sábado, 14 de septiembre de 2013

Messaggio in bottiglia (III)

Shhh…

Calla un segundo. Cierra los ojos.

¿Nos oyes?

Aquí solamente hay pájaros y campanas, no debería costarte mucho.

Estamos en el rumor de la brisa entre las hojas.

Estamos en el chapoteo de un remo contra el agua de un canal.

Estamos en el eco de tus pasos sobre las piedras nocturnas.

El zureo que escuchas en San Marco no son las palomas, somos nosotras.

Flotamos, volamos, reptamos, resbalamos, llovemos… estamos por todas partes.

Tímidas y esquivas, en efecto, pero ahí estamos.

¿Nos oyes ahora?

Ya nos parecía. Debías estar escuchando con el oído izquierdo.

Rebusca pues en tu bolsa, reconoce al tacto dos objetos, sácalos.

Acomódate, respira hondo, apaga el móvil, detén el reloj.

Y ahora escríbenos.


[Mensaje encontrado encallado junto a un árbol del Giardino delle Vergini, Arsenale]



jueves, 12 de septiembre de 2013

Regata Storica

Creo que alguna vez he mencionado que Venecia está llena de canales. En caso de no ser así, lo menciono ahora: Venecia está llena de canales (salvo que los venecianos en lugar de canales les llaman ríos, pero ese es otro tema). He considerado oportuno recordarlo porque la historia que voy a contar tiene que ver precisamente con el más importante de todos: el Canal Grande.

Los hechos sucedieron hace ya un par de semanas, el día que mi ama y yo terminábamos de mudarnos a nuestro nuevo hogar. Esa misma tarde nuestra casera la invitó a una recepción en casa de un amigo y mi dueña, aduciendo que yo no cabía en el bolso que lleva cuando se disfraza de humana respetable, decidió muy descortésmente dejarme encima de la cama. ¡Ni que fuera un peluche!

Evidentemente no me quedé cruzada de garras y aprovechando que se había dejado las ventanas de la habitación abiertas me escabullí ágilmente y me dediqué a seguirla entre aleros y tejados. Las calles estaban plagadas de gente y recuerdo que pensé que el ratio de turista por metro cuadrado me parecía algo más elevado de lo habitual. Mi ama, su casera y el hijo de esta se encaminaron hacia el traghetto de San Tomà con la intención de atravesar el Canal Grande pero cuando llegaron se llevaron una desagradable sorpresa al descubrir que este estaba temporalmente suspendido. Sus únicas opciones eran atravesar el canal por los puentes de Rialto o de la Accademia y, con una lógica que a fecha de hoy todavía no he logrado comprender, ellos optaron por el segundo, que era el más alejado. Yo les seguía de cerca intentando en la medida de lo posible no poner una pata a nivel de calle para evitar potenciales pisotones. Por desgracia para mí, si pretendía perseguir a mi ama por media Venecia yo también estaba obligada a atravesar el Gran Canal, y allí no hay aleros que valgan.

El puente de la Accademia estaba completamente cubierto de simios irascibles y vociferantes intentando cruzarlo en ambas direcciones. En uno de los accesos, una humana vestida de uniforme intentaba inútilmente poner un poco de orden en las hordas caóticas que la rodeaban, gritando instrucciones completamente superfluas que nadie seguía. Mi ama se zambulló en aquella marabunta humana y la perdí completamente de vista.

Mis propias opciones para la travesía se reducían a dos: o bien me hacía pasar por el hermoso collar de piel de una turista rusa - una estrategia con pocas probabilidades de éxito visto que estábamos casi a treinta grados – o me lanzaba al agua y atravesaba a nado. En efecto, las ardillas también nadamos. Especialmente yo, que desde que me hice cargo de mi humana practico a menudo.

Tras un momento de duda me decanté por la segunda opción. Cualquiera que haya visitado esta ciudad sabe que darse un baño en sus canales, con sus aguas claras y límpidas, es arriesgarse a salir brillando en la oscuridad. Además, como puede corroborar Ella de Large, el Canal Grande es bastante más ancho de lo que parece a simple vista. El caso es que hice acopio de valor y me sumergí en la laguna. Tuve que sortear un montón de trastos flotantes, pero finalmente conseguí llegar entera al otro lado sin que nadie me diese con un remo en la cabeza. Incluso logré adelantar a mi ama, a la que vislumbré entre la multitud trotando detrás de su casera.

Los tres continuaron por callejas que los turistas no frecuentan, de manera que tuve que apretar un poco el paso. Pronto llegaron frente a la verja de una mansión señorial con un pequeño jardín en el frente. Los seguí disimuladamente hasta la puerta y escuché las indicaciones del portero cuando entraban en el ascensor, así que con esa información trepé por uno de los árboles del jardín hasta la última planta de un elegante palacio con vistas sobre la autopista líquida de Venecia.

En la mansión había muchos bípedos vestidos como si fuesen a una fiesta, unos cuantos bípedos de ojos rasgados vestidos de blanco paseándose con bandejas con comida o bebida y un mobiliario sin renovar como mínimo desde hacía un par de siglos. Mi ama se quedó pálida al verme aparecer dando saltitos por una de las esquinas del balcón, y con una mirada reprobatoria me hizo un gesto sutil para que me ocultase antes de que alguien me viese. Me aposté con cuidado en uno de los extremos de la balaustrada e hice todo lo posible por quedarme inmóvil cual enanito de jardín.

Desde mi atalaya por fin logré presenciar lo que sucedía: el Canal Grande estaba plagado de barquitos de todos los tamaños y cilindradas respetuosamente colocados en hileras en cada ribera, y por el centro del canal pasaba un imponente desfile de barcos y góndolas, a cada cual más decorado. He de decir que los humanos que las tripulaban iban vestidos de forma un poco anacrónica, pero con la afición que tienen en esta ciudad por el Carnaval me imaginé que estarían celebrando algo.



Así era, y la rareza no había hecho sino empezar. Durante las siguientes tres o cuatro horas me dediqué a ver pasar barquitas y más barquitas, cada una de un color distinto. El número de remeros variaba en cada ocasión, y se los veía preocupadísimos por subir y bajar el canal como si les persiguieran los demonios (que para el caso debían de ser los ocupantes de las barcas de detrás). La gente de las demás embarcaciones les gritaban cosas que yo no alcanzaba a escuchar, y todo el mundo en el palacio donde me encontraba parecía muy interesado por lo que estaba pasando. De golpe, tras pasar otra fila de barquitas, la concentración de los espectadores pareció diluirse y las motoras se fueron yendo tan caótica y ruidosamente como habían llegado. Al cabo de un rato mi ama y sus acompañantes también abandonaron la opulenta mansión para regresar tranquilamente a casa. Esta vez, afortunadamente, por Rialto.



Al final tras tanta conmoción no llegué a entender muy bien si las barcas iban o venían, si se estaban disputando algo, si tenían prisa por llegar a alguna parte o si estaban jugando al escondite inglés acuático… y lo grave es que ni siquiera mi ama fue capaz de explicármelo, de lo que deduzco que ella tampoco se debió de enterar demasiado. En cambio aprendí que como gnomo de jardín soy más adorable incluso que el de Amélie.

Y viajo casi tanto como él.

martes, 3 de septiembre de 2013

Cerco e... trovo?

Mi ama tiene una suerte endiablada para las casas. Es un hecho incontestable. Otros bípedos la tienen en el juego, o en el amor, así que supongo que para compensar que nunca le toca la lotería y que todavía no ha conseguido llamar la atención de un gondolero, mi dueña es afortunada en el sector inmobiliario.

Basándose en esta premisa, cuando mi humana tuvo conocimiento de que su casera había alquilado nuestra buhardilla bohemia a partir de septiembre no se preocupó excesivamente. Como de costumbre, la casa perfecta la estaría aguardando tranquilamente en algún rincón ignoto. Sobre todo en Venecia, que parece haberle cogido simpatía, quién sabe por qué.

Esta vez, sin embargo, mi ama no tuvo en cuenta varios factores:

1. Estaba buscando alojamiento solamente para dos meses.
2. En septiembre comienza el curso escolar.

La desastrosa conjunción de ambos nos colocó en una situación bastante difícil dado que cada vez que mi bípeda llamaba o escribía, la respuesta (si la había) era siempre la misma: lo siento, estoy buscando a alguien que se quede más tiempo. Pero no pasaba nada. Todavía había margen de maniobra. Nuestra casa estaba ahí fuera esperándonos y era solamente cuestión de tiempo que diésemos con ella.

Agosto fue desgranándose lentamente sin que las opciones de alojamiento se ampliasen lo más mínimo. Vimos un total de ocho pisos distintos aunque mi dueña envió innumerables e-mails y telefoneó a un montón de simios. Pasamos por una casa enmoquetada del suelo al techo, por un zulo en el que solamente cabían mi ama y una cama de 90 (y eso que yo ocupo poquito), por el bajo extrañamente perfumado de un farmacéutico camerunés y por una habitación casi sin amueblar cuya ventana daba a la casa del vecino. Mi ama dijo que se quedaba con un piso o con una habitación en tres ocasiones distintas, y en todas la avisaron en apenas veinticuatro horas de que habían encontrado a alguien dispuesto a quedarse más tiempo. La casa perfecta quizás existiera pero pardiez, qué bien escondida estaba…

Con este glorioso panorama nos plantamos en el martes pasado, 27 de agosto: a cuatro días del desahucio. Evidentemente a estas alturas la tranquilidad de mi ama hacía tiempo que se había evaporado, y en su lugar habían aparecido cierta angustia y no poca frustración. ¿Por qué Venecia se empeñaba en hacerlo todo tan difícil?

El martes mi dueña llamó por teléfono a una señora que alquilaba una habitación pero, cómo no, la señora le respondió muy amablemente que buscaba un inquilino de larga duración. Resignada, mi ama se disponía a colgar cuando del otro lado de la línea su interlocutora recordó que tenía una amiga que también alquilaba una habitación, así que le dio el número para que se pusiese en contacto con ella. Así lo hizo, y la humana que descolgó el teléfono la invitó a pasarse por su casa aquella misma tarde después del trabajo. Mi bípeda tomó entonces la desesperada determinación de dejar de buscar si aquella habitación resultaba, efectivamente, habitable. Empezábamos a necesitar un milagro.

Una hora antes de la cita, el ángel guardián de mi ama - que casualmente reside en Nueva York – le habló de otra humana que quizás pudiera ayudarla. La madre del novio de una amiga, dijo. Una habitación libre, puntualizó. Ven a verla mañana, replicó una voz americana a la llamada inmediata de mi dueña.

Huelga decir que esa tarde, por supuesto, acudimos a la cita concertada aunque con la cabeza puesta en la alcoba que veríamos al día siguiente. Nos recibió una ancianita muy amable que hablaba español porque había trabajado bastante tiempo como voluntaria en Ecuador, y que tenía mucho interés por conseguir la receta del gazpacho de la madre de mi ama. Dentro de lo malo, pensamos ambas, si la cosa mañana no sale bien siempre nos podemos venir a hacerle gazpacho a esta buena mujer. 

Afortunadamente no fue necesario. Al día siguiente nos pusimos en contacto con nuestra futura casera para ver la habitación y resultó que esta se encontraba a dos puentes y un canal de nuestra querida buhardilla, en un campiello que atravesamos incontables veces camino del supermercado. Pero es que además de estar cerca, la casa tenía absolutamente todo lo que buscábamos, y además era bonita, acogedora y amplia. El milagro se había hecho de rogar, pero finalmente allí estaba.

Cuando nos despedimos de la casera – tras pactar rápidamente la fecha de la mudanza – a mi ama le temblaban las rodillas y prácticamente tenía los ojos llenos de lágrimas, quién sabe si de alegría, alivio o incredulidad. Con lo dramática que es cualquiera lo adivina. Yo por si las moscas me la llevé hasta el borde del Gran Canal para que le pidiese disculpas a la ciudad por dudar de ella. A ver si aún se va a ofender y se venga enviándonos más acqua alta. ¡Que yo mido menos de veinte centímetros!

Y así fue cómo Venecia, esquiva y veleidosa, se apiadó de nosotras y nos regaló un nuevo hogar en el que ser felices.