque no tenía ningún gorrito rojo que ponerme y porque temía dejar a mi ama sin vigilancia (a ver si me la va a atropellar un reno y no volvemos a casa por Navidad), me habría unido a la tropa de Santa Claus invadiendo las calles.

A fin de cuentas, ¿quién quiere una humana cuando puede tener un elfo? 

Ashira l’Adonai


Desde hace una semana algunas casas y escaparates de la ciudad ostentan unos candelabros con nueve brazos de todos los tamaños y materiales. Dada la afición de los yanquis por la decoración variada no le di mayor importancia, hasta que este martes mi ama me dijo que estábamos invitadas a una fiesta. ¡Las dos!

La noche anterior casi no pude dormir de la emoción, aunque mi homínida tampoco es que colaborase mucho con sus monólogos nocturnos. Me pasé todo el día dando vueltas dentro de la mochila de mi ama, deseando que acabase de trabajar y preocupada por lucir mi mejor pelaje. Por fin dieron las nueve y nos dirigimos a la casa de una amiga de mi dueña, donde había otros bípedos que nos recibieron muy amistosamente.

En un cierto punto alguien apagó todas las luces de la casa y apareció uno de esos famosos candelabros con varias velas. Una a una, las velas se fueron encendiendo, hasta llegar a la mitad del candelabro. Los amigos de mi ama cantaban en un misterioso idioma que fui incapaz de comprender, y después todo el mundo se felicitó mientras yo daba saltitos de emoción sobre uno de los sofás. ¡También estaba invitada a cenar!

El menú típico de Hanukkah son una especie de tortillas de patata pequeñitas, pero que además de huevo y patata llevan también harina y levadura. Mi ama y sus amigos dieron tan buena cuenta de ellas que para cuando llegaron a la tarta de chocolate ya casi no tenían espacio para comer más.

Mientras, yo pensaba en que si sientas a la misma mesa a americanos, españoles, armenios, israelíes y británicos, en el fondo los bípedos no son tan distintos como ellos mismos se empeñan en convencerse de que lo son. Es una lástima que sean incapaces de darse cuenta solos.

Shalom

martes, 11 de diciembre de 2012

NYC's OST


A lo largo de estos tres meses entre homínidos he aprendido, entre otras muchas cosas, un poquito de música. Por ejemplo, yo no sabía que las ciudades tuviesen banda sonora, ni que supiesen cantar. Pero saben. Cierto, no siempre afinan, y cuando les da por canturrear con la sirena de una pala excavadora o un taladro neumático a las seis y media de la mañana, una desearía que fuesen sordomudas. Afortunadamente las ciudades tienen voces con muchos matices y una tesitura bastante más amplia que la de una ambulancia o un camión de bomberos.

Lo más curioso de las bandas sonoras urbanas es que no se eligen: suceden. O más bien, son ellas las que te seleccionan, te persiguen, te acosan, hasta que te rindes y empiezas a tararearlas. Sí, las ardillas también tarareamos, pero discretamente. En ocasiones no tienen absolutamente nada que ver con la ciudad misma, sino con los humanos que se cruzan contigo convertidos en vehículo improvisado de una canción.

Yo creía, con mi inocencia de roedor poco viajado, que Nueva York sonaría a jazz y a góspel, o a lo mejor un poquito a Frank Sinatra y Billy Joel. Acerté, pero solo parcialmente. Por supuesto, suena a la versión de John Coltrane de My favorite things y a Somewhere over the rainbow interpretadas por un saxo solista, y suena a los himnos de la Abyssinian Baptist Church o al Réquiem de Mozart poniéndote el pelaje de punta (y con lo peludita que soy, esas son muchas puntas). Sin embargo, Nueva York suena también a cosas a las que jamás pensé que sonaría: suena a institutrices inglesas que vuelan por los aires agarradas a un paraguas (cosa que ya de por sí es bastante absurda) y a jóvenes verdes que intentan que comprendamos por qué acabaron convertidas en brujas malvadas. Incluso a veces se produce la ironía de que la ciudad interpreta melodías que en condiciones normales tanto mi ama como yo aborreceríamos, pero a ver quién le dice que no a una urbe tan temperamental como esta. A lo peor se ofende y nos sepulta bajo una ventisca por una mala crítica musical.

Cherry Tree Lane
En la rutina diaria Nueva York suena más a bachata, a reggaetón y a hip hop porque esa es la música que se escapa de los cascos de los compañeros de metro de mi ama. Para nuestra sorpresa mutua, esta ciudad también canta tangos con relativa frecuencia, y no se le da nada mal. En las últimas semanas le ha dado por los villancicos, pero por los clásicos y un poco melancólicos como Have Yourself a Merry Little Christmas o Chestnuts Roasting on an Open Fire (¡cómo no adorar una canción con la palabra castañas en el título!), sin olvidarnos de Fairytale of New York, que a pesar de lo que pudiera parecer es británico. Está claro que a Nueva York le dan bastante igual los nacionalismos.

Yo escucho y aprendo. Escucho y canturreo letras nuevas o versiones distintas de letras antiguas. I'm just taking a Greyhound on the Hudson River line / Cause I'm in a New York state of mind...

Sí, estoy aprendiendo mucho últimamente. En estos tres meses he aprendido, por ejemplo, que la música es quien te ayuda a viajar cuando el visado de tu pasaporte ya no te permite hacerlo.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Journey to the Past


Una de las cosas que más me gusta de Nueva York es que las aventuras más extraordinarias pueden suceder cuando menos te lo esperas.

Mi ama y dos amigas corrían precipitadamente escaleras abajo. Perdían el tren, y si lo hacían no llegarían a tiempo a su primera clase de tango. Gratis, además. Ese metro no se les podía escapar.

El tren las aguardaba en el andén, en el que flotaba un inusual olor a carburo. Cuando estaban a punto de poner un pie en el vagón, las tres se detuvieron en seco. Aquel no era el metro que conocían. No se parecía ni remotamente. Los asientos eran mullidos y estaban tapizados de rojo, las barras eran blancas y los anuncios parecían sacados de otra época.

Desconcertadas, se dieron la vuelta para comprobar que la estación seguía perteneciendo a este siglo, y al girarse se toparon con otros viajeros tan desorientados como ellas. Un trabajador de la MTA les anunció con el rostro impasible que el tren saldría en cinco minutos. Se miraron, entre indecisas y emocionadas, y tras unos minutos de duda finalmente entraron en el metro, todavía preguntándose si aquel extraño convoy las conduciría a su destino o si todo se volvería blanco y negro en cuanto las luces parpadeasen por tercera vez.

Aquel viaje las llevó más de ochenta años atrás. El metro se deslizaba veloz por los raíles de Manhattan, produciendo un ruido a veces ensordecedor y una agradable sensación de discordancia entre su decoración y las ropas de sus ocupantes. En cada nueva estación se producía la misma sorpresa, un entusiasmo similar, casi siempre una sonrisa permanente durante el resto del trayecto. Posiblemente aquel fuese el metro más alegre de toda la ciudad.


Sí, llegaron a tiempo. Bajarse del vagón, no obstante, requirió una cierta fuerza de voluntad para resistirse a la curiosidad de averiguar lo que aguardaría al término de su recorrido. Uno no se topa con una máquina del tiempo todos los días.

Después de eso no fue complicado transportarse del Nueva York del New Deal a un arrabal canalla bonaerense, aunque tu compañero de baile se llame Rahul y desconozca el lunfardo. Porque en la imprevisibilidad de la disonancia es donde nace la maravilla.

District of Columbia


Aprovechando nuestro viaje a Washington, mis humanas decidieron hacer un poco de turismo por la ciudad acompañadas de su familia. Parece ser que la ciudad es bastante famosa porque hay un señor muy importante que vive dentro de una casa blanca que, la verdad, es bastante pequeña para alguien tan poderoso.


 Después hay otros señores también muy destacados que se dedican a reunirse de cuando en cuando para discutir cosas y tomar decisiones en nombre del resto de bípedos del país. Estos humanos se citan en otro edificio mucho más grande pero con idéntica gama cromática.


Por si esto no fuera suficiente, entre un edificio y otro hay una enorme extensión verde repleta de monumentos conmemorativos dedicados a otros señores que en su día fueron igual de importantes que unos y que otros, pero que hoy corren aproximadamente la misma suerte que todos los seres vivos que en el mundo han sido.



Para rematar, hay un sinfín de construcciones que custodian muchísimos objetos curiosos y únicos ante los que los bípedos desfilan extasiados y eufóricos (mi ama entre ellos).


Pero lo fundamental de Washington es: ¡hay que ver lo que les gusta el blanco!

Y no será porque les falten tonalidades…

Thanksgiving

En la tierra del tío Sam, a finales de noviembre los bípedos se reúnen para expresar gratitud conjuntamente. Como mi humana y su madre no podían ser menos ambas se unieron a los festejos, llevándose a una servidora con ellas. Por seguridad. Mejor tenerlas vigiladas.

La jornada amaneció fresca y nublada. Nos levantamos tempranito y nos cruzamos la ciudad camino de Penn Station para coger un autobús que habría de llevarnos a Washington D. C. Como en anteriores ocasiones, las incidencias de mi ama con el transporte público no se hicieron de rogar, especialmente en una fecha tan señalada, salvo que esta vez se manifestaron de una forma bastante más original: casi perdemos el autobús debido a que cientos de animadoras poseídas por el espíritu festivo tomaron el subterráneo de la estación rumbo al desfile anual de Macy’s, interponiéndose en el camino de cualquier viajero apresurado. Si Almodóvar hubiera nacido en este país seguramente habría incluido una situación similar en alguna de sus películas.



Llegamos a Washington tras cuatro horas y media de viaje. Allí ya nos esperaban los parientes de mis bípedas para llevarnos a su casa, en un barrio residencial a las afueras de la ciudad. Creo que las tres nos sentíamos ligeramente inmersas en un decorado de cine porque a nuestro alrededor no dejaban de aparecer casitas de madera con tejados a dos aguas, jardines traseros y calles arboladas.

Serían sobre las cuatro y media cuando nos llevaron hasta la casa de otra humana-pariente para cenar. Sí, cenar. Cuando llegamos había como veinte bípedos pululando por las habitaciones - juro por mi provisión de nueces que por una vez no estoy exagerando –, todos emparentados con mi dueña. La mayoría estaban arremolinados en torno a cuatro o cinco pantallas distribuidas por la casa, cosa que me desconcertó bastante porque yo pensaba que íbamos a reunirnos para comer. En las pantallas salían un montón de señores vestidos con ropas llamativas y con unos cascos enormes que, francamente, daban bastante miedo. Además, tenían nombres incomprensibles para mí como Redskins y Cowboys.

Los humanos de nombres raros estuvieron correteando por un campo verde durante unas tres horas, arropados por el entusiasmo de los bípedos a mi alrededor (aunque tengo la sensación de que mi ama estaba igual de perdida que yo, solo que ella disimula mejor). Por fin, sobre las ocho todos se sentaron a la mesa, incluido un primo más que participó en la reunión por videoconferencia. Para variar nadie se preocupó de presentarme en sociedad, así que aprovechando que el bolso de mi ama había quedado olvidado en el armario de la entrada me escabullí hasta la cocina para aprovisionarme de mi propio festín de Acción de Gracias.

Mientras, mi familia homo sapiens bendecía los alimentos y se atiborraba de pavo asado, salsa de arándanos, vegetales variados, patatas machacadas, migas de pan fritas y un largo etcétera. De postre, tarta de calabaza, de manzana y de queso, y una especie de brownies de manteca de cacahuete cubiertas de chocolate.

Cuando terminé de cenar me asomé con cuidadito por una esquina del salón y me quedé observando a tan heterogénea asamblea de simios. Se hablaba en inglés y en español, había bípedos grandes y pequeños, jóvenes y ancianos, pero todos parecían contentos de estar los unos con los otros. Cada uno tendría sus agradecimientos personales, me imagino, aunque sospecho que el motivo de gratitud de mi dueña era uno de los más sencillos (y menos originales): estar allí.

Por otro lado, yo estoy tremendamente agradecida de que no cerrasen el armario con llave. ¡Me entra hambre solo de pensarlo!

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Spot the Difference!

Lo dicho, encuentren ustedes las siete diferencias:















¡Más capítulos en breve, no dejen de sintonizarnos!

viernes, 16 de noviembre de 2012

Ordinary Life

Comparada con las anteriores, esta semana ha sido sospechosamente tranquila. No se ha producido ningún cataclismo climatológico: no ha habido ni ventiscas, ni huracanes, ni lluvias monzónicas. Resumiendo, un aburrimiento. Tanto, que los acontecimientos más emocionantes han sido, por este orden:

-         ¡¡Comer castañas!! Nunca me imaginé que serían tan difíciles de encontrar, así que llevo toda la semana extática. Diría que mi ama está incluso más contenta que yo. Señores, si quieren hacer feliz a mi humana no malgasten su dinero ni en flores ni en bombones: regálenle directamente un cucurucho de castañas. A veces no tengo muy claro cuál de las dos es el roedor.

-         Aprender a patinar sobre hielo. El lunes mi ama me llevó a este lugar, se calzó unos zapatos muy extraños y se unió a una miríada de bípedos que se desplazaban dentro de un recinto acotado y resbaladizo. Al principio no entendí muy bien el objetivo de pasarse horas dando vueltas para no llegar a ninguna parte, pero en cuanto descubrí que podía utilizar mis garras como cuchillas empecé a verle el lado divertido al asunto. Lo peor fue conseguir que no me pisasen varios energúmenos; casi me quedo sin cola en un par de ocasiones.

-         Escuchar Michael Jackson en clave de jazz. No sé si ya he mencionado que mi humana comparte su madriguera con un bípedo músico. ¿No? ¡Imperdonable despiste! Ambas estamos encantadas de que nuestro piso venga con banda sonora incorporada; ella, porque puede ir a conciertos gratis, y yo porque cuando él ensaya mi ama no canturrea. El caso es que el martes su compañero actuaba en un local en Broadway, chiquitín e iluminado con velas. El ambiente perfecto para que una ardilla pase desapercibida. Últimamente hasta estoy aprendiendo a aplaudir y todo.
 
-         Probar bebidas exóticas. Exóticas para una ardilla, entendámonos, lo que básicamente quiere decir cualquier cosa que no sea agua. O resina.
El sábado pasado comimos en un mercado al aire libre de Brooklyn. Entre sus múltiples puestecitos descubrimos a un señor ataviado con un mandil blanco y una gorra de colores en un carromato rústico que vendía sidra dulce. Primero la trasegaba de un inmenso tonel a alguna de las tres teteras que tenía al fuego, y acto seguido te daba a probar un sorbo para que comprobases su temperatura. En función de lo caliente que la notases ajustaba el elixir con el resto de las demás teteras. Por último te preguntaba si querías arándanos flotando en tu vaso. Cola demencial, paisano pintoresco y una de las cosas más ricas que he probado en este viaje.  


Imagen perteneciente a http://msappleorchard.tumblr.com/ y sacada el mismo día en que visitamos el mercado. De hecho, en esta y en otra de las fotos del post sale mi ama; a ver si alguien la encuentra…

Ese mismo día probé otra bebida con nombre de estornudo: chai. Mi dueña y otra bípeda entraron en un café para calentarse después de atravesar a pie el puente de Williamsburg, y a mi ama le faltó tiempo para pedirse uno en cuanto lo vio anunciado en la pizarra. El brebaje en cuestión es un té coqueto al que le gustaría ser café, y por eso se disfraza con un abrigo de espuma como si fuera un cappuccino y se maquilla con canela. He de decir, sin embargo, que por una vez le doy la razón a mi humana: la vida es mejor con un chai latte.

Por lo demás, mi bípeda ha tenido una semana igualmente apacible dedicándose a sus quehaceres habituales: disfrutar de la ironía de recibir la oferta de un plan de pensiones de una empresa para la que va a trabajar solamente tres meses, intentar hacerme morir intoxicada por las emanaciones de un desinfectante de madera u ofrecerse a participar en una nueva parodia de Gangnam Style que pronto estará en Youtube.

Como novedad esta noche llega la madre de mi dueña, así que durante la próxima semana es muy posible que no dé señales de vida porque estaré ocupada siendo una buena anfitriona. Regla número uno para sobrevivir entre humanos: siempre hay que tener contentos a los bípedos que te alimentan.

Regla número dos: no permitir que se enteren de que estás aquí solamente por la comida.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Winter Is Coming...

Hoy he vivido una nueva experiencia en mi plácida existencia de ardilla.

Esta mañana decidí acompañar a mi dueña al trabajo para despedirme de uno de sus amigos humanos, así que me esperaba una jornada tranquila (y un poco aburrida) espiando a los bípedos desde mi escondrijo habitual. Afortunadamente me equivocaba.

A la hora de comer mi ama bajó a la calle y nada más atravesar la puerta giratoria me di cuenta de que no era un día como los demás. Para empezar hacía bastante más frío que en las últimas semanas, algo que mi dueña no deja de recordarme porque no para de quejarse. No entiendo por qué las humanas están tan obsesionadas con eliminar cualquier rastro de vello corporal si luego se congelan en cuanto sopla un poco de viento. ¡Que aprendan de mí! Seré peluda, pero al menos paso los inviernos calentita.

El caso es que además de frío había unas cosas extrañas cayendo del cielo. Desde lejos parecía lluvia, pero enseguida me fijé en que caían más despacio, como si flotasen, y que no eran gotas, aunque mojaban. ¡Jamás había visto una cosa así! Esas cosas blancas se fueron posando poquito a poco sobre la calle y sobre los coches aparcados, y cuando salimos de la oficina la ciudad estaba cubierta por un manto frío y resbaladizo. Mi ama me notó tan excitada dentro del bolso que me dio un par de palmaditas para que me estuviese quieta; temía que si la desequilibraba terminásemos las dos rodando por el suelo. La escuché decir que aquella sustancia se llamaba nieve.

Luciendo las capas
cebollinas de mi dueña
Ahora bien, para quien no la conozca todavía, mi dueña es lo que en este país se conoce vulgarmente como drama queen. Salvo que ella más que reina debería ser directamente emperatriz. En otras palabras, mientras otros bípedos se regocijaban ante la primera nevada de la temporada, mi ama me arrastró precipitadamente Manhattan abajo para hacer acopio de ropa de abrigo. Al cabo de hora y media volvimos a casa con dos pares de guantes (me pregunto si pretenderá ponérselos uno encima del otro), calcetines, leggings, una bufanda que le da dos vueltas y unas botas dignas de un esquimal. Porque para qué conformarse con unas katiuskas cuando una puede comprarse un calzado que resiste hasta menos 25ºC. Las cosas o se hacen bien o no se hacen.

Lo dicho, emperatriz.

A partir de este momento ya puede hacer todo el frío que quiera, que mi dueña va a ir por el mundo dando la impresión de haber sido engullida por el muñeco de Michelín.

Por mi parte, solamente puedo decir:

viernes, 2 de noviembre de 2012

The Aftermath

La ciudad vuelve paulatinamente a la normalidad, aunque a decir verdad nuestra calle nunca la perdió gracias a que la maleducada de Sandy se olvidó de pasar por ella. Manhattan amaneció hoy plomiza e invernal, pero con autobuses a pleno rendimiento y un metro a medio gas que al menos llegaba hasta el Midtown. Precisamente allá se fue mi ama en viaje de reconocimiento y por supuesto allá que me fui con ella, bien escondida dentro de su bolso.

No obstante, tratándose de mi dueña las cosas no podían salir bien a la primera. Cuando llevábamos un buen rato en el metro de pronto nos quedamos paradas en un túnel. Al cabo de unos minutos el conductor nos explicó que justo delante de nosotros había otro tren que se había quedado atrapado por culpa de un fallo mecánico y que estaban desalojando a los pasajeros en la siguiente estación. Desde mi escondrijo escuché suspiros de resignación en los demás pasajeros.

La avería nos hizo perder cuarenta minutos de nuestras vidas en el subsuelo de la isla y provocó que mi ama llegase tardísimo al lugar en el que había quedado con un bípedo amigo suyo, que afortunadamente tuvo el detalle de esperarla. Francamente yo me habría marchado dando saltitos a los quince minutos, pero los humanos (o este en concreto) deben de tener algo más de paciencia que los roedores.

Tras una breve parada técnica mis bípedos echaron a andar hacia el sur de Manhattan, y conforme avanzábamos por Broadway la ciudad se fue transformando. El Midtown estaba plagado de gente, de luces, coches y ruidos. Es decir, como de costumbre. Sin embargo, cuanto más nos acercábamos al Downtown todo se iba calmando y ralentizando. Cuando llegamos a la altura del Flatiron los semáforos habían dejado de funcionar. Ya no estábamos en Nueva York sino en una ciudad fantasma.

Por todas partes, los peatones y los coches se cedían el paso unos a otros alternadamente. Había menos vehículos de lo habitual y bastantes más bicicletas. Casi todas las tiendas estaban cerradas salvo alguna que tenía su propio generador proyectando una luz mortecina sobre el mostrador. Los carritos de comida publicitaban en letras grandes que tenían bebidas calientes aunque algunos las habían agotado ya, e incluso anunciaban a sus clientes que si tenían un móvil sin batería podían recargarlo en su toma de electricidad.

Creo que lo que más me impactó fue el silencio. Los humanos adoran rodearse de ruido allá por donde pasan, y Nueva York puede ser una ciudad insoportablemente bulliciosa. Tanto, que cuando finalmente calla resulta un poco inquietante. Una tiene la sensación de que hay algo que no marcha bien: los negocios cerrados parecen abandonados, las ventanas, convertidas en espejos del cielo gris, dan la impresión de ocultar habitaciones deshabitadas, las calles vacías ofrecen un aspecto desolado cuando el viento es el único viandante. La ciudad parece haber muerto.

Conforme mis humanos daban un salto al pasado de ciento treina años, yo no dejaba de admirarme de la fragilidad de estos simios tan arrogantes que se vanaglorian de dominar un planeta entero. Dependen tanto de la electricidad que si se dañan los finos conductores que la transportan el corazón de una ciudad puede dejar de latir. Su libertad se extiende solamente hasta el extremo de la longitud del cable al que viven conectados.

Más arriba, se ha instaurado una frontera entre las calles 39 y 40. Entre la gente que vive en sombras y la gente que tiene luz. Los humanos del sur emergen de la oscuridad de sus salas de estar y se apiñan en los comercios que encuentran abiertos para recargar las baterías de sus aparatos eléctricos. Si necesitan contactar con alguien tienen que aventurarse en el Midtown puesto que al sur de la 23 incluso los móviles enmudecen.

Durante esta semana, el Maestro Hora reside en Downtown Manhattan.

miércoles, 31 de octubre de 2012

Sandy (III)

El espectáculo en cuestión fue más bien flojo, lo admito. Nada de ríos corriendo furiosamente calle abajo, ni coches flotando, ni neoyorquinos volando con sus paraguas cual Mary Poppins. Nuestra zona sobrevivió a Sandy con la misma indiferencia que si se hubiera tratado de una tormenta normal y corriente. Mi ama dice estar profundamente decepcionada.



Mientras, en otras partes de Manhattan cientos de miles de personas se quedaban sin electricidad y se dedicaban a jugar a las cartas a la luz de las velas. Mi dueña, con su extravagancia habitual, les envidia un poco porque su noche no tuvo absolutamente nada de emocionante. Le parece indecoroso haber pasado una de las mayores tormentas de la Historia de Nueva York viendo series. Como tiene un punto de romanticismo decimonónico le resulta más poético pensar que podría haber compartido la misma oscuridad con otros muchos neoyorquinos. Habría sido una gran anécdota para contar a los nietos que quizás nunca tenga. En cambio yo, que soy mucho más prosaica, me alegro de que nuestra nevera siga funcionando. Y eso que me alimento de frutos secos.

A pesar de que la insensata de mi humana no esté conforme con su experiencia meteorológica, por mi parte opino que su endiablada buena estrella ha vuelto a sonreírle. La carambola que la condujo hasta este apartamento la ha resguardado también de la tempestad y creo que debería sentirse afortunada por ello. Desde luego yo no habría deseado estar en la piel de mis primas de Central Park ayer por la noche. ¿De verdad acabo de escribir eso? ¡San Quercus me asista, espero no estar domesticándome!

Las ardillas somos poco dadas a la efusividad porque hemos aprendido a desconfiar de los humanos, pero por esta vez quiero dejar de lado mis recelos habituales para romper una lanza a su favor: saben cuidar los unos de los otros. En las últimas 72 horas he perdido la cuenta del tiempo que ha pasado mi ama respondiendo a e-mails, mensajes por Facebook, llamadas por Skype, conversaciones de msn y mensajes de texto. He sabido que del otro lado del océano, en un huso horario distinto, hubo llamadas telefónicas a sus padres interesándose por ella y me consta que desde el domingo este blog ha batido su récord de visitas. Por tanto, me gustaría darles las gracias a cada uno de esos bípedos que han estado pendientes y preocupados por nosotras, aunque desconozca los nombres de todos ellos.

Quizás no sea todavía una experta en huracanes devenidos en tormentas tropicales, pero en estos tres días de reclusión he aprendido que para las personas la distancia es solamente un concepto geográfico, no mental.

Gracias.

 
Fe de erratas: Dice mi ama que más me vale que explicite que el agradecimiento también va en su nombre, o de lo contrario me vuelve a castigar sin ordenador. En ocasiones me pregunto cómo bellotas se ha granjeado el cariño de tantos humanos, si a veces no hay quien la aguante…

martes, 30 de octubre de 2012

Sandy (II)

Pasar un día entero sin salir de casa es una tortura para una ardilla. No puedo decir lo mismo de mi ama, que parece perfectamente satisfecha con la situación. Se levantó a las 11 de la mañana, desayunó tranquilamente leyendo una novela y se pasó la tarde pululando por el apartamento como si no sucediera nada en absoluto.

Bueno, lo cierto es que de momento efectivamente no ha pasado nada. El día ha transcurrido con total normalidad y si no fuera porque mi dueña no ha ido a trabajar me habría costado diferenciarlo de una típica jornada invernal: algo de viento, un poco de lluvia fina y gente con chubasqueros, katiuskas y paraguas. He de confesar que llevo todo el día pensando que llamarle huracán a esto es tomarse unas cuantas licencias poéticas. Según lo que he leído en la prensa por encima del hombro de mi ama, parece ser que lo peor está todavía por llegar.

Quizás tengan razón. Desde hace una hora el viento sopla con más fuerza y a ratos la lluvia arrecia, aunque ahora que ha anochecido me resulta difícil apreciar los detalles de la calle desde nuestra ventana cuajada de gotas. Algo acaba de relampaguear intensamente detrás del puente que cruza el río, y a lo lejos se escucha la alarma de algún coche que debe de estar siendo vapuleado por las ráfagas de aire. Contrariamente a lo que se suele escribir en los relatos de terror, el viento traído por Sandy no aúlla ni ulula, sino que produce un sonido sordo y grave.

La lámpara ha parpadeado un par de veces, pero por el momento seguimos teniendo electricidad. Mi ama ha comentado en un murmullo que hay varias zonas de Nueva York que se han quedado sin luz. Por ahora Manhattan no tiene cortes. Conociéndola, debe de estar haciendo apuestas consigo misma sobre el tiempo que tardaremos en quedarnos a oscuras. Dado que la función está por comenzar, supongo que habrá que aguardar al tercer parpadeo.

Estoy tentada de ponerme a hacer palomitas y sentarme frente a la ventana a ver el espectáculo.

lunes, 29 de octubre de 2012

Sandy

Hoy ha sido un día extraño en Nueva York. Llevo todo el día escuchando a mi ama y a su compañero de piso hablar de que se acerca un huracán, aunque ninguno de los dos parecía excesivamente preocupado. Mi dueña ya pasó por uno hace años y se lo toma con filosofía. Yo, en cambio, no dejo de imaginármela volando por los aires como Dorothy en El Mago de Oz. Conmigo en el papel de Totó, desde luego, que soy bastante más mona.

Cuando salimos a la compra me di cuenta de que yo no era la única inquieta, y que más bien era mi ama la que iba contracorriente. En la farmacia y el supermercado había colas quilométricas formadas por bípedos de todos los tamaños, colores y sabores cargados hasta las cejas de botellas de agua, latas y materiales de emergencia. Mi dueña murmuró algo sobre crear alarmas periódicas en la población para provocar picos de consumo de bienes con relativamente baja demanda, pero yo no tenía ganas de escuchar teorías económicas conspirativas porque estaba empezando a contagiarme de la agitación general. No olvidemos que un roedor es bastante más liviano que un simio.
Ya en casa, mi dueña recibió un correo electrónico de su empresa advirtiéndola de que mañana no debe ir a trabajar, aunque de todos modos dudo mucho que hubiese podido llegar hasta la oficina si los transportes públicos llevan paralizados desde las 6 de la tarde de hoy. Ante semejante estado de cosas me figuré que mi ama adoptaría un comportamiento un poco más circunspecto y solemne. ¿Y qué hizo ella mientras media Manhattan cubría sus ventanas con paneles de madera? ¡Salmón en papillote y albóndigas! Si nos ahogamos, al menos lo haremos bien alimentados.  

En estos momentos son casi las 10:30 de la noche y fuera la calle está completamente desierta. En la distancia se ven coches atravesando el puente sobre el río, de modo que si no fuera por la ausencia total de bípedos parecería un domingo cualquiera. Los árboles de nuestra acera apenas se mueven, y no hay ni rastro de lluvia por ninguna parte. En unas horas comprobaremos cómo de profunda es la calma que precede a la tempestad.
Por el momento supongo que lo único que se puede hacer es esperar, así que yo también he decidido tomármelo con algo de humor.


Por cierto, siempre me he preguntado quién le pone los nombres a los fenómenos meteorológicos. Debe de ser un trabajo apasionante.

Painting the town red

[Aviso: este post es inusualmente largo]

Por fin, mi ama decidió perdonarme el viernes pasado. No sé por qué estaba de tan buen humor, pero pasó mucho rato sentada ante el ordenador con los ojos muy brillantes. Cuando levantó la vista y me vio hecha un ovillo sobre la cama me sonrió y simplemente hizo un gesto con la cabeza en dirección al portátil. Así pues, ¡he vuelto!
En estas dos semanas de silencio he aprendido muchas cosas sobre los humanos. Entre ellas, que tienen maneras muy peculiares y originales de divertirse. Aventurarse en la noche neoyorquina dentro del bolso de mi ama es zambullirse directamente en lo inesperado y, a veces, desconcertante. ¡Pasen y vean!

Situémonos, por ejemplo, en un jueves cualquiera. Mi dueña sale de trabajar con su abrigo y su mochila, y se encuentra con un bípedo que me resulta familiar. Juntos pasean por un sinfín de calles salidas de un plató de cine puesto que en realidad muchas lo son. Cuando me quiero dar cuenta mis dos humanos se han cansado de callejear y están sentados en una minúscula mesa a la luz de una vela. Parece el escenario de una película francesa, si no fuese porque de pronto se escucha una voz rasgada quebrando el murmullo de la sala. Me asomo disimuladamente y descubro a un hombre de negro cantando historias tristes al son de una guitarra. En español. Poco después me enteraría de que esa música se llama tango y que también se puede bailar, aunque con lo patosa que es mi dueña me alegro de que se quedase quietecita en su silla.
Cambiemos de escenario. Ahora nos hallamos en un viernes ventoso y otoñal, y mi dueña ha salido a cenar con otras tres humanas. De pronto, las cuatro se detienen ante un edificio de aspecto ruinoso y aparentemente vacío. Aguardamos unos minutos, hasta que un portero nos pide las identificaciones. Tengo que puntualizar que el equivalente de los 21 años americanos para nosotras las ardillas es aproximadamente un año y medio, así que mi ama me ha conseguido un carnet falso para poder colarme en los locales nocturnos. Una vez dentro, nos encontramos con unas escaleras descendentes. En ese momento empiezo a preguntarme en dónde me estarán metiendo, pero lo averiguo a los pocos minutos: ¡en los años 20!

El lugar en realidad es una coctelería con aire clandestino en la que los humanos tras la barra visten chaleco y camisa, y las camareras llevan faldas de tubo y flores en el pelo. La música es suave, la luz tenue y la atmósfera parece salida directamente de los años de la Ley Seca. Preparan prácticamente cualquier mezcla que se les pida, y para los indecisos hacen bebidas a medida. Además no cobran los cócteles sin alcohol, con lo cual mi ama está encantada con el sitio.
Prosigamos la noche. Viajar en el tiempo es una ocupación fascinante, pero ¿qué hay de bailar al ritmo de la música de los años 80 y 90 en una peluquería? Con sus secadores de pelo y sus sillones correspondientes, por supuesto. Y por si esto supiese a poco, por $10 tienes un Martini y una manicura. En estos momentos soy la ardilla con las garras más cuidadas de toda Nueva York.

Imaginémonos ahora una velada distinta. Una velada exótica, en la que cuatro humanos celebran algo junto a mi dueña. Aunque no se me permite probar la comida – para variar – el aire huele a canela y hierbabuena. Al rato nos hallamos en un local cargado de humo perfumado y por las rendijas del bolso de mi ama consigo ver a una bailarina vestida de rojo dibujando infinitos en el suelo. El festejo continúa con una fugaz visita a un lugar donde varios simios se dedican a destrozar canciones, y como mi ama y sus amigas llegan cuando están a punto de cerrar, el broche final lo ponen las tres juntas versionando Empire State of Mind en plena calle. Mientras, yo me arrebujo en el bolso y me tapo las orejas con la esperanza de que terminen su actuación antes que alguien nos lance un tomate.
Avancemos un poco y pongámonos a finales de octubre. Un huracán se aproxima y en espera de su llegada es obligatorio aprovechar los últimos retazos de buen tiempo que quedan. Por eso mi ama y una amiga han optado por ver la ciudad desde arriba. Concretamente desde un piso 20 situado justo frente al Empire State. Incluso yo, que estoy acostumbrada a trepar a árboles altos, contengo la respiración unos segundos. Realmente estamos en Nueva York, pienso incrédula. Enseguida mi atención se desvía y me fijo en unas perchas con unas prendas rojas colgadas. Conforme avanza la noche descubro que son batas a disposición de los clientes frioleros cuyos abrigos no son tan gruesos y calentitos como el mío.

Empire State (of Mind).

Ahora bien, los humanos no solamente hacen cosas raras por la noche. Tampoco sienten ningún embarazo en comportarse como lunáticos a plena luz del día.
En esta ocasión mi ama se encuentra en el Bronx con otros tres bípedos y los cuatro llevan auriculares. Hasta ahí todo normal dado que en NY la gente vive conectada a sus iPods. Sin embargo, de improviso mi manada y muchos más humanos empiezan a moverse de forma aleatoria. Levantan manos, golpean la hierba con los pies, se tiran al suelo, se echan a correr, se esconden detrás de los árboles, hinchan y explotan globos o se ríen a carcajadas sin que nadie sepa por qué. Lo más inquietante es que todos lo hacen al mismo tiempo, como si estuvieran teledirigidos.

Al cabo de una hora de sinsentido, una banda de música surge de la nada y conduce a todos los bípedos hasta el final del parque a donde los ha llevado su locura transitoria. Por fin llego a la conclusión de que mi dueña y sus acompañantes han participado en un experimento sonoro aunque yo (y todos los que los observaban) pensase que se habían vuelto majaretas. A ver qué hago yo si la tarambana de mi dueña pierde la chaveta en un país extranjero: las opciones de repatriación de ardillas son más bien escasas.
A fecha de hoy, mis dudas sobre la salud mental de mi ama todavía persisten. El decorado esta vez es muy distinto de los anteriores. Mi dueña me ha llevado en tren hasta una granja a las afueras de la ciudad, donde una multitud de bípedos se han reunido para realizar actividades otoñales como montarse en tractores llenos de paja, recoger calabazas, beber mosto de manzana y acariciar animales domésticos. Por cierto, al parecer las alpacas entran dentro de esa categoría. Ardillilmente me parece muy divertido que los bípedos urbanitas encuentren pintoresco recorrer un campo en tractor porque estoy convencida de que la actividad perdería todo su encanto si tuviesen que subirse a él a diario para retirar paja de verdad.

Las alpacas como animales domésticos americanos.
El compost también.

Calabazas. Los humanos parecían fascinados con ellas.

En cualquier caso, mi dueña no se queda atrás en espíritu otoñal porque cuando miro a mi alrededor ya ha organizado una de las suyas. ¡No se le ha ocurrido mejor idea que meterse en un maizal! O más bien, en un laberinto dentro de un maizal. Le han dado una hoja con acertijos que tiene que ir resolviendo mientras recorre el laberinto en busca de la salida, y así se pasa un buen rato con otras dos bípedas tan entusiasmadas como ella. De verdad, por mucho que me esfuerce por entender a mi humana creo que hay cosas que jamás comprenderé. No tengo nada en contra de que se integre en el modo de vida de este país, pero eso de que se dedique a corretear entre mazorcas me preocupa un poco. Creo que su síndrome de abstinencia por falta de castañas está empezando a afectarla.
Maizal con humanos extraviados en su inmensidad.
Las banderas son por si se pierden demasiado.

Como la vida campestre puede resultar agotadora, mi ama decide entonces descansar visitando a una antigua conocida a la que todavía no ha presentado sus respetos. Para ello me arrastra a la orilla de la bahía y me sube a un barco enorme plagado de incontables humanos armados con cámaras de fotos. Al cabo de un ratito veo que ella también se concentra en fotografiar algo en la distancia, y descubro que en lontananza hay una señora con una corona y una antorcha que nos observa impasible.  No acabo de ver el motivo por el que todo el mundo se afana por retratarla porque en realidad no es tan guapa. A lo mejor es porque va vestida de forma extraña. 
Señora con libro, corona y sin sentido de la moda.

Resumiendo: he llegado a la conclusión de que en este rincón del mundo prácticamente todo es posible. Se puede viajar a Buenos Aires un jueves cualquiera a las 20:30, dar un salto al pasado, perder la cabeza escuchando un mp3 o resolver enigmas entre paredes vegetales.

Y siempre, siempre, es imprescindible lucir unas uñas impecables.