domingo, 30 de septiembre de 2012

Surprise, Surprise!

Aunque a veces mi humana me saca un poco de quicio, he pensado en organizarle una pequeña sorpresa para alegrarle la oficina, así que se inaugura nueva sección: Welcome to the Independent Republic of Your Desk! Se pueden consultar los detalles en la pestaña situada inmediatamente debajo del título del blog o haciendo click aquí.

NYC for Dummies

Esto es lo que ha aprendido mi ama en su primera semana en la Gran Manzana:
  • Los empleados de telefonía yanquis no saben abrir carcasas de Nokia.
  • En inglés, “gazpacho” es un false friend. En realidad significa “sopa fría de tomate aliñada con pesto”.
  • El término business casual tiene más de casual que de business.
  • No tiene ni la más remota idea de a qué raza pertenece: ¿blanca, hispana, latina…? Ella vota por ecléctica.
  • Para ir a nadar, es imprescindible llevar candado. No obstante, es preferible no llevarlo puesto al meterse en el agua. 
  • La luz natural en las oficinas es privilegio de los jefes.
  • No es lo mismo un piso 12 sin ventanas que un piso 44 acristalado.
  • Para diferenciar a un turista de un neoyorquino, basta con fijarse si este se para cuando el semáforo está en rojo, o si mira al cruzar.
  • Si no te disfrazas en Halloween tu banquero te retira el saludo.
  • Las funcionarias de la Seguridad Social tienen ganas de correr encierros y participar en la Tomatina.

Back to School (Day 2)

Mi ama debió de cogerle el gustillo al edificio del día anterior, porque a la mañana siguiente volvió a sacarme de la cama y a arrastrarme nuevamente ciudad adelante. Con la de horas que me paso últimamente dentro de su bolso empiezo a plantearme la posibilidad de construir un nido en su interior.

La oficina de mi ama es un espacio casi cuadrado, muy amplio y lleno de cubículos. Los que ocupan el borde del paralelepípedo son despachos en toda regla, con sus puertas, mesas y estanterías. Y sobre todo con ventanas. Las demás mesas ocupan el centro del espacio y están iluminadas solamente con luz artificial. Me recuerda un poco a una colmena, o a una de esas cuevas en las que hibernan mis parientes del norte. Si no te asomas a alguno de los despachos laterales ni siquiera sabes qué tiempo hace fuera. Yo creía que los humanos necesitaban luz para sobrevivir, pero en este viaje estoy descubriendo que no conozco a estas criaturas tan bien como pensaba.

Al llegar sentaron a mi dueña en su mesa de trabajo, le dieron unas cuantas carpetillas, bolígrafos y post-its y le explicaron sus tareas. Luego la llevaron de paseo para conocer a un montón de personas distintas cuyos nombres era incapaz de recordar cinco minutos más tarde, y le confiaron un secreto de capital importancia: la clave numérica para acceder al baño. No obstante, hasta finales de semana mi dueña podía ir al baño pero no volver de él porque no tenía tarjeta de acceso a la oficina.

A media mañana pasó a recogerla otra bípeda a la que solamente conocía por e-mail y se fueron a comer juntas. El resto de la tarde la pasó pululando por la oficina dando vueltas como ardilla sin cabeza intentando ubicarse.

En días sucesivos opté por no acompañarla porque los de mi especie no soportamos  pasar ocho horas diarias de enclaustramiento. Por lo que me ha contado, mi dueña emplea la jornada sentada ante el ordenador haciendo cosas y sin mediar palabra con nadie, lo que ha tenido una consecuencia imprevisible: se pasa tanto tiempo callada que ahora por las noches le ha dado por hablar y reírse. ¿Es que una no va a poder dormir nunca tranquila?

Un día le voy a pedir el PIN de su tarjeta de crédito. Seguro que se duerme maravillosamente bien bajo una palmera del Caribe.

Suceso desconcertante (II)

El lunes por la tarde mi ama decidió ir de bancos. Eso en mi lengua quiere decir que uno se dirige a un parque y se va sentando aleatoriamente en todos los asientos que encuentre, pero al parecer entre los bípedos cuando uno va de bancos lo que hace es meterse en lugares cerrados y enmoquetados, plagados de ventanillas y en donde todo el mundo parece estar muy interesado en la cartera del vecino. Afortunadamente para mi ama, quien meta la mano en su bolso se arriesga a recibir un mordisco.

Pues bien, mi dueña entró en uno de esos bancos y nada más cruzar el umbral se topó con la chica de atención al cliente, que sin mediar ningún tipo de saludo gritó: “¡Oh Dios mío, me encanta tu vestido!”. Mi ama se quedó petrificada en la puerta, sin tener claro si la exclamación iba por ella o si el espíritu de Cocó Chanel acababa de pasar a sus espaldas. Por si las moscas decidió agradecer el cumplido, para no quedar mal.

Al lado de la entusiasta recepcionista había un no menos entusiasta y trajeado jovenzuelo que la atendió muy amablemente. Originalmente mi dueña pretendía abrirse una cuenta bancaria, simplemente. Pero no. Además de eso acabó enterándose de los viajes intercontinentales de su interlocutor, de su fascinación por Escocia, de que solamente conocía España de haber pasado una hora en Barajas y lo más importante: es fundamental disfrazarse en Halloween. No importa de qué, la cuestión es ponerse algo encima porque al parecer en muchos locales no te dejan entrar si vas vestido de bípedo normal. De hecho, el amable banquero salió un año con una camisa de felpa a cuadros y se inventó que iba de granjero. Quizás mi ama podría ir de business casual, que ya de por sí es bastante disfraz para ella.

El chico acompañó a mi ama hasta la puerta de la sucursal, reiterándole todo el tiempo que era imprescindible que se consiguiese una máscara de Scream o similares. Y así fue cómo un simple trámite administrativo se convirtió en una lección de sutilezas culturales. En fin, tendré que ir pensando en qué me pongo. A lo mejor si me meto dentro de un bloque de hielo puedo colar como Scrat.

Back to School (Day 1)

¡Menuda nochecita que me dio mi ama el domingo pasado! ¡Venga a dar vueltas! Debía de estar inquieta por algo, aunque eso no es excusa. Las ardillas tenemos muy mal genio si no nos dejan dormir, así que cuando me harté de que me arrinconase contra la pared le di un mordisco en una oreja y la desperté.

Cuando por fin nos levantamos resultó que estaba nerviosa porque tenía que volver al edificio que inspeccionamos en nuestro primer día en la ciudad y le preocupaba liarse con los trenes. He de decir en su defensa que no puedo culparla del todo porque el metro en este sitio es un poco retorcido. Incluso cuando crees tenerlo todo controlado, de pronto un tren que debería haber sido exprés se convierte en local, o viceversa. A los humanos les encanta complicarse la vida.

El caso es que nosotras salimos de casa con tiempo de sobra, muy repeinadas y arregladitas para causar buena impresión (aunque como yo iba escondida en el bolso de mi ama me despeiné un poco). Mi dueña iba todo el rato jugueteando con algo, ya fuera con el colgante con forma de flor que llevaba alrededor del cuello o con sus pendientes de plata y azabache, hasta que empecé a revolverme para que se estuviese quieta y no se arrancase una oreja.

Por fin, tras tantas prisas y ansias por llegar pronto, mi ama llegó incluso demasiado temprano. Lo suficiente como para tener que quedarse esperando a que alguien viniese a abrir. Al menos esta vez no metió la pata e intentó entrar en otra oficina por equivocación. Finalmente apareció una persona de Recursos Humanos para hacerse cargo de mi correspondiente humana. Qué graciosas son las nomenclaturas de estos bípedos, no me imagino a los de mi especie creando un departamento de Recursos Ardilliles.

La señora de Recursos Humanos sentó a mi ama en una sala de juntas y pronto llegaron otros simios tan perdidos como ella. Lo que siguieron fueron cuatro horas de bienvenida y orientación laboral a las que francamente no presté demasiada atención porque las ardillas no cogemos baja por maternidad. Desde mi punto de vista como roedor, lo más interesante fue el vídeo que proyectaron sobre las bondades de la empresa, y eso porque salían imágenes de Central Park. Cuando me aburrí de atisbar las diapositivas de powerpoint por las rendijas del bolso me arrebujé en mi cola y eché una breve siesta para recuperar el sueño perdido.

Al despertar, mi ama iba camino de otro departamento. La escuché saludar titubeante a un par de personas que resultaron ser sus supervisoras, y estas le dieron la bienvenida muy amablemente. Después la invitaron a comer por el Village - cosa que me indignó un poco porque yo no pude probar nada – y finalmente le dieron la tarde libre porque no sabían qué hacer con ella. 

A pesar de que yo me quedé con ganas de curiosear un poco más por aquel lugar, creo que mi ama agradeció salir antes porque los zapatos la estaban matando. A quién se le ocurre llevar zapatos nuevos el primer día. O llevar zapatos, en general. No sé qué voy a hacer con ella.

lunes, 24 de septiembre de 2012

Oh Happy Day!

Supongo que la mayoría de nosotros - simios y roedores - cuando nos imaginamos una misa góspel pensamos rápidamente en Whoopi Goldberg bailando desatada frente a un altar-escenario, pero con más gente moviéndose de derecha a izquierda. ¿No? ¿Sólo yo?

El caso es que esta mañana mi ama y otra humana decidieron que era un buen momento para santificar las fiestas, y allá nos fuimos las tres hasta la 145 St, en el corazón de un Harlem soleado y apacible. El barrio está lleno de iglesias y de congregaciones por todas las esquinas, pero nosotras íbamos concretamente a esta aunque la más famosa (y turística) es esta otra.

Desgraciadamente el metro neoyorquino también es un devoto practicante que respeta las fiestas de guardar, por lo que si pensábamos llegar a las 10:30 para coger sitio no llegamos a la puerta de Sión hasta las 11 menos 5, y para entonces un amable (e imponente) caballero trajeado nos dijo que estaba todo lleno y nos indicó otra iglesia a la que dirigirnos.

Debimos de liarnos un poco con las direcciones porque aparecimos precisamente frente a la Abyssinian Baptist Church, cuya cola de turistas y/o feligreses daba la vuelta a la manzana. Descorazonadas, buscamos en Google alguna alternativa, y ya nos encaminábamos hacia la 120 St cuando de pronto a nuestra derecha vimos una iglesia ligeramente destartalada en la que entraban cuatro personas con pinta de estar tan perdidas como nosotras. La bípeda que acompañaba a mi ama exclamó “¡Están cantando!” y ambas, como dos posesas cegadas por inexplicables ansias musicales, atravesaron la calle corriendo mientras yo las seguía rezando a San Quercus para que no nos atropellasen.

El lugar era decididamente peculiar. Más que una iglesia parecía una especie de salón de actos, y todos los miembros femeninos de la congregación encargados de acoger a los visitantes estaban vestidos con uniformes blancos de enfermería. Había un olor extraño en el aire, hacía muchísimo calor y nada más franquear el umbral nos dirigieron al segundo piso para que nos sentásemos en un graderío junto con otros espectadores.

Por lo que alcancé a ver desde el bolso de mi dueña, abajo había un par de atriles y varios sitiales ocupados por tres o cuatro señores también trajeados, de los cuales presumiblemente uno era el pastor. Detrás había dos coros, uno vestido de negro y violeta, y otro ataviado con túnicas granates. Delante del altar también había un órgano, un piano, una batería y algún que otro instrumento más.

Los dos coros eran de lo más dispar, tanto en afinación como en número y en edad de los integrantes. Reconozco que no acabé de entender las funciones de cada uno, quizás porque entre los roedores los únicos que saben algo de música son nuestros primos los ratones. Lo que sí tuve claro rápidamente fue que podía prescindir fácilmente de uno de ellos. Y del espasmódico tañedor de panderetas también.

El servicio duró varias horas, si bien creo que nosotras salimos un poco antes de que terminase. La acústica era tan mala que resultaba imposible entender prácticamente nada de lo que decían los oficiantes así que por un lado nos marchamos ligeramente decepcionadas y por otro pensando que no podíamos haber vivido una experiencia más auténtica. Al fin y al cabo cantamos, nos movimos y batimos palmas, así que no estuvo mal como primera toma de contacto con el góspel neoyorquino.

Eso sí, la próxima semana espero poder entrar en el servicio de la Abyssinian. A lo mejor me cruzo con Whoopi y todo.

Suceso desconcertante

Ayer, al despertar de la siesta, escuché que mi ama y su compañero entraban en el apartamento. Habían salido a comer un par de horas antes así que me esperaba que regresasen en cualquier momento. Sin embargo, cuando llegaron les acompañaba un tercer homínido al que no llegué a ver bien.

La visita fue inusitadamente breve. Oí que dejaban varias bolsas sobre la mesa de la cocina y se despedían de él con muy poca efusividad. Pensé que quizás se tratase de un amigo del compañero de piso de mi ama, pero él también lo saludó con cordial frialdad.

Cuando me asomé a la ventana observé que el hombre salía del portal y se alejaba empujando un carro vacío. ¿Sería quizás un vagabundo? ¿Qué hacía entonces en casa?

Unos minutos más tarde descubrí que mi ama y su compañero habían ido a hacer la compra. Compra con entrega a domicilio. Lo que pasa es que, en este barrio, eso significa que un paisano te viene persiguiendo - literalmente - con tu carrito lleno hasta rebosar y te sube las bolsas hasta tu apartamento.

¡Me lo pido para la próxima vez que vaya a recoger bellotas!

Moving on

El sábado amaneció nublado y otoñal, y cuando salimos de casa la calle estaba mojada. El tiempo perfecto para una mudanza. ¡Y qué mudanza! Menos mal que yo había vuelto a mi funda de plástico dentro de la dichosa Samsonite porque no me habría gustado estar en el pelaje de mi dueña. Aparte de que el mío es mucho más suave, dónde va a parar.

La primera odisea fue subirse al autobús. Encontrar la parada no tuvo mayor complicación, especialmente cuando los señores que están paseando perros te preguntan si te has perdido y te la señalan, pero trepar por los angostos peldaños, aposentar las dos maletas y recibir un chillido del conductor para cambiarlas de sitio fue todo uno. Dentro de mi refugio me compadecí un poco de mi dueña, aunque la compasión me duró solamente hasta que me llevé el primer trastazo bajando unas escaleras.

Para seguir sumando, el bus tuvo que desviarse de su ruta habitual porque había una carrera pedestre por Park Avenue, de manera que cuando llegamos del otro lado del parque mi ama se bajó en una parada distinta de la que tenía pensada, y eso redundó en un trayecto mucho más largo para llegar al metro. Ahora bien, arrastrar dos maletas por Manhattan no tendría por qué ser una experiencia dantesca, de no haber sido porque una de ellas (la otra, no la mía, a mí no me miréis) tuvo un grave percance: una de las ruedas se bloqueó contra su propio soporte. Con el rozamiento la rueda se fue sobrecalentando y desgastando, así que para cuando mi ama hizo una pausa para inspeccionarla esta literalmente quemaba y era prácticamente triangular. Resultado: arrastrar a peso dieciséis kilos por el suelo de Nueva York. Más otros veinte. Hora y media de trayecto. En ayunas.

Tras tanta penuria no es de extrañar que mi ama se equivocase de timbre. Después de llamar repetidas veces al piso equivocado apareció una amable señora que le dijo: “Puedes seguir timbrando cuanto desees y si quieres hasta te dejo entrar, pero me temo que estás tocando al telefonillo equivocado”. Nosotras las ardillas no podemos ponernos coloradas, así que me habría gustado ver la cara de mi dueña en aquel momento. Seguramente oscilaba entre el escarlata y el bermellón.

Una vez pedidas mil disculpas y comprobado el número correcto, el compañero de piso de mi ama bajó a ayudarla con las maletas. Como golpe de gracia de humillación involuntaria, él solito levantó ambos bultos y echó a correr escaleras arriba.

Mi dueña le fue a la zaga arrastrando la lengua por el suelo y pensando que la próxima vez que tenga que mudarse lo hará en taxi.




 

domingo, 23 de septiembre de 2012

Concrete jungle where dreams are made on...

Tengo que decir que mi primer día en Nueva York ha sido magnífico pero agotador. Mis pobres patas no están acostumbradas a trotar por el asfalto ni a sortear respiraderos del metro. ¡Menudo susto me llevé la primera vez que pisé uno! Marilyn no tiene punto de comparación con una ardilla experimentando un empuje vertical directamente proporcional a su pánico.

Tras conseguir una tarjeta telefónica americana y recibir la oferta de compra de un piso por parte de una señora a la que no conocía de nada, mi ama me llevó caminando por el Upper East Side hasta Central Park. Creo que en el fondo lo hacía para compensarme por haberme dejado en la maleta la noche anterior, aunque con estos humanos una nunca sabe si fiarse. A lo mejor simplemente quería tomar el sol desde el mirador de Belvedere Castle. Lo cierto es que estuvo muy callada toda la mañana, como si aún estuviese asumiendo dónde se encontraba. Quizás estaba desempolvando y redimiendo sus recuerdos anteriores de la ciudad.


En cualquier caso, en Central Park por fin establecí contacto con mis parientes lejanas. ¡Y tan lejanas! Como que si no llego a perseguirlas solamente habría alcanzado a ver sus colas flotando en la distancia. En fin, ya se sabe que somos roedores desconfiados y al principio me costó un poco lograr que se acercasen a mí, pero finalmente hasta permitieron que mi ama las fotografiase.


Tras despedirme efusivamente de mis familiares y prometerles una próxima visita, atravesamos el parque hasta la 81st y bajamos por Central Park West. Creí que el objetivo de mi dueña era simplemente dar un paseo, pero pronto me percaté de que el paseo se estaba alargando bastante más de lo normal. Cuando me quise dar cuenta estábamos en la Octava Avenida bajando en dirección sur, ¡y sin pararnos a ver ningún monumento ni nada! Es más, cuando estábamos a la altura de Times Square mi ama por fin se detuvo y entró en una tienda, ¿y con qué pensáis que salió? ¡Con un secador de pelo! La gente normal compra postales, imanes de taxis amarillos, incluso camisetas de “I love NY”, pero mi dueña en cambio se pasó el resto del día con un Babyliss Pro colgando del brazo. De verdad que yo no entiendo a estos humanos…

Finalmente, tras cruzar decenas de calles y pararnos a comer en el West Vilage, por fin comprendí a dónde bellotas se dirigía mi ama con tanta obstinación: a un edificio de oficinas alto e intimidante al que al parecer va a tener que volver con cierta asiduidad. Algo así como de lunes a viernes. La verdad es que el lugar no me impresionó tanto como para querer revisitarlo con tanta frecuencia, pero ella sabrá en qué emplea su tiempo.

A partir de ese momento nos entregamos al callejeo indefinido por el Soho y Nolita, y terminamos en Grand Central Station. Allí mi ama se reunió con otro ser de dos patas al que no presté demasiada atención porque enseguida pusimos nuevamente rumbo a Central Park para recoger a otro tercer ser de dos patas, momento que yo elegí para irme a echar unas carreras con mis primas. Cuando me reuní con los tres humanos, del otro lado del parque, estos estaban entrando en el Met para ver anochecer desde la terraza. Sin embargo, disfruté poco de las vistas porque mi ama se marchó precipitadamente a reunirse con otra humana que tenía una habitación libre en su piso.

Después de eso mi dueña dio el día por terminado y regresamos a casa a tirarnos en la cama. Eso sí, por el medio hicimos una parada en un deli a comprar la cena, y todavía hoy sigo sin entender por qué mi ama volvió todo el camino con una sonrisita pintada en la cara. ¿Puede alguien explicame qué tiene esto de especial?


En definitiva, de toda esta jornada peregrina quiero que conste en acta que solamente se cubrió en metro el trayecto entre Grand Central Station y la W72nd, así que si alguien piensa que soy una ardilla quejica está cordialmente invitado a repetir el itinerario, ¡pero a cuatro patas y sin zapatos!.

sábado, 22 de septiembre de 2012

Let's go!

He aprovechado el sueño de mi ama (no sé de qué está tan cansada, ni que hubiera venido pilotando ella) para apoderarme de su ordenador y dar comienzo al relato de mis aventuras.

Cruzarse el charco puede ser una experiencia abrumadora para una ardilla. Nosotras no estamos acostumbradas a eso de volar. Como mucho brincamos de árbol en árbol. Incluso he oído hablar de unas primas americanas que son capaces de flotar en el aire, pero entre eso y pegar un salto de 5300 kms la cosa cambia mucho.

Ahora bien, si ya de por sí la idea de subirme a un cacharro volador me resultaba ligeramente desasosegante, hacerlo además envuelta en una bolsa de plástico dentro de una maleta ya rozaba directamente el género de terror. Pues así fue como hice mi entrada triunfal en la tierra del tío Sam, embutida dentro de una Samsonite y con la única compañía de varios pares de calcetines y A tale of two cities. Horrendo. La próxima vez que alguien se lamente de falta de espacio en los aviones de Ryanair que se acuerde de mí.
Mientras tanto, mi ama se paseaba tranquilamente por el aeropuerto, se echaba la siesta entre dos asientos de clase turista o se entretenía con las miserias de Jane Eyre. El mundo está plagado de injusticias.

Aterrizamos puntualmente en JFK tras casi diecisiete horas de viaje. Afortunadamente mi maleta llegó sana y salva a su destino, aunque con el tiempo que tardó mi ama en recogerme yo ya me veía perdida y olvidada en las profundidades de un almacén. Un amable funcionario de Inmigración se interesó por las causas de mi viaje, y, pese a mis recelos, por fortuna en la aduana no me detuvieron por tráfico de bellotas. En apenas cuarenta minutos mi dueña y yo estábamos cómodamente sentadas esperando por la furgoneta que tenía que llevarnos a nuestro alojamiento.
Al llegar, nuestro anfitrión nos recibió con una sonrisa amable y tranquilizadora. Mi ama comprobó que todas sus pertenencias estaban en perfecto estado y yo crucé las garras para que me liberase de mi prisión, pero no tuve suerte. Tuve que apañármelas yo sola para escabullirme de la maleta y llegar hasta su portátil. A este paso me voy a convertir en el Houdini de las ardillas.

Encima ella duerme en cama doble. ¡Señores, protesto!