miércoles, 9 de diciembre de 2015

Proxectos

Cosas que mi ama planea hacer en cuanto recupere la libertad:
  • Volver a leer por placer.
  • Volver a escribir por placer.
  • Suspender la moratoria impuesta sobre el visionado de series.
  • Huir a unas termas/montañas remotas de las que no piensa regresar hasta no haberse olvidado completamente de la genealogía de la monarquía leonesa.
  • Marcarse una ronda de médicos.
  • Comprar regalos. Inventar regalos. Producir regalos.
  • Dormir entre siete y ocho horas sin soñar que encuentra la tumba perdida de un arzobispo en el sótano de sus tíos mientras narra todo inconscientemente a una ardilla exasperada.
  • Ponerse al día de cafés y Skypes pendientes.
  • Nadar, pasear, bailar, patinar o realizar cualquier actividad que no implique estarse quieta frente a una pantalla o unos apuntes.
  • Después de todo eso, si le sobra tiempo, buscar trabajo.


Cosas que Volunti planea hacer en cuanto su ama la deje tranquila:
  • Actualizar el blog para ponerla verde por no permitirle actualizar el blog.
  • Ponerle una mordaza en la boca por las noches. Intentar hibernar.
  • Si lo anterior falla, salir a recoger castañas. Las pilongas son unos fantásticos proyectiles.

sábado, 31 de octubre de 2015

Resoconto

En 72 horas en Milán hemos aprendido que:
  • Copenhague, en realidad, está en Finlandia.
  • Es materialmente posible cargarse dos pares de pendientes en menos de siete días.
  • Los logros profesionales de una persona se vuelven irrelevantes en el momento en el que esta contrae sífilis.
  • Un luxómetro es el último grito en complementos para asistir a eventos culturales.
  • Jamás se debe asumir que la gente lee lo que coloca en las paredes. De lo contrario es posible toparse con un texto del color equivocado que habla de cosas que no están allí.
  • Si algo resulta polémico, es mejor fingir que no existe. Aunque sea de color rosa chicle.
  • En italiano, la expresión “turno de preguntas” se interpreta como “diserte usted, buen hombre”.
  • No tiene sentido molestarse en cuidar la iluminación de un espacio cuando es mucho más divertido dejar que sus usuarios jueguen a la gallinita ciega.
  • Cenar, comer e incluso beber son actividades altamente sobrevaloradas.
  • Sentarse también. Seamos honestos: en este mundo motorizado, ¿quién necesita pies?
  • Los hoteles de diseño deberían venir con un manual de instrucciones incluido en el precio.
 

Denuncia da parte di privato

Milán, 21 horas del martes 27 de octubre de 2015.

El presente informe ha sido redactado como consecuencia de una denuncia interpuesta por una trabajadora de una institución cultural local cuyo nombre permanece en el anonimato por su propia seguridad.
Los hechos tuvieron lugar en torno a las 20 horas del día de hoy, durante el evento de apertura de la susodicha infraestructura cultural. Las dos acusadas se encontraban en el edificio en calidad de huéspedes. La testigo narra cómo una de ellas (SUJETO A) se encontraba ya ante el objeto de disputa mientras la otra (SUJETO B) se aproximó por su derecha, acompañada por otras personas que también presenciaron los acontecimientos.
El SUJETO B, una vez situada ante el objeto, mostró su satisfacción al comprobar que este no se hallaba protegido por ningún cristal protector, observación que se vio rápidamente corroborada por sus acompañantes. Mientras esto sucedía el SUJETO A se mantenía al margen, si bien la testigo describe que no perdía detalle de la situación.
Según la testigo, tras expresar su alborozo por la ausencia de cristal el SUJETO B alargó lentamente el dedo índice de su mano derecha en dirección al objeto expuesto mientras era jaleada por sus acompañantes. Sin tiempo para que la testigo pudiera reaccionar, el SUJETO B finalmente posó el citado dedo sobre la superficie del objeto, retirándolo inmediatamente y exclamando, entre las carcajadas de sus acompañantes: “¡Dios mío, acabo de tener un orgasmo!”.
La testigo menciona que a continuación los hechos se precipitaron puesto que el SUJETO A, con un veloz movimiento, se situó frente al SUJETO B. Sin mediar palabra, pero con los ojos inyectados en sangre, el SUJETO A liberó una ardilla de su bolso que se lanzó contra el SUJETO B ante el desconcierto general. El citado animal dio varios mordiscos y produjo arañazos de distinta gravedad en el rostro del SUJETO B hasta que uno de los vigilantes de sala consiguió reducirla y devolvérsela a su propietaria, que en palabras de la testigo “no hizo nada por evitar tan desafortunado incidente”.
Tanto el SUJETO A como el SUJETO B han sido trasladadas al cuartelillo de los Carabinieri con el fin de formalizar las respectivas denuncias de las que son objeto y poner en marcha los correspondientes procedimientos judiciales. El SUJETO B está acusada de atentado contra un bien cultural. El SUJETO A se enfrenta a una sanción por tenencia ilícita de roedores.
 

[N.B. Por si alguien se lo está preguntando, lo único ficticio de esta entrada son los últimos dos párrafos].

Overraskelser

Retornar a un lugar en el que has pasado un tiempo es una experiencia extraña y, para mí, completamente nueva. Desde que conozco a mi humana hemos vivido en cuatro países y seis ciudades, pero yo no he vuelto a visitar ninguna de ellas, a excepción de Copenhague. Regresar a Dinamarca fue para mí parecido a intentar recordar un sueño: algo brumoso e impreciso. Reconocía calles o plazas, líneas de autobuses, letreros y hasta palabras (quién lo iba a decir) pero lo hacía desde el extrañamiento en lugar de desde la familiaridad. Hasta cierto punto, era como intentar evocar la vida de otro, una existencia ajena a nosotras.
Paralelamente, en el tiempo que llevo conviviendo con los homo sapiens he tenido oportunidad de observar la complejidad de las relaciones que establecen entre ellos, ya sea compartiendo el mismo apartamento o arrollándose los unos a los otros en las calles de una piscina (preferiblemente rectangular). Desde mi punto de vista de ardilla, ha sido la primera vez que he podido analizar cómo evolucionan las interacciones entre bípedos cuando uno de ellos desaparece del mapa durante unos meses.
El tiempo y la distancia son unos cedazos de extraordinaria eficacia que retienen aquellos núcleos más sólidos mientras permiten el paso de los más frágiles o livianos. Son, sin embargo, tamices de resultados imprevisibles, puesto que la solidez percibida y la solidez real no se corresponden obligatoriamente. Cuando uno trata con humanos siempre hay que dejar margen para las sorpresas. Inesperado fue el modo en el que algunos colegas recibieron a mi ama, dado que parecían alegrarse genuinamente de verla. Por el contrario, me resultó desconcertante constatar que, en ocasiones, compartir rutinas cotidianas durante una temporada no garantiza necesariamente un chai latte de puesta al día. Mi dueña, que está más fogueada en estas lides, me ha explicado que tras cada etapa siempre hay gente que se pierde por el camino. Un día escribiré un artículo científico en el que enuncie debidamente estos fenómenos; creo que los bautizaré como Principio de disparidad valorativa y Ley de inevitabilidad del olvido.
Así pues, y precisamente porque nunca hay que dar nada por sentado con estos simios sin pelo, es por lo que opino que hay algo de mágico (y conmovedor) en el hecho de que una persona se moleste en ir a recogernos al aeropuerto para que no estemos solas en una escala de ocho horas, o en que un amigo que ha pasado la noche sin dormir mientras regresaba de otro país se detenga en su casa el tiempo justo de darse una ducha porque no puede permitir que nos marchemos sin dar antes un paseo con nosotras. Que alguien se alegre de que a las tres sean las dos porque atrasar los relojes implica ganar una hora contigo, que te pregunten si has vuelto para quedarte o pretendan secuestrarte para que no te vayas, o simplemente que te topes con leche sin lactosa en la nevera para desayunar hacen que valgan la pena todos los aviones y todos los quilómetros.
Quizás, en definitiva, la sorpresa más grande de todas haya sido marcharnos con la sospecha de que esta historia todavía no ha terminado. Dinamarca tal vez nos deteste, pero algunos de sus habitantes se merecen que se le plante cara ocasionalmente.

To be continued…

Tyveri

Hace unos meses analizamos las consecuencias de la aplicación del dicho “Para todo hay una primera vez” en el contexto de los alojamientos daneses. A juzgar por los acontecimientos del sábado pasado, diría que ha quedado patente que Dinamarca se ha erigido en paladín de las experiencias inéditas en lo que concierne a mi ama.
Pero empecemos por el principio: ¿qué hacíamos mi dueña y yo en Copenhague la semana pasada, especialmente en unas fechas en las que yo debería estar preparándome para mi hibernación anual? Pues principalmente intentar matar de un síncope al pobre bípedo ante cuya puerta nos presentamos de improviso el miércoles a golpe de las once de la noche. Toparse de pronto con la jeta de mi simia puede ser una vivencia terrorífica. Doy fe de ello, que veo con qué cara se levanta cada mañana.
El caso es que una vez superada la sorpresa inicial, y tras una agenda de lo más apretada en los días siguientes, el sábado por la noche me hallé de improviso yendo a cenar con mi ama, el citado bípedo y otras dos humanas más. Por una vez, y dado que todos los amigos de mi dueña me conocen, se me permitió participar del ágape sobre la mesa como uno más.
La velada transcurrió de modo festivo hasta el momento del pago. Al girarse para coger la cartera de su bolso, que pendía del extremo de la silla que ocupaba, mi ama se percató de que este estaba abierto. La cartera no estaba. Primero la invadió la incredulidad. Quizás no había mirado bien. A continuación un escalofrío le recorrió la espalda. ¡En la cartera estaban todos sus documentos!
Antes de que cundiera el pánico el amigo de mi ama encontró la cartera tirada en el suelo, bajo la silla. Mi humana respiró hondo. Se le debía de haber caído del bolso sin darse cuenta. Raro, pero plausible. La abrió. El DNI seguía en su interior. Las tarjetas de crédito también. Entonces le llamó la atención que una cremallera que siempre lleva cerrada estuviese abierta. Miró mejor. Todo su dinero se había evaporado. Solamente le quedaban 4€ en monedas.
Pese a que la cosa podría haber sido más grave (sin documentos no habríamos podido proseguir nuestro viaje al día siguiente), la fiesta se aguó un poco y mi dueña no pudo menos que sentirse frustrada y enfadada consigo misma durante el resto de la noche y buena parte del domingo. Por una vez que baja la guardia y prescinde de su ardilla defensiva, resulta que se convierte en objeto del robo más clásico del mundo.
Así pues, en efecto, Dinamarca es un flamante adalid de las primeras veces en diversas experiencias. Lo que ya se escapa completamente a mi comprensión es por qué bellotas nos tiene tanta manía.

jueves, 17 de septiembre de 2015

Adeus

–Mxxxx, Mxxxx.
–Dime, abuela.
–Adiós, hija. Adiós.
El susurro rasgó el silencio ficticio de aquella habitación de hospital. En la oscuridad, la nieta se incorporó sobre la butaca como si acabara de atravesarla un rayo. ¿Adiós? Creyó no haber oído bien.
–Abuela, ¿cómo que adiós?
Quizás más bien deseara no haber oído bien.
–Es demasiado. No puedo más –logró descifrar entre bisbiseos apenas inteligibles.
–¿Qué es demasiado? ¿El dolor? ¿Te duele la pierna?
–No. Sí. No sé. Esto se acaba.
Un escalofrío le recorrió la espalda y el corazón comenzó a latirle más deprisa. Necesitaba un calmante. ¿No habían prometido ponérselo enseguida? Tenía que avisar a una enfermera. Hizo ademán de encaminarse hacia la puerta entreabierta. Se detuvo. Giró sobre sí misma. Miró a su alrededor, dudando ante la posibilidad de dejarla con su delirio. Qué solas estaban. Las ocupantes de las otras dos camas y la acompañante de una de ellas parecían dormir. Dio un paso atrás y se quedó de pie junto al lecho de la anciana, pasándole la mano derecha por la frente macilenta.
–Perdóname, hija, por todas las cosas malas que haya podido hacerte–murmuró esta a continuación –. Ruega a Dios por mí.
El pulso le tembló un poco. No estaba preparada para una disculpa de tal magnitud precisamente en aquel momento. “A buenas horas” se dijo con amargura mientras se le hacía un nudo en la garganta. Pese a su proverbial descreimiento, durante unos segundos sopesó la opción de desempolvar alguna de las oraciones del catecismo para cumplirle el gusto, pero de pronto se le ocurrió que a aquellas horas Dios no estaría despierto para recibir plegarias. Además, por qué demonios iba a prestarle atención a ella, visto que ni siquiera las empleadas del hospital parecían hacerle caso.
–Llama a tu madre.
–Abuela, está en casa durmiendo, ¿para qué quieres llamarla?
–Para despedirme.
La angustia pugnaba por escapársele por los ojos cuando respondió con quebrada ligereza:
–¡Ni de broma! Si la llamo a la 1 de la mañana para que te despidas por teléfono la que se muere del susto es ella.
–Despídeme de tus tíos –siguió la enferma tras una pausa, como si no la hubiera escuchado.
Entretanto, los pensamientos de su nieta se sucedían a toda velocidad: “¿Y si no es una crisis de ansiedad? ¿Y si esto va en serio y yo no estoy sabiendo reconocer la agonía? ¿Y si le estoy negando su última voluntad? ¿Y si se marcha y me quedo para siempre con el remordimiento de saber que no pudo decirle adiós a nadie?”. Tomó el móvil, indecisa, pero en lugar de llamar optó por enviar un mensaje implorando consejo porque necesitaba sentir que, más allá de los seres dormidos que la rodeaban y las enfermeras que la ignoraban, había alguien, en alguna parte, con quien compartir el miedo que la atenazaba. Tuvo suerte: hubo ojos que intentaron serenarla y que la hicieron sentirse menos desamparada.
–Esto es mucho, es mucho. Se escapa –. Dejó el teléfono inmediatamente sobre la mesilla.
–¿Qué es lo que se escapa, abuela?
–La vida –gimió esta.
Propulsada como un autómata, la nieta abandonó rápidamente la habitación y, casi sin voz, pidió a la primera auxiliar que encontró que le llevase un calmante a la paciente de la 413. Ella, que no era supersticiosa, había reparado enseguida en la presencia de aquel número trece que durante años había perseguido a sus bisabuelos y que ahora planeaba como una sombra sobre la vigilia de su única hija, ya nonagenaria.
La habitación seguía igual de inmóvil y queda cuando regresó acompañada de la auxiliar. Esta preguntó a la paciente cómo se encontraba y la segunda replicó con exclamaciones inconexas y ominosas. La auxiliar prometió regresar pronto con la medicación y abandonó silenciosamente el cuarto. La anciana, con el pelo revuelto empapado en sudor, el ceño fruncido y los labios apretados, parecía batirse contra algún enemigo encapsulado bajo sus párpados mientras no cesaba de emitir susurros incomprensibles. Su nieta acercó la oreja a su mejilla cerúlea y le pidió que repitiera lo que acababa de decir:
–Siento mucho que te haya tocado a ti estar hoy aquí. Yo no quería que vivieras esto.
–Abuela, no te vas a morir esta noche, ¿me oyes? No te voy a dejar.
Ella misma se daba cuenta de la futilidad de cada una de sus frases conforme las iba pronunciando. ¿Qué clase de prohibición, o de amenaza, supone denegarle a alguien la autorización para descansar en paz? Vista desde fuera, se reprochó su completa ridiculez y su absoluta insuficiencia. ¿Qué hacía allí, si claramente estaba fracasando en la misión de cuidar de otra persona?
–Yo no quiero que sufras –añadió la enferma.
A la desesperada, ella se oyó decir:
–Yo tampoco quiero sufrir, así que hagamos un trato: tú no te mueres y yo no sufro. ¿Te parece bien? –. Otra banalidad, a falta de algo mejor.
Una especie de suspiro angustiado surgió de la cama de al lado. Otra de las pacientes había despertado y llevaba unos minutos presenciando la escena con la misma mirada de impotencia con la que la nieta contemplaba a su abuela.
El silencio se abatió sobre ellas durante un rato, desprovistas como estaban de palabras con las que continuar la conversación. Ella buscaba frenéticamente excusas para renovar un intercambio verbal que mantuviese a la anciana consciente. Mientras, escrutaba en la penumbra el vaivén agitado de su pecho, sin apartar la vista por temor a que se detuviese de improviso. Cuando le entraban las dudas, entrelazaba sus propios dedos con los de la mano que yacía sobre las sábanas y los acariciaba hasta que lograba que reaccionasen al contacto. ¿Por qué no llegaba aquel maldito calmante?
Transcurrieron los minutos con una lentitud casi sádica. El bisbiseo constante de la enferma la desazonaba, pero era preferible a la nada porque suponía la prueba fehaciente de que todavía respiraba. Sentada lateralmente sobre la butaca, con el cuerpo apoyado en la barandilla de la cama y los brazos por almohada, la nieta descansó el mentón en una postura que le permitiese vigilar a la paciente. El sueño la acechaba, apostado en los rabillos de sus ojos, pero no quería dormirse.
Sabía que no podía ayudarla más pero, a pesar de todo, no podía evitar preguntarse si aquello era realmente cierto; tal vez estuviera pasando algo por alto, quizás se hubiera olvidado de algún detalle importante. Sabía también que la muerte venía sin manual de instrucciones, pero maldijo que no existieran cursillos o protocolos de actuación para acompañar a los que se están marchando.
Lo peor, sin embargo, era el miedo. Un miedo paralizante y brumoso compuesto de inexperiencia y desconcierto, pero también de culpabilidad. Tardó un tiempo y 3,5 carillas de cuaderno en descubrirlo. De pronto, mientras garabateaba pensamientos prácticamente a ciegas para evitar rendirse al sueño, acudieron las palabras exactas para expresar la inquietud, la congoja, la debilidad: “Perdóname, tú a mí, por no saber hacerlo mejor”.
Por fin, la enfermera apareció con la medicación. Ella devoró con la vista el frasquito transparente como si poseyera cualidades taumatúrgicas. Respiró hondo, repitiendo en voz alta y repitiéndose a sí misma que a partir de aquel momento todo iría mejor. Entonces miró el reloj: había transcurrido apenas media hora. Todavía quedaban seis horas hasta el alba.

De repente, un sonido grave suplantó a los murmullos anteriores en los labios de su abuela.

Qué estupidez que un ronquido consiga hacerte llorar.

viernes, 26 de junio de 2015

Mennesker

Gente que se va de viaje contigo sin apenas conocerte. Gente que te presta cocinas y lavadoras. Gente que te ayuda a mudarte, reiteradamente.
Gente que te descubre cafés y restaurantes. Gente que se deja invitar a casa a cenar cuando tus caseras no están. Gente que desafía los tópicos daneses y te invita a cenar con su familia. Gente que toma cafés con sirope de avellana mientras tú bebes un chai latte a cucharadas dos veces por semana, después de la piscina. Gente que comparte tu amor incondicional por la canela y el té.
Gente con curiosidad e interés por campos ajenos al suyo. Gente que te escucha pacientemente cuando te entusiasmas hablando de barcos meciéndose en olas nocturnas, condes sentenciados a prisiones perpetuas, mujeres con pies invisibles y besos de mármol blanco. Gente que se aprende Los burgueses de Calais de memoria y te permite que le plantees adivinanzas tridimensionales.
Gente que no sabe jugar al parchís contando veinte después de comerse una ficha. Gente que te enseña a jugar al backgammon, a Dixit, a Ticket to Ride y a Bohnanza. Gente que intenta explicarte el funcionamiento de un motor de dos (¿o cuatro?) tiempos cuando lo único que tú ves son las escamas verdes de la espina dorsal de un dragón gigante.
Gente con la que intercambiar canciones. Gente que se va contigo de picnic y acaba metida en el mar tiritando de frío. Gente que recuerda que eres intolerante a la lactosa cuando hace la compra. Gente que te trae galletas desde otro país porque hace mucho que no las comes. Gente que te ofrece su sofá cama para que no seas una sin techo. Gente que roba fruta de la oficina para ofrecértela de merienda. Gente que salta hogueras de San Juan contigo.
Gente que probablemente te habría ido a ver actuar si no se lo hubieses prohibido. Gente que intenta enseñarte a bailar algo que no implique hacer ochos en el suelo o en las paredes (y fracasa indefectiblemente). Gente que te pide que le enseñes a hacer esos mismos ochos frente a un espejo de su sala de estar.
Gente que te acompaña a casa, a pesar de vivir en dirección contraria, para seguir hablando un rato contigo. Gente a la que acompañarías a casa, a pesar de vivir en dirección contraria, para seguir hablando un rato con ella.
Gente que pega llaves de candados de bicicleta a los reversos de postales con tazas de té.
Gente que se percata de que necesitas disciplina y se pasa un festivo trabajando junto a ti en una cafetería mientras escribes. Gente que te cede ideas para cuentos. Gente que te regala cartas de despedida porque sabe que las palabras son uno de tus puntos débiles.
Gente que aparece por sorpresa en un aeropuerto para recogerte a las diez y media de un domingo.
Gente que se confabula contigo para orquestar una sorpresa de despedida para una amiga común. Gente que no se despide de ti porque pronto irá a verte. Gente que te dice adiós con un Bastet de escayola. Gente que, cuando se marcha, provoca accidentalmente que una ciudad entera deje de tener ninguna razón de ser.
Gente que te pregunta cuándo volverás, y que resulta ser la misma que solía preguntarte cuánto te quedarías. Gente que sugiere que alargues tu estancia, gente que te dice que te echará de menos, gente que te pide abiertamente que no te vayas. Gente que te llena los ojos de lágrimas por el mero hecho de que deseen que formes parte de su vida y que son los responsables directos de que dos meses se convirtiesen en seis.
Gente que te dice que trajiste el verano a Copenhague, a pesar de que llegases en mitad del invierno.
Gente para la que no tienes teclas suficientes con las que escribir algo medianamente coherente con lo que darles las gracias.

jueves, 25 de junio de 2015

Eventyr

Érase una vez una ciudad. Se trataba de una de estas ciudades perezosas y letárgicas, que de tanto hibernar se habían vuelto completamente horizontales y planas. Su sol, en vez de vertical, se alzaba diagonal sobre calles empedradas, y cuando se ocultaba una luz lechosa y densa lo invadía todo.
Esta ciudad, además, tenía una peculiaridad que no muchas de sus hermanas compartían: su piel estaba agrietada y surcada por un sinfín de quebradas que, con los años, se habían ido llenando de agua. La ciudad había oído hablar de una de sus primas lejanas del sur, también anciana y arrugada, o de su medio hermana del norte, pero las imágenes que había visto de ambas le habían devuelto un reflejo con el que no se sentía en absoluto identificada.
La ciudad era distinta porque tenía un sueño. Era uno de esos sueños modestos, de los que uno arrulla por las noches antes de dormirse porque no se atreve a perseguirlos durante las horas de vigilia: quería aprender a silbar. Puede parecer un anhelo absurdo y, de hecho, la ciudad se avergonzaba un poco de perder el tiempo con semejantes quimeras. ¡Una ciudad silbando, valiente tontería! ¡Las ciudades no están para eso! Y, sin embargo, cada vez que el viento del norte venía a visitarla y se enredaba torpemente entre sus calles empedradas y sus surcos salados, la ciudad cerraba por un momento los ojos y se imaginaba a sí misma aprendiendo a domeñar aquellas ráfagas caprichosas que la sacudían sin orden ni concierto (nunca mejor dicho, por otro lado). Pero ¿cómo aprender? ¿Quién podría enseñarla? Que ella supiera, no existían manuales para los silbidos urbanos, de modo que se limitaba a pasar los largos meses de invierno sumida en sus ensoñaciones mientras la oscuridad velaba sus fantasías.
A veces la vida cambia de la noche a la mañana. En aquel caso, no obstante, cabe advertir que la noche era tan larga que su transición a la mañana duró unos cuantos meses. En ocasiones, también, las cosas cambian sin que uno sea consciente de que están cambiando. Sucede poquito a poco, con golpecitos pequeños que, de pronto, un día se descubren como virajes de timón que han alterado completamente el rumbo de las circunstancias.
A pesar de que la ciudad tenía mucha experiencia en lances náuticos (al fin y al cabo, el agua era una parte indisociable de ella), era bastante torpe en lo tocante al uso de sextantes y astrolabios. De esta forma no resulta sorprendente que se le fueran pasando, una por una, las indicaciones marcadas en las estrellas. Cabe añadir en su defensa que aquel invierno en concreto el cielo estaba cubierto tan a menudo que hacía muy difícil escudriñar el firmamento.
La primera señal fue un tamborileo constante y monocorde: taca-taca-taca-taca-taca. Procedía de las ruedas de sendas maletas, una grande y otra pequeña, al arrastrarse pesadamente por los pavimentos adoquinados que formaban su piel urbana. Cada traqueteo tenía un timbre distinto, acorde con los diversos tamaños de sus causantes. Inmersa como estaba en su letargo, la ciudad entreabrió un ojo, chistó a la recién llegada para que se callase y siguió durmiendo a plaza suelta.
Después vinieron las incidencias melódicas. Al más puro estilo blitzkrieg, la ciudad empezó a sentirse agitada en los momentos más inesperados por ondas sonoras procedentes de los rincones más variopintos: baladas en hindi, canciones españolas, percusiones orientales… Las guerrillas de redondas y corcheas se apostaban entre la niebla que rodeaba la torre del Rådhus, flotaban sobre sus grietas líquidas y se le colaban entre las dobles ventanas blancas de sus casas. ¡Menuda pesadez! ¡Así no había quien durmiera tranquilo! Como a moscas, la urbe las espantaba a base de farolazos o de estornudos, pero las muy recalcitrantes continuaban asediándola sin descanso.
Por fin, cuando los días comenzaron a crecer y la ciudad empezó a desperezarse y a sacudirse las telarañas que le habían ido creciendo sobre las barandillas, aparecieron los velocípedos. Los velocípedos se desplazaban sobre ella a una velocidad endemoniada, haciéndole cosquillas y provocando que de vez en cuando se le escapasen carcajadas similares al estallido de fuegos artificiales. Pero los velocípedos eran mucho más que plumeros de caucho o rascadores de espaldas: los velocípedos eran domadores de vientos. Cuando las ráfagas de aire del norte se deslizaban alocadamente por las calles de la ciudad, los velocípedos las atrapaban entre los radios de sus ruedas, las retorcían, les imprimían un movimiento giratorio y cuando estaban convenientemente mareadas las propulsaban hacia atrás para que quedasen prendidas de los filamentos del portabultos. De ese modo, los velocípedos llevaban tras de sí una larga estela de brisas y corrientes, céfiros y boreales, hasta el punto de que resultaba complicado establecer si su celeridad provenía de ellos mismos o del viento que soplaba por sus colas.
Lo más importante de todo, sin embargo, era que los velocípedos tenían tripulantes. Los tripulantes estaban acostumbrados al repiqueteo de su equipaje contra los suelos de otros lugares y, a fuerza de viajar, habían amoldado el ritmo de sus pasos al de la percusión de su bagaje. Las guerrillas musicales que tanto habían perturbado el sueño urbano de su nueva residencia no eran sino ellos mismos intercambiando frecuencias en las que reconocerse los unos a los otros como miembros de la misma colonia de aves migratorias. Eran algo así como los cantos de las ballenas.
Los tripulantes, además, sabían silbar. Sabían aspirar aquel aire frío y rebelde que tanto azotaba los costados de ladrillo de la cuarteada ciudad para devolverle de nuevo la libertad convertido en melodías. No se arredraban cuando este los vapuleaba, cuando les abofeteaba la cara al doblar una esquina ni cuando pasaba a su lado ululando sin control y amenazando con hacerlos caer al suelo. Resistían pacientemente, dividían cada torbellino en hebras y los convertían en canciones mansas y dóciles.
La ciudad los admiraba en silencio, similar al de las aguas tranquilas y esmeriladas de Islands Brygge al atardecer. Quizás también los envidiase un poco, quién sabe. Con las ciudades acuáticas uno nunca tiene claro a qué atenerse. El caso es que tal vez por timidez, o tal vez por orgullo, la ciudad se resistía a preguntarles cómo lo hacían.
Por suerte para ella, no le hizo falta: en ocasiones el universo conspira a tu favor. Aquella recién llegada de las maletas, la caminante intempestiva que la había despertado tan desconsideradamente un jueves de enero por la tarde, no dominaba las artes velocipédicas tan perfectamente como el resto de tripulantes. A lo mejor no las había aprendido de pequeña, o puede que sus aptitudes rodantes no fuesen tan buenas como las de sus congéneres. Probablemente nunca lo sepamos, si bien los motivos de su ignorancia no vienen al caso de esta historia.
Lo realmente relevante es que la recién llegada tuvo que aprender ella también a doblegar vientos, a combatir tempestades y a enfrentar muros de aire. Ella también tuvo que plantearse cómo malear un torbellino, cómo redondearlo y cómo domesticarlo para pasearlo tras ella por el borde de un lago o entre bosques habitados por ciervos blancos. Junto a ella, la ciudad observaba. Medía. Calculaba. Comprobaba que la agudeza o la gravedad de una nota dependían de la anchura del hueco por el que transitara, del caudal que lo atravesase y de la presión que adquiriera.
Hasta que un día, por fin, la ciudad empedrada y quebrada se dio cuenta de algo: silbar era mucho más sencillo de lo que creía. Ya tenía los huecos, los canales y los caudales; ahora solamente era cuestión de destreza. Ella, por sí misma, era un órgano horizontal.
La recién llegada, que ya no lo era tanto y que finalmente había aprendido a frenar con los pedales en los semáforos en rojo, se sorprendió un amanecer al escuchar un extraño trino de pájaros junto al Kastellet. No era capaz de reconocer a aquella especie. ¿De qué clase de ave se trataría? ¿Un gorrión, una garza, un cisne? La ciudad, mientras tanto, reía por lo bajo entre gorjeos.
La vida, en efecto, oculta giros inesperados: a partir de aquel momento su canto se quedaría enredado entre los cabellos broncíneos de una sirenita que, seis meses antes, había surcado los mares para ir a buscar a aquella torpe amazona de velocípedos que, por azares del destino, acabaría ayudándola a cumplir su sueño.


miércoles, 24 de junio de 2015

Efterlad

Los lugares se abandonan siempre dos veces.
Un lugar se abandona cuando uno dobla su ropa cuidadosamente, vacía la nevera, cierra la maleta y escucha por última vez el chasquido de la llave girando en la cerradura. En el caso de la que suscribe, estas actividades se reducen a ser encerrada en la oscuridad de una Samsonite durante varias horas.
Sin embargo, un lugar se abandona también cuando comienzan los recuentos de cosas que se han quedado sin hacer y de ocupaciones rutinarias que están a punto de dejar de serlo: todavía no he entrado en ese café, aún no he visitado ese museo, ya no me da tiempo a regresar a aquel parque, este es mi último largo en esta piscina. Los lugares se abandonan cuando se los deja tras la ventanilla de un avión, pero sobre todo cuando uno asume la inminente materialidad de esa ventanilla.
Si aceptamos ese desdoblamiento del abandono, entonces es justo decir que mi ama ya se ha ido parcialmente de Copenhague del mismo modo que, probablemente, todavía no se haya marchado del todo de Venecia. La duplicidad del abandono no implica necesariamente que estos tengan que producirse en un orden determinado, ni simultáneamente.
Según esto, mi dueña empezó a marcharse el domingo pasado. El 21 de junio marca el solsticio de verano, el cambio de estación, un nuevo ciclo. Es, también, una de las noches más cortas del año en unas latitudes en las que, ya de por sí, las noches estivales duran mucho menos que en cualquiera de los sitios en los que hayamos vivido antes. Por todo ello, mi humana decidió no dormir. En su lugar veló la oscuridad con los párpados abiertos en espera de que la luz llegase. Cuando por fin lo hizo, a las cuatro y media de la madrugada, se la encontró encaramada a una de las pendientes del Kastellet, cerca de La Sirenita, con los ojos llenos de telarañas, una cámara fotográfica (y una ardilla) en el bolso y un cuadernillo rojo entre las manos.
El cielo estaba encapotado, corría un vientecillo fresco y solamente se escuchaban los trinos de los pájaros y el rumor de las hojas de los árboles. No había nadie. Copenhague parecía congelada dentro del sueño del Maestro Hora mientras nosotras perseguíamos el caparazón de una Casiopea cuyas letras doradas estaban labradas en rayos de sol. Mi bípeda sonrió al pensar en la ironía de que su propia flor horaria se estuviese consumiendo en aquel preciso instante. Allí estábamos, la ciudad y nosotras, frente a frente tras estos seis meses de galimatías lingüísticos, mudanzas y chai lattes, sosteniéndonos la mirada y estrechándonos cordialmente las manos como buenas camaradas de armas. Y todo estaba bien. Copenhague asintió levemente. Podíamos irnos.
Regresamos a casa caminando sin prisa, recorriendo parsimoniosamente los escenarios principales de nuestra existencia danesa mientras el día continuaba clareando a nuestras espaldas. Con las puntas de los dedos, mi ama iba recogiendo uno por uno recuerdos desperdigados aquí y allá; no es de buena educación dejar tus memorias tiradas por ahí cuando te marchas. Además, ese será el último presente con el que nos obsequie Dinamarca. No todo van a ser galletas de mantequilla y rollos de canela.



martes, 23 de junio de 2015

Galehus (II)

Recuerdo con nostalgia los tiempos en los que solía pensar que mi ama tenía suerte con sus hogares. Está claro que la buena fortuna inmobiliaria no nos ha acompañado hasta Dinamarca; la muy perezosa debe de haberse quedado en el sur, que hace más calorcito.

Estos dos meses y medio han sido… peculiares, por llamarlos de algún modo. Al igual que con la primera casa de locos, he tardado mucho en decidir si merecía la pena hablar de ello o simplemente dejarlo pasar, pero en vista de la escalada del nivel de absurdo de las últimas jornadas he optado por dejar de resisitirme. Dado que contar todas nuestras aventuras en una única entrada resultaría larguísimo y tedioso, las he dividido por capítulos y las he agrupado bajo su propia pestaña (en la parte superior, a la derecha de Storie Veneziane), a la que se puede acceder también haciendo click aquí. Espero que disfruten ustedes leyendo nuestras peripecias en modo inversamente proporcional a lo que nosotros nos divertimos viviéndolas.

domingo, 17 de mayo de 2015

अलविदा मेरी दोस्त

Hoy no hablo yo. Esta noche le cedo la palabra a mi ama porque creo que ella lo necesita más que yo:

Te marchas, y está bien.
Tiene que estarlo.
Te vas porque ante ti se abren nuevos horizontes y futuros que no puedo menos que intuir brillantes. Te vas porque la vida está hecha de ciclos y tú estás a punto de comenzar uno nuevo. Marcharse con tan buenas razones debería ser motivo de alegría y de orgullo, así que por favor no me hagas demasiado caso si hoy ves que me falla un poco la sonrisa.  
Me acuerdo del momento exacto en el que decidí ser tu amiga. Sí, lo sé, tampoco hace tanto. Estábamos en el Statens Museum for Kunst, creo que delante de un van Dongen, y tú me contabas que no era sencillo intimar con los daneses. Llevaba solamente tres días en Copenhague, así que todavía ignoraba hasta qué punto aquello era cierto. Yo repliqué que, si querías, en lo que a mí respectaba tenías una amiga más. Lo decía totalmente en serio, aunque acabáramos de conocernos. A veces me asaltan destellos de lucidez que me permiten distinguir nítidamente quién merece mi lealtad.
Te marchas y tras de ti queda una estela. Odense. You and I de Ingrid Michaelson. Comida india y vieiras en un salón en el que suenan Copenhague y Tum hi ho. Una noche bailando todo lo que ni tú ni yo habíamos bailado en meses. Tabletas de chocolate. Confesiones al sol en una cafetería de Malmö. Chai lattes y cafés con sirope de avellana después de la piscina. Los burgueses de Calais. Slow. Cotilleos, risas, tonterías, mudanzas. Y charlas, charlas, charlas.
Te vas, sí, y has de saber que se te echará de menos. Se te extrañará con una añoranza silenciosa hecha de punzadas traicioneras de nostalgia, de esas que habitan tras las esquinas de las calles y se apostan entre tareas cotidianas e intrascendentes. Tienes miedo de que te olvide, dijiste. Cómo podría, te respondo, si cada rincón de esta gélida ciudad - que ha sido menos gélida gracias a ti - custodia un recuerdo tuyo. Qué ingenuo resulta tu temor si te paras a pensar que tú fuiste uno de los motivos por los que en lugar de limitarme a dos meses decidí quedarme seis. Copenhague no será la misma sin ti.
Yo no habría sido la misma sin ti.
Debes saber que tú me salvaste de la noche perpetua y del invierno interminable. Siempre te estaré agradecida por no dejarme sentirme sola ni desamparada, por no descartar la posibilidad de hacerme un hueco en tu vida simplemente por estar de paso, por enseñarme tu mundo y fiarte lo suficiente de mí como para dejarme formar parte de él. Tú, para mí, has sido un pequeño milagro. A menudo me pregunto qué méritos habré hecho en otra existencia para que en esta el universo sea tan generoso conmigo.
Te vas para volver a empezar y todo irá bien, lo presiento. Has nacido para ser feliz. De veras. Recuérdalo si alguna vez flaqueas, si te sientes sola o cuando estés cansada o estresada. Eres más inteligente, más bondadosa y mucho más fuerte de lo que tú misma crees, pero sobre todo no tienes ni la más remota idea de lo admirable que resultas por ello. Me siento muy honrada de poder considerarme tu amiga, y no pienso dejar de hacerlo por el mero hecho de que atravieses el finger de un aeropuerto. Todavía nos quedan chai lattes con Coldplay sonando de fondo.
Te marchas, en efecto, pero no te engañes: no te vas del todo. No hasta que yo me marche también.
(Y, a decir verdad, probablemente ni siquiera entonces).


You are leaving, and it is fine.
It must be.
You are leaving because you are headed towards new horizons and a future that I cannot help but foresee brilliant. You are leaving because life is made of cycles and you are about to start a new one. Leaving for such good reasons should be a cause of joy and pride, so please do not take me too seriously if my smile falters a little today.
I remember the exact moment when I decided to be your friend. Yes, I know, it was not so long ago. We were at the Statens Museum for Kunst, in front of a van Dongen I think, and you were telling me that it was not easy to get close to the Danes. I had only been in Copenhagen for three days, so I still ignored to what extent that was true. I replied that, if you wanted, as far as I was concerned you had found another friend. I totally meant it even if we had just met. Sometimes I have these flashes of lucidity that allow me to clearly distinguish who deserves my loyalty.
You are leaving and a trail extends behind you. Odense. You and I by Ingrid Michaelson. Indian food and scallops in a sitting room with Copenhagen and Tum hi ho playing. Dancing the night away, making up for all the dancing that neither you nor I had done in months. Chocolate bars. Sunny confessions in a cafe in Malmö. Chai lattes and coffees with hazelnut syrup after the pool. The Burghers of Calais. Slow. Gossip, laughter, silliness, relocations across town. And talking, talking, talking.
You are leaving, yes, and you should know that you will be missed. You will be missed with a silent longing made of treacherous pangs of nostalgia: those that lie behind street corners and crouch under daily and inconsequential tasks. You are afraid of being forgotten, you said. How could that be, I reply, when every corner of this icy city – that has been warmer thanks to you – holds a memory of you. What a naïve fear that is when you stop to think that you were one of the reasons why instead of just two I decided to stay six months. Copenhagen will not be the same without you.
I would not have been the same without you.
You must know that you saved me from perpetual nights and an endless winter. I will always be indebted to you for not letting me feel alone and helpless, for not ruling out the possibility of finding a spot for me in your life in spite of my transience, for showing me your world and trusting me enough to let me be a part of it. To me, you have been a small miracle. I often wonder what kind of merits I must have accomplished in my previous existence to deserve such generosity from the universe.
You are leaving to start over and everything will be fine, I feel it. You were born to be happy. Really. Remember this if you ever falter, if you feel lonely, tired, or stressed. You are smarter, kinder and way stronger than you credit yourself for, but most of all you have not the faintest idea of how admirable that makes you. I feel very honoured to consider myself your friend, and I will not stop doing so merely because you walk through the finger of an airport. There are still chai lattes with Coldplay playing in the background expecting us.
You are leaving, indeed, but do not fool yourself: You will not be completely gone. Not until I leave as well.

(And, to be honest, probably not even then).


domingo, 26 de abril de 2015

Roskilde

Sobre mediados de febrero anuncié que planeaba conseguirme un drakkar, pero el mercado de compra-venta de embarcaciones vikingas no es tan accesible para una ardilla como me imaginaba. Tras varios intentos infructuosos tuve que resignarme y darme por vencida. Mi ama, para consolarme, decidió llevarme de excursión. Así fue cómo aparecimos en Roskilde un sábado por la mañana.
“¿Por qué Roskilde?” quizás se pregunte alguien. Porque en Roskilde, además de una catedral gigantesca y probablemente la mayor concentración de aparcamientos por habitante de toda Dinamarca, hay un museo dedicado a un conjunto de embarcaciones vikingas hundidas en el fiordo hace siglos, además de un astillero tradicional en el que producen réplicas de esos y otros barcos de la época. Allí nos fuimos, a ver si por casualidad había alguna barquichuela tamaño roedor en la que dar una vueltecita.
Huelga decir que las ardillas de aquel entonces no debían de navegar demasiado. Mi dueña, por otro lado, me levantó el ánimo regalándome la oportunidad de reírme un poco de ella mientras se disfrazaba de vikinga y se sacaba fotos encaramada a una proa ficticia.


Sin embargo, lo más revelador de nuestra visita a Roskilde se hallaba en la catedral. La recorrimos de punta a punta, por arriba y por abajo, y cuando llegamos a la cabecera nos topamos con una lápida de color negro que sobresalía del pavimento. Mi humana, que llevaba una guía en la mano, me contó que, según la leyenda, bajo esa lápida maldita reposa un caballo infernal, dotado solamente de tres patas y de ojos rojos como ascuas, cuyo espíritu vaga todavía por las calles de la ciudad. Quien se lo encuentre está irremisiblemente perdido, y por eso en tiempos antiguos los habitantes de Roskilde escupían sobre el mármol cada vez que pasaban ante la sepultura.
Dejando de lado lo bonita y perfumada que debía de estar la piedra bajo su manto de escupitajos, no pude evitar compadecerme del noble cuadrúpedo, perdón, trípedo. No les bastaba con que el pobre animal tuviera serias dificultades motoras, sino que además de cojo, había que demonizarlo. Igual simplemente lo que pasó fue que el caballo tenía cuatro propietarios y que uno de ellos se enemistó con los otros tres, apoderándose de su sección correspondiente. Qué criatura en su sano juicio no se habría vuelto medio majara de dolor en semejante tesitura. Entonces tuve una epifanía: ¡apuesto a que la afición nacional a despiezar equinos procede de aquí! 

jueves, 23 de abril de 2015

To eventyr

Ella procedía de una ciudad surgida del oleaje causado por una piedra al caer sobre una balsa de agua. Pertenecía a una raza especial, emparentada con los faunos, dotada de enormes jorobas en las que poco a poco se iban acumulando las experiencias y los recuerdos. Los ancianos de su pueblo terminaban tan encorvados por el peso de la memoria y el volumen de sus jorobas que parecían gigantescos caracoles. La suya, aunque todavía pequeña, ya alcanzaba la altura de la base del cráneo y le molestaba un poco cuando se acostaba boca arriba en la cama.

Ella había nacido en un pequeño pueblo de china. Su vida no estaba destinada a ser fácil ni hermosa, ni siquiera valiosa. De hecho, apenas estaba previsto que tuviese infancia. Aprendió a limpiar, cocinar, coser y bordar desde detrás de una celosía, en un cuarto femenino donde también le enseñaron a plasmar emociones y secretos en los pliegues de un abanico de seda. Provenía de una región habitada por mujeres de andares frágiles, morosos y tambaleantes. Sus pies medían exactamente siete centímetros.

Compartían sus vidas, en silencio, con la comodidad que brindaba la intimidad de una habitación de paredes blancas, un salón vacío, un portal desierto. Se narraban mutuamente aventuras y desventuras, haciendo suyos padecimientos y sonrisas, reconociéndose en la voz de la otra como si se tratase de sí mismas.

No obstante, a pesar de su cercanía vivían en realidades distintas y en tiempos diferentes. El corcel tordo de la primera no tendría por qué haberse cruzado jamás con el palanquín de la segunda; los mundos, a veces, se entrecruzan sin venir a cuento. O, precisamente, viniendo. A cuento.

Porque en medio de ambas, bajo la luz crepuscular, se extendían finas láminas de celulosa surcadas de caracteres oscuros.


[¡Feliz día del libro!]



P.D. Si alguien se pregunta de qué bellotas estoy hablando en el segundo párrafo, puede averiguarlo aquí.

jueves, 16 de abril de 2015

Sij

Hará cosa de un mes, un domingo por la mañana, mi ama se levantó, me metió en su bolso y se fue a toda prisa a coger un tren. Pasé más de una hora revolviéndome en el interior de mi madriguera portátil intentando sin éxito volver a pillar el sueño y acordándome con mucho cariño de todo el árbol genealógico de mi propietaria. Hacía frío y llovía, así que las condiciones eran estupendas para irse de excursión.
Cuando me cansé de tanta premura y de tanto misterio emergí de las tinieblas por propia iniciativa y vi que me encontraba en un espacio enorme, con el suelo cubierto de esteras y totalmente desprovisto de mobiliario. Mi dueña llevaba el cabello oculto bajo una pashmina y estaba sentada en el suelo. A nuestro alrededor había otras muchas humanas ataviadas con colores vivos y en posiciones similares a la nuestra, mientras que del otro lado de un pasillo formado con una alfombra de otro color había bípedos de género masculino, algunos de ellos con barbas oscuras y cabellos también tapados por una especie de amasijos de tela enrollados alrededor de sus cabezas. Tanto los unos como las otras –mi ama incluida– estaban colocados en dirección a una estructura con cuatro patas y un techo, a modo de baldaquino o de templete, bajo el que se adivinaba un bulto escondido tras una tela bordada. Otro simio con un utensilio semejante a un plumero de fibras blancas se dedicaba a espantar algo invisible por encima del objeto –que resultó ser un libro– mientras algunos de sus compañeros, encaramados a un estrado, interpretaban una música repetitiva y constante en un idioma incomprensible pero que decididamente no era danés.
Este fue el asombroso panorama con el que me topé al asomar la cabeza por el borde de mi escondrijo. Mi dueña, con un rápido ademán, me sentenció de nuevo a la oscuridad sin darme tiempo a analizar lo que acababa de presenciar. Desde dentro del bolso evidentemente no podía ver nada (a veces me pregunto para qué bellotas me arrastrará a estas correrías si después no me deja participar en ellas), pero sí podía escuchar la música y algunas respuestas de la congregación. Mi ama me contaría más tarde que en un momento determinado cada recién llegado se aproximaba al templete, arrojaba algo en un recipiente a sus pies –un donativo–, se arrodillaba y rezaba unos instantes para luego ocupar su puesto junto al resto de fieles.
Al cabo de un rato noté que el bolso se movía y mi humana, disimuladamente, abrió una rendija y me entregó pedacitos de una pasta blandita de color ocre, de sabor dulce y levemente templada. Estaba rica, así que le lamí los dedos con fruición para que me diese más. Hubo una segunda entrega, aunque por lo que pude deducir la mayor parte se la regaló a uno de sus amigos.
Intuí que la ceremonia había concluido cuando percibí que mi bípeda descendía por las mismas escaleras por las que habíamos ascendido al llegar. A pesar de la prohibición de dejarme ver, volví a escudriñar el paisaje circundante cuando llegamos a la planta baja y noté que mi humana tomaba asiento.
Esta vez estábamos en un recinto más pequeño, con tiras de alfombras estrechas dispuestas a una distancia regular y ocupadas principalmente por las mismas personas que había en el piso de arriba. Por entre nosotros deambulaban diversos simios con las telas esas en la cabeza, repartiendo comida en unas bandejas. Se me hizo la boca agua imaginándome los bocados que mi dueña escamotearía para que los catase.
Esperé un ratito. Nada. Esperé otro ratito más. Nada de nada. Di unas cuantas patadas de frustración en el costado del bolso sin que mi bípeda correspondiese con movimiento alguno. Seguí esperando. Los sonidos de la sala se fueron diluyendo y amortiguando paulatinamente hasta que todo quedó en silencio. ¿Me habrían abandonado a mi suerte?
Cuando ya no pude contener mi curiosidad por más tiempo deslicé una de las garras por el resquicio de la cremallera, la abrí y volví a sacar la cabeza al exterior. Mi ama seguía sentada en el suelo y, a su izquierda, sus amigos todavía estaban terminando de comer. El resto de la gente había desparecido. En la pared de la derecha, la foto de un edificio grande y dorado en mitad de un lago presidía la estancia.
Mi dueña, que esta vez no me había visto, estaba dando cuenta de una manzana. Procurando pasar desapercibida, me escurrí por el hueco entre el bolso y su cuerpo hasta llegar al suelo y, con muy pocos miramientos, le di un mordisco exasperado y hambriento en una nalga. Que nadie se espante: llevaba vaqueros, así que no le hice ningún daño. El pinchazo fue suficiente como para lograr que se girase y se acordase de mi existencia. Me miró con cara de pocos amigos y me hizo un gesto con la cabeza para que regresase a mi lugar, pero antes de dejarme de nuevo a oscuras me dio un buen pedazo de pan de pita que había reservado para mí en una esquina de la bandeja.
Más tarde, después de salir de aquel sitio tan peculiar, mi simia y sus amigos humanos me llevarían a una cafetería muy acogedora donde podría hartarme de picotear frutos secos mientras ellos jugaban interminables partidas de parchís. Parece ser que eso de comer una ficha y contar veinte es una costumbre netamente española. ¿Será que en otros países se alimentan más a menudo y por eso lo celebran menos?
Así fue cómo Volunti, la ardilla pseudovikinga, asistió a su primera ceremonia sij. Confieso que lo poco que vi (y lo menos que entendí) me pareció muy curioso, especialmente lo de los penachos textiles. Seguro que a mí me quedarían genial. Un día de estos les voy a pedir a los amigos de mi ama que me enseñen a hacerme una maraña de esas.

martes, 14 de abril de 2015

Bolig. The Sequel

Detrás de cuatro aviones, dos autobuses y una huelga de controladores aéreos franceses, Copenhague nos aguardaba el miércoles pasado bañada en sol. Parecía como si la primavera que nos despidió en la tierra de mi ama se hubiera venido con nosotros en las maletas.
Lamentablemente debía de tratarse de un espejismo porque, salvo que se hubiese colado en la bolsa de mano, dentro de mi Samsonite solamente había jerséis, pantalones y algún vestido; una selección que, visto lo visto, se sitúa entre el optimismo y la candidez. Dicho y hecho: el sol se esfumó el sábado con la misma rapidez con la que apareció, dejándonos de nuevo a la merced de cielos grises y bajo el acoso de un viento implacable que hace que mi ama parezca caminar a cámara lenta cuando atraviesa cualquier puente.
En fin, yo no venía aquí a hablar de meteorología, como hacen todo el rato mis primas británicas de Saint James’ Park. Quería anunciar que nos hallamos cómodamente instaladas en la que será, esperamos, nuestra residencia definitiva en Dinamarca hasta el final de nuestra estancia.
Estamos situadas en el cuarto piso de un edificio nuevo, en un barrio residencial y tranquilo. Tenemos el supermercado a la vuelta de la esquina a pesar de que mi dueña, como es tan rarita, tenga que ir a buscar su leche a otra tienda unas calles al norte. A nuestra espalda se encuentra uno de los canales principales y justo delante de nuestra ventana, que está orientada al amanecer, hay un parque enorme por donde los daneses corren, las bicicletas se deslizan y los equinos galopan (cuando los dejan – por cierto que de momento no he visto ninguno cortado por la mitad). Nuestra nueva casita está llena de ventanales y, por ende, de luz.
De ventanales, precisamente, es de lo que me gustaría hablar ahora. A lo largo de estos meses y en diferentes entradas he mencionado la vida danesa que se desarrolla tras los cristales de cada casa; de esa vida que uno puede permitirse envidiar circunstancialmente porque la ausencia de cortinas hace que pueda llegar a intuirse. La cortesía, por supuesto, impone no mirar, de modo que tanto mi humana como yo hemos desarrollado unas fantásticas dotes de ceguera selectiva para adaptarnos a las costumbres locales.
Sin embargo, debimos de regresar desentrenadas al término de nuestra semana de vacaciones. Al anochecer, después de deshacer las maletas y de instalarnos, decidimos ir a buscar esa leche que no encontramos. Para ello atravesamos el parquecillo que conecta los distintos edificios de la zona y, casualmente, levantamos la vista a derecha e izquierda hacia las ventanas iluminadas con la manifiesta intención de familiarizarnos con el entorno. El entorno optó entonces por materializarse en la forma de un vecino del bloque de enfrente paseándose desnudo por su sala de estar.  
Desde ese día, pueden ustedes imaginar lo entretenidas que estamos mi bípeda y yo cada vez que vamos a hacer la compra. Igualitas que estos seis sujetos.


Eso sí, el pijama nos lo ponemos a oscuras, por si las moscas. Nosotras tampoco tenemos cortinas.

¡Queda oficialmente inaugurada la segunda parte de nuestro periplo danés!

miércoles, 25 de marzo de 2015

Bolig

Por si alguien pensaba que tras mudarnos al apartamento sin cocina ni plato de ducha nuestras aventuras inmobiliarias se habían apaciguado por una temporada, debo advertirle que se ha equivocado de medio a medio. Diría que más bien ha sido lo contrario.
Rebobinemos:
Cuando nos mudamos al piso anteriormente descrito, sabíamos que podíamos permanecer en él solamente hasta finales de febrero puesto que nuestra estancia terminaba el 28 de ese mes. Sin embargo, a menos de una quincena para cumplirse el término de la estancia, los planes cambiaron: nos quedábamos todo marzo. Y eso, por supuesto, volvía a generar un problema de alojamiento.
Se negoció la posibilidad de seguir en este piso, pero solamente resultaba factible quedarse hasta el día 6 y después del 16 de marzo hasta el 31, dado que en esos diez días intermedios la casa ya estaba comprometida para otros ocupantes. Sea. Mi dueña, por suerte para nosotras, recibió la generosa oferta por parte de una amiga de quedarse una semana en su casa, de la cual cuatro días los pasaríamos en cualquier caso fuera del país por motivos laborales.
Así pues, ni cortas ni perezosas, entre el 5 y el 6 movimos todas nuestras cosas por Copenhague adelante. Ese fue el día en el que mi ama se sintió la peor persona del mundo por ocupar con sus bártulos el espacio reservado para los cochecitos de bebé, lo que obligó a una frustrada madre a bajarse del autobús porque no había espacio suficiente para su carro y nuestras Samsonites.
El 7, tal y como estaba previsto, cogimos una maleta de mano y pusimos rumbo a Londres durante cuatro días. Esto también explica mi silencio durante parte del mes, no todo es culpa de la acaparadora de mi humana.
A nuestro regreso, el día 10, nos encontramos con un correo electrónico con novedades: los supuestos ocupantes del apartamento habían llegado, lo habían visto y habían decidido que no les gustaba, así que la casa volvía a estar libre si la queríamos. Esta vez, sin embargo, ya no podíamos quedarnos hasta el 31 sino hasta el 27 por la mañana, dado que a la semana siguiente eran las vacaciones de Pascua y la señora de la limpieza tenía que dejarlo todo listo antes de marcharse.
Por lo tanto, el 10 volvimos a recoger la llave, fuimos a por nuestras pertenencias y las trajimos una vez más, en un par de viajes de autobús, hasta el mismo punto de partida. Al final de esa jornada mi ama no tenía espalda y debo decir, con hondo pesar, que las ardillas no estamos nada bien dotadas para dar masajes de hombros y cuello.
Hoy hemos vuelto a mudar casi todo al piso de la amiga de mi ama, que tiene más paciencia que el santo Chop. Mañana llevaremos lo que queda y a última hora devolveremos la llave, esta vez definitivamente. Nos alojaremos con esta amable bípeda hasta que termine marzo, fecha en la que volveremos a casa.
Podría pensarse que con esta cuarta mudanza liquidamos el asunto, ¿verdad?
¡Error otra vez!
El lunes volvemos a mudarnos.
¿A dónde? ¿Por qué?
Resulta que el plan original ha vuelto a sufrir modificaciones, y ahora permaneceremos en Dinamarca hasta finales de junio. Lo bueno es que, si las cosas salen bien, no tendremos que volver a movernos en esos tres meses porque mi dueña se ha hartado de tanta ida y venida y se ha buscado una habitación en la que poder quedarse durante noventa días ininterrumpidos. Esa será la mudanza que nos toque el lunes, si bien no podremos tomar posesión de nuestro nuevo hogar hasta que regresemos a Copenhague tras las vacaciones.
Por si cinco mudanzas en tres meses pudieran antojarse asuntos de poca importancia, a lo León Felipe, permítaseme recordar que el apartamento en el que hemos pasado la mayor parte de estos dos meses no tiene lavadora. Eso implica que aproximadamente cada semana y media mi dueña se ha dedicado a meter su ropa sucia en una maleta de mano y a arrastrarla por la ciudad. Objetivo: lavarla en casas de amigos con secadoras. Sin ellos y sin su ayuda estos tres meses habrían sido bastante menos divertidos y considerablemente más penosos, así que tengo que agradecerles que no hayan permitido que mi dueña fuese hecha una zarrapastrosa por Dinamarca adelante ni haya tenido que dormir bajo ningún puente. Y eso que aquí, como en Venecia, hay unos cuantos.


Børn

Los minidaneses son unas criaturitas fascinantes. Dinamarca está plagada de ellos, o al menos eso es lo que parece porque, a pesar de que la tasa de fertilidad del país no sea muy alta, allá donde vayas todo está adaptado y pensado para que ellos puedan integrarse en casi todas las actividades desarrolladas por sus padres. En las cafeterías es frecuente que haya una mesa con juguetes, o una esquinita reservada para sus correrías; en los autobuses hay una zona especialmente reservada para sillas de ruedas y cochecitos, que tienen preferencia sobre las bípedas con varias maletas, una mochila y dos bolsas de plástico (pero esto lo dejo para el próximo post), y en las piscinas hay parques, cambiadores y sillas disponibles para llevar a tu bebé hasta la orilla de la piscina reservada para ellos. Decididamente son buenos tiempos para ser mini simio en Dinamarca.
La educación danesa, además, tiene algo que me llama poderosamente la atención por contraste con lo que he observado en otros países en los que he cuidado de mi ama: no hay gritos. Evidentemente los bipeditos se cansan, se ponen de mal humor y protestan. Como es lógico, cuando son muy chiquitines berrean lo mismo que cualquier humano del planeta. Lo llamativo es que sus padres o guardianes nunca levantan la voz. No pierden la calma. O, si lo hacen, yo no he detectado que lo exterioricen a base de chillidos. Se ponen serios, les llaman al orden y les explican lo que no deben hacer, pero sin agresividad. Como ardilla completamente ignorante en materia de pedagogía debo decir que es una técnica que me tiene muy favorablemente impresionada.
Por otro lado, he observado que los progenitores daneses suelen ser bastante permisivos a la hora de supervisar la exploración de sus pequeños. Como es de suponer, los mantienen siempre a la vista, pero si el renacuajo en cuestión se aleja un poco por su cuenta no salen corriendo detrás de él por miedo a que le suceda algo. Esto también me desconcertó un poco las primeras veces, acostumbrada como estaba a toparme con humanos escoltando permanentemente a sus retoños.
Ahora bien, las costumbres educativas danesas también tienen su dosis de originalidad. Por ejemplo, es habitual que los humanos dejen a sus crías de pocos meses durmiendo en el cochecito, en plena calle, mientras ellos toman algo o comen en el interior de un establecimiento. Por norma general suelen dejarlo pegado al cristal junto a la mesa en la que se sientan, de modo que no es que se desentiendan del lactante en cuestión, pero desde luego se me antoja una peculiaridad impactante. Si esto sucediera en mitad del verano puede que me sorprendiera menos, pese a que me seguiría llamando la atención que dejasen al niño solo, pero es que se practica especialmente en invierno, aunque afuera estemos a cero grados. Es más, se supone que esto se hace para fortalecer a esa personita de cara al futuro y lo raro y censurable, en este país, es no dejar al bebé ventilándose mientras uno se toma un café. Será gracias a eso que después una se topa con danesas en minifalda y zapatitos de tacón caminando como si nada cuando mi ama lleva tres capas, calcetines térmicos, botas de nieve y un abrigo que prácticamente la dobla en volumen.
O eso, o la Sirenita de Eriksen,-a su vez inspirada por la de Andersen-, está basada en hechos reales: ¿tendrán las danesas escamas bajo la piel?


jueves, 12 de marzo de 2015

Forsvinden

"¿Dónde está Volunti?" se preguntan en las calles y plazas de villas y ciudades.
"¿Le habrá comido la lengua el gato?" murmuran con preocupación las comadres en las esquinas. "Con tal de que no se la haya comido a ella..." replican voces sin cuerpo desde portales umbríos.
"Estará recuperando el sueño perdido por no haber hibernado". "Se habrá cogido vacaciones". "Estará aburrida de escribir". Las teorías se suceden, la inquietud va en aumento, el silencio se eterniza.

Sí, ya lo sé, soy una megalómana.
En fin, soñar es gratis.
(Y con mi ama, además, retransmitido).

El caso es que mi desaparición tiene una explicación mucho más sencilla que cualquiera de las especulaciones anteriores. Por mucho que me cueste admitirlo, mi dueña es la que lleva los pantalones en nuestro dueto discordante, entre otras cosas porque una ardilla con vaqueros quedaría bastante ridícula (ya discutimos los males de humanizar a roedores aquí). La prebenda de ser la portadora de prendas textiles se traduce en que cuando ella reclama el portátil no hay garras, mordiscos ni lametones que valgan: hay que cedérselo.
Por desgracia para mí, mi humana lleva casi un mes haciendo valer sus derechos sobre los míos, lo que significa que cuando volvemos a casa monopoliza el ordenador hasta la hora de irse a dormir. ¡Así es imposible mantener un blog actualizado! Esta noche, por fin, he conseguido arrancarle el teclado de las manos durante media horita para informar a todo el que me siga que mis aventuras no han concluido todavía y que, si quiere seguir acompañándome, hay nuevos capítulos en preparación. Aún no hemos hablado de mi primera visita a un templo de señores con turbante, ni de cómo son los minidaneses, ni de nuestras últimas penurias inmobiliarias. Por no mencionar que nos escapamos del país unos días, ¡aunque por poco nos dejan en tierra!
Todo eso y, esperemos, mucho más, en próximas entregas.

Cambio y corto, que mi ama comienza a impacientarse.
¡Quita, pesada, que ya voy! (me está dando tironcitos de la cola).

miércoles, 18 de febrero de 2015

Halvdele

Hay una perplejidad danesa que me tiene tan boquiabierta que prefiero hablar de ella más detenidamente en lugar de limitarme a citarla en una lista.

En el trabajo de mi ama hay dos humanas que tienen caballos. Eso no me sorprende: a los simios les encanta sentirse propietarios de todo lo que les rodea. Como ejemplo ahí tengo a mi dueña, a la que denomino así por comodidad y para no dañar su frágil autoestima, pero no porque verdaderamente considere que tiene cualquier tipo de aspiración legítima a poseerme. Solo me faltaba eso.

El caso es que estas humanas tienen caballos, sí, pero no los tienen enteros. Tienen solamente medio caballo. Y lo grave es que no se trata del mismo, sino de jamelgos distintos, lo que implica que en algún lugar de Copenhague hay otros dos simios que también poseen otros dos medios caballos. Si eso lo extrapolamos a una sección amplia de la población de la ciudad, obtenemos que la capital de Dinamarca está plagada de humanos altos y rubios que comparten sus corceles con otros tantos humanos altos y rubios.

Honestamente, esto de poseer animales en régimen de multipropiedad se me antoja una verdadera rareza. ¿Cómo dirimirán con qué pedazo se queda cada uno? ¿Tendrá más prestigio el propietario de la parte delantera de un equino que el poseedor de los cuartos traseros? ¿Pagará más? ¿Qué sucede si dos dueños se enemistan? ¿Acuden acaso a un mediador que, cual Salomón, se pone voluntario para partir al noble bicho en dos mitades con una sierra eléctrica? Se me pone el pelaje de punta solo de pensarlo. ¿Existirá este cooperativismo con otros animales? ¿Se podrá tener un tercio de perro, o un quinto de gato? Y sobre todo, ¿qué pasa con las ardillas? ¿También nos venden por partes?

Creo que es vital obtener una respuesta a esta pregunta antes de que mi ama se asiente demasiado en el país y un día me salga con que le ha vendido mi cola a un vikingo que pasaba por la calle, que yo de estos vikingos todavía no me fío un pelo (nunca mejor dicho) y no me extrañaría que la quisiese para forrarse el cuello de un abrigo. 

domingo, 15 de febrero de 2015

Skyderier

Los simios a veces se comportan de maneras que, por mucho que lo intente, creo que jamás llegaré a comprender plenamente. Precisamente por ello he decidido limitarme a narrar asépticamente los hechos tal y como los vivimos nosotras, sin interpretaciones de ningún tipo.
Ayer pasamos el día fuera de Copenhague. Nos marchamos sobre las 10:30 de la mañana y no regresamos hasta después de las 18. Fue un día fantástico para todas porque mi ama y su amiga bípeda aprendieron cosas muy interesantes sobre realidades teñidas de rosa y humanas innovadoras, mientras que yo me divertí de lo lindo corriendo, saltando y trepando por los árboles de un jardín con vistas al mar.
Cuando regresamos a la ciudad caminamos desde la Estación Central hasta un café donde mis simias pudieran avituallarse convenientemente de un chai latte y un muffin de ruibarbo, y allí permanecimos hasta pasadas las nueve de la noche. Fue en ese lugar donde nos llegaron (desde España) las primeras noticias de lo que había sucedido aquella tarde en otro café, situado justo detrás de la piscina donde va a nadar mi ama pero afortunadamente bastante alejado de donde nos encontrábamos. Por lo que pudimos observar, ni la ciudad ni los ciudadanos daban muestras de haber sufrido conmoción alguna. La vida a nuestro alrededor seguía como siempre, hasta el punto de que nos preguntamos si los daneses que compartían espacio con nosotras estaban al corriente de las novedades.
Volvimos a casa andando tranquilamente, comentando los eventos, y nada más llegar sintonizamos la CNN –dado que intentar seguir los informativos en danés habría resultado completamente inútil– para enterarnos mejor de lo ocurrido. Quizás fuese producto de que el presentador hablase en otro idioma, pero al menos yo tenía la sensación de que todo aquello había ocurrido a mucha distancia de nosotras, en una Copenhague paralela inmersa en un drama cuya onda expansiva no podía alcanzarnos.
Esta mañana, al levantarnos, la sensación volvió a ser similar. Esta vez las balas habían volado aún más cerca de nosotras: vivimos apenas a cuatro calles de la sinagoga atacada. Sin embargo, a las diez de la mañana la ciudad ofrecía el mismo aspecto que un domingo cualquiera: las agujas de las iglesias zaherían las nubes con sus pináculos verdes, las campanas rasgaban el aire pesado del invierno danés y la luz lechosa de los días fríos invadía todo. Lo único que era distinto era el ocasional zumbido de los helicópteros y que, por un instante, pude leer el miedo en la cara de mi dueña. Duró poco, el tiempo que tardó en repetirse que el presunto asesino había sido identificado y abatido durante la madrugada, pero vi la sombra de una pregunta recorrer su entrecejo: “¿De verdad ha terminado todo?”.

¿Lo ha hecho?

No lo sé. Solamente puedo cruzar las garras para que así sea. No me gusta ver a mi ama alarmada. Se vuelve escalofriantemente seria y silenciosa.


[Gracias a todos los que en las últimas veinticuatro horas se han inquietado por nosotras y se han tomado la molestia de hacer visible su preocupación a través de todos los medios de comunicación a nuestra disposición].

Velata

Cada chasquido del obturador era un pequeño estallido de curiosidad y esperanza. Curiosidad producto de la expectativa al no poder ver inmediatamente una fotografía sacada con una cámara analógica –las nuevas tecnologías generan seres impacientes. Esperanza en que la imagen capturada en aquella película fotosensible le devolviese, por sorpresa, un reflejo digno de ser contemplado.
Siguiendo las instrucciones de los ojos y los dedos parapetados tras el visor, su mirada recorría puntos invisibles del espacio y sus manos se entrelazaban ocultando parcialmente pedazos de su rostro. Su sonrisa fluctuaba entre el escepticismo y la picardía, mientras sus labios se curvaban en muecas ridículas, porque construirse una máscara ficticia sobre la propia piel resultaba mucho más sencillo que exponerse con completa seriedad a que el objetivo penetrase hasta lo más profundo de sus pensamientos.
Permanecer así, frente a la cámara, estática, a la luz de una vela, le inspiraba una especie de pudor extraño, una sensación de desvalimiento, incluso un leve miedo absurdo e irracional. Exigía un grado de abandono ante la voyeur del otro lado del cristal, un sometimiento a sus dictados, la concesión del permiso para observarla y verdaderamente verla. Hay desnudeces para las que no es preciso quitarse la ropa.  
Entre ella y la lente flotaban el eterno interrogante inconfesable, el mismo anhelo silencioso. Quizás fuese una súplica. Por favor, enséñame a mirar. Muéstrame. O mejor, demuéstrame. Conviértete en prueba tangible de las concesiones que jamás realizan los espejos. Golpéame con la certeza suficiente para que no pueda negarte –negarme–, para que no logre parapetarme tras subterfugios técnicos o acusarte de falacia. Persuádeme, convénceme. Por favor.

Gira un poco la cabeza. 
Vista al frente. 
No sonrías tanto. 
Quieta. 
Ahora mírame.

[Click]. 

Arengas mormonas

¡He recibido a mi primera visitante! Y sí, lo digo en primera persona porque, mal que le pese a mi ama, la bípeda que estuvo con nosotras hasta esta tarde vino a verme a mí en primer lugar y después, por esto de tener a alguien que le abriese la puerta de casa, a mi dueña. No en vano, cuando ambas humanas se encontraron, y una vez se hubieron saludado convenientemente, la recién llegada preguntó inmediatamente por mí. Set y partido para la ardilla.
Mi invitada es, por tanto, la responsable indirecta de que desde el lunes no haya habido actualizaciones en el blog. He estado ocupada ejerciendo de anfitriona perfecta porque visto que mi ama tenía que trabajar entre semana yo me encargué de acompañar a nuestra amiga por las calles de Copenhague, escondidita en su bolso, que afortunadamente es algo más amplio que el de mi dueña y me permite estirarme con mayor comodidad.
Hemos pasado cuatro días recorriendo vías empedradas y cruzando canales, visitando museos de todo tipo, participando en conciertos y performances barrocas, probando comidas típicas y no tan típicas, mutando el chai latte de placer en adicción, intercambiando confidencias, equívocos lingüísticos o recuerdos y, en general, descubriendo que formamos un buen trío viajero. No habremos comido arenques, pero eso podemos dejarlo para la próxima vez que nuestros caminos se crucen en un puerto de mar, o en sus inmediaciones.
Lo único que no me convence de deberle una visita a esta simpática humana es que me consta que convive, además de con otro simio, con un par de criaturas peludas y felinas a las que los lectores de este blog recordarán que no les tengo demasiado aprecio. Por esto del instinto de conservación, principalmente. Me parece que el día que me decida a ir a verla voy a tener que ir armada con un casco y un escudo. Volunti, la ardilla vikinga.
Pues ahora que lo pienso me gusta el título.
Salgo un momento a conseguirme un drakkar  y vuelvo. 

lunes, 9 de febrero de 2015

Begivenhed

Ayer, ocho de febrero, se cumplía un mes de nuestra llegada a Dinamarca y, para celebrarlo, nos fuimos a pasar el día a Malmö. Porque qué mejor modo de festejar tu lunaversario (por llamarle algo, visto que tildarlo de aniversario me parece excesivo) en un país que marchándote al de al lado.
Por si alguien se está preguntando qué tal la excursión, solamente diré que Malmö es como Copenhague: el idioma es igual de incomprensible, la arquitectura es prácticamente la misma, los canales siguen ahí y también pagan en coronas, aunque las suyas valen menos que las danesas. Será que sus reyes tienen cabezas más pequeñas.
En fin, el caso es que haciendo balance de estos primeros treinta y dos días perdidas entre las nieves nórdicas, los canales y las casas de colorines, he decidido elaborar dos listas para evaluar el nivel de adaptación de mi dueña a su nuevo lugar de residencia:

Detalles en los que mi ama se ha vuelta danesa:
  • Ha dejado de traducir los precios a euros. Todo es caro, y punto.
  • Tiene hambre a las 12 de la mañana y es capaz de pasar la jornada a base de ensaladas.
  • Mira por defecto dos veces antes de cruzar: una a la carretera y otra al carril de bicicletas.
  • Ha superado con éxito sus primeras dos sesiones en una sauna pública sin morirse de pudor al quitarse la toalla.
  • Se quita los zapatos al entrar en casa a pesar de que solamente conviva con una ardilla a la que le da exactamente igual cómo se desplace por el suelo con tal de que la alimente.

Detalles en los que mi ama continúa siendo incorregible:
  • Sigue cenando a las 8 y pico o a las 9. De hecho, el plato nacional danés (el smørrebrød) todavía le inspira cierta desconfianza.
  • No es capaz de decir más de cuatro o cinco palabras en el idioma local, ni de entender nada de lo que le digan.
  • Recuerda con nostalgia aquellos tiempos en los que en su vida había un plato de ducha.
  • No acaba de caberle en la cabeza que los daneses puedan ir a trabajar en bici todos los días sin a) pillarse una triple pulmonía y b) matar a todos sus colegas de oficina en cuanto levantan un brazo.
  • Se niega a no poder preparar comida casera durante un mes, por lo que le ha pedido a una bípeda amiga suya que se apiade de ella y le preste la cocina. Este ha sido el resultado: casi cuatro horas entre fogones, dieciséis tuppers y un congelador lleno hasta los topes.

[A la luz de este último dato, me permito advertir una única cosa a los daneses respecto a mi señora humana: podréis castigarla sin cama o sin electrodomésticos, podréis condenarla a sentir síndrome de Estocolmo cada vez que sale el sol y podréis resfriarla hasta que se quede sin nariz o congelarla hasta que se le caigan los dedos, ¡pero jamás le quitaréis sus lentejas!]

Y con esto, el catarro, la bípeda y yo nos vamos a la cama. ¡Feliz lunes a todos!