viernes, 26 de junio de 2015

Mennesker

Gente que se va de viaje contigo sin apenas conocerte. Gente que te presta cocinas y lavadoras. Gente que te ayuda a mudarte, reiteradamente.
Gente que te descubre cafés y restaurantes. Gente que se deja invitar a casa a cenar cuando tus caseras no están. Gente que desafía los tópicos daneses y te invita a cenar con su familia. Gente que toma cafés con sirope de avellana mientras tú bebes un chai latte a cucharadas dos veces por semana, después de la piscina. Gente que comparte tu amor incondicional por la canela y el té.
Gente con curiosidad e interés por campos ajenos al suyo. Gente que te escucha pacientemente cuando te entusiasmas hablando de barcos meciéndose en olas nocturnas, condes sentenciados a prisiones perpetuas, mujeres con pies invisibles y besos de mármol blanco. Gente que se aprende Los burgueses de Calais de memoria y te permite que le plantees adivinanzas tridimensionales.
Gente que no sabe jugar al parchís contando veinte después de comerse una ficha. Gente que te enseña a jugar al backgammon, a Dixit, a Ticket to Ride y a Bohnanza. Gente que intenta explicarte el funcionamiento de un motor de dos (¿o cuatro?) tiempos cuando lo único que tú ves son las escamas verdes de la espina dorsal de un dragón gigante.
Gente con la que intercambiar canciones. Gente que se va contigo de picnic y acaba metida en el mar tiritando de frío. Gente que recuerda que eres intolerante a la lactosa cuando hace la compra. Gente que te trae galletas desde otro país porque hace mucho que no las comes. Gente que te ofrece su sofá cama para que no seas una sin techo. Gente que roba fruta de la oficina para ofrecértela de merienda. Gente que salta hogueras de San Juan contigo.
Gente que probablemente te habría ido a ver actuar si no se lo hubieses prohibido. Gente que intenta enseñarte a bailar algo que no implique hacer ochos en el suelo o en las paredes (y fracasa indefectiblemente). Gente que te pide que le enseñes a hacer esos mismos ochos frente a un espejo de su sala de estar.
Gente que te acompaña a casa, a pesar de vivir en dirección contraria, para seguir hablando un rato contigo. Gente a la que acompañarías a casa, a pesar de vivir en dirección contraria, para seguir hablando un rato con ella.
Gente que pega llaves de candados de bicicleta a los reversos de postales con tazas de té.
Gente que se percata de que necesitas disciplina y se pasa un festivo trabajando junto a ti en una cafetería mientras escribes. Gente que te cede ideas para cuentos. Gente que te regala cartas de despedida porque sabe que las palabras son uno de tus puntos débiles.
Gente que aparece por sorpresa en un aeropuerto para recogerte a las diez y media de un domingo.
Gente que se confabula contigo para orquestar una sorpresa de despedida para una amiga común. Gente que no se despide de ti porque pronto irá a verte. Gente que te dice adiós con un Bastet de escayola. Gente que, cuando se marcha, provoca accidentalmente que una ciudad entera deje de tener ninguna razón de ser.
Gente que te pregunta cuándo volverás, y que resulta ser la misma que solía preguntarte cuánto te quedarías. Gente que sugiere que alargues tu estancia, gente que te dice que te echará de menos, gente que te pide abiertamente que no te vayas. Gente que te llena los ojos de lágrimas por el mero hecho de que deseen que formes parte de su vida y que son los responsables directos de que dos meses se convirtiesen en seis.
Gente que te dice que trajiste el verano a Copenhague, a pesar de que llegases en mitad del invierno.
Gente para la que no tienes teclas suficientes con las que escribir algo medianamente coherente con lo que darles las gracias.

jueves, 25 de junio de 2015

Eventyr

Érase una vez una ciudad. Se trataba de una de estas ciudades perezosas y letárgicas, que de tanto hibernar se habían vuelto completamente horizontales y planas. Su sol, en vez de vertical, se alzaba diagonal sobre calles empedradas, y cuando se ocultaba una luz lechosa y densa lo invadía todo.
Esta ciudad, además, tenía una peculiaridad que no muchas de sus hermanas compartían: su piel estaba agrietada y surcada por un sinfín de quebradas que, con los años, se habían ido llenando de agua. La ciudad había oído hablar de una de sus primas lejanas del sur, también anciana y arrugada, o de su medio hermana del norte, pero las imágenes que había visto de ambas le habían devuelto un reflejo con el que no se sentía en absoluto identificada.
La ciudad era distinta porque tenía un sueño. Era uno de esos sueños modestos, de los que uno arrulla por las noches antes de dormirse porque no se atreve a perseguirlos durante las horas de vigilia: quería aprender a silbar. Puede parecer un anhelo absurdo y, de hecho, la ciudad se avergonzaba un poco de perder el tiempo con semejantes quimeras. ¡Una ciudad silbando, valiente tontería! ¡Las ciudades no están para eso! Y, sin embargo, cada vez que el viento del norte venía a visitarla y se enredaba torpemente entre sus calles empedradas y sus surcos salados, la ciudad cerraba por un momento los ojos y se imaginaba a sí misma aprendiendo a domeñar aquellas ráfagas caprichosas que la sacudían sin orden ni concierto (nunca mejor dicho, por otro lado). Pero ¿cómo aprender? ¿Quién podría enseñarla? Que ella supiera, no existían manuales para los silbidos urbanos, de modo que se limitaba a pasar los largos meses de invierno sumida en sus ensoñaciones mientras la oscuridad velaba sus fantasías.
A veces la vida cambia de la noche a la mañana. En aquel caso, no obstante, cabe advertir que la noche era tan larga que su transición a la mañana duró unos cuantos meses. En ocasiones, también, las cosas cambian sin que uno sea consciente de que están cambiando. Sucede poquito a poco, con golpecitos pequeños que, de pronto, un día se descubren como virajes de timón que han alterado completamente el rumbo de las circunstancias.
A pesar de que la ciudad tenía mucha experiencia en lances náuticos (al fin y al cabo, el agua era una parte indisociable de ella), era bastante torpe en lo tocante al uso de sextantes y astrolabios. De esta forma no resulta sorprendente que se le fueran pasando, una por una, las indicaciones marcadas en las estrellas. Cabe añadir en su defensa que aquel invierno en concreto el cielo estaba cubierto tan a menudo que hacía muy difícil escudriñar el firmamento.
La primera señal fue un tamborileo constante y monocorde: taca-taca-taca-taca-taca. Procedía de las ruedas de sendas maletas, una grande y otra pequeña, al arrastrarse pesadamente por los pavimentos adoquinados que formaban su piel urbana. Cada traqueteo tenía un timbre distinto, acorde con los diversos tamaños de sus causantes. Inmersa como estaba en su letargo, la ciudad entreabrió un ojo, chistó a la recién llegada para que se callase y siguió durmiendo a plaza suelta.
Después vinieron las incidencias melódicas. Al más puro estilo blitzkrieg, la ciudad empezó a sentirse agitada en los momentos más inesperados por ondas sonoras procedentes de los rincones más variopintos: baladas en hindi, canciones españolas, percusiones orientales… Las guerrillas de redondas y corcheas se apostaban entre la niebla que rodeaba la torre del Rådhus, flotaban sobre sus grietas líquidas y se le colaban entre las dobles ventanas blancas de sus casas. ¡Menuda pesadez! ¡Así no había quien durmiera tranquilo! Como a moscas, la urbe las espantaba a base de farolazos o de estornudos, pero las muy recalcitrantes continuaban asediándola sin descanso.
Por fin, cuando los días comenzaron a crecer y la ciudad empezó a desperezarse y a sacudirse las telarañas que le habían ido creciendo sobre las barandillas, aparecieron los velocípedos. Los velocípedos se desplazaban sobre ella a una velocidad endemoniada, haciéndole cosquillas y provocando que de vez en cuando se le escapasen carcajadas similares al estallido de fuegos artificiales. Pero los velocípedos eran mucho más que plumeros de caucho o rascadores de espaldas: los velocípedos eran domadores de vientos. Cuando las ráfagas de aire del norte se deslizaban alocadamente por las calles de la ciudad, los velocípedos las atrapaban entre los radios de sus ruedas, las retorcían, les imprimían un movimiento giratorio y cuando estaban convenientemente mareadas las propulsaban hacia atrás para que quedasen prendidas de los filamentos del portabultos. De ese modo, los velocípedos llevaban tras de sí una larga estela de brisas y corrientes, céfiros y boreales, hasta el punto de que resultaba complicado establecer si su celeridad provenía de ellos mismos o del viento que soplaba por sus colas.
Lo más importante de todo, sin embargo, era que los velocípedos tenían tripulantes. Los tripulantes estaban acostumbrados al repiqueteo de su equipaje contra los suelos de otros lugares y, a fuerza de viajar, habían amoldado el ritmo de sus pasos al de la percusión de su bagaje. Las guerrillas musicales que tanto habían perturbado el sueño urbano de su nueva residencia no eran sino ellos mismos intercambiando frecuencias en las que reconocerse los unos a los otros como miembros de la misma colonia de aves migratorias. Eran algo así como los cantos de las ballenas.
Los tripulantes, además, sabían silbar. Sabían aspirar aquel aire frío y rebelde que tanto azotaba los costados de ladrillo de la cuarteada ciudad para devolverle de nuevo la libertad convertido en melodías. No se arredraban cuando este los vapuleaba, cuando les abofeteaba la cara al doblar una esquina ni cuando pasaba a su lado ululando sin control y amenazando con hacerlos caer al suelo. Resistían pacientemente, dividían cada torbellino en hebras y los convertían en canciones mansas y dóciles.
La ciudad los admiraba en silencio, similar al de las aguas tranquilas y esmeriladas de Islands Brygge al atardecer. Quizás también los envidiase un poco, quién sabe. Con las ciudades acuáticas uno nunca tiene claro a qué atenerse. El caso es que tal vez por timidez, o tal vez por orgullo, la ciudad se resistía a preguntarles cómo lo hacían.
Por suerte para ella, no le hizo falta: en ocasiones el universo conspira a tu favor. Aquella recién llegada de las maletas, la caminante intempestiva que la había despertado tan desconsideradamente un jueves de enero por la tarde, no dominaba las artes velocipédicas tan perfectamente como el resto de tripulantes. A lo mejor no las había aprendido de pequeña, o puede que sus aptitudes rodantes no fuesen tan buenas como las de sus congéneres. Probablemente nunca lo sepamos, si bien los motivos de su ignorancia no vienen al caso de esta historia.
Lo realmente relevante es que la recién llegada tuvo que aprender ella también a doblegar vientos, a combatir tempestades y a enfrentar muros de aire. Ella también tuvo que plantearse cómo malear un torbellino, cómo redondearlo y cómo domesticarlo para pasearlo tras ella por el borde de un lago o entre bosques habitados por ciervos blancos. Junto a ella, la ciudad observaba. Medía. Calculaba. Comprobaba que la agudeza o la gravedad de una nota dependían de la anchura del hueco por el que transitara, del caudal que lo atravesase y de la presión que adquiriera.
Hasta que un día, por fin, la ciudad empedrada y quebrada se dio cuenta de algo: silbar era mucho más sencillo de lo que creía. Ya tenía los huecos, los canales y los caudales; ahora solamente era cuestión de destreza. Ella, por sí misma, era un órgano horizontal.
La recién llegada, que ya no lo era tanto y que finalmente había aprendido a frenar con los pedales en los semáforos en rojo, se sorprendió un amanecer al escuchar un extraño trino de pájaros junto al Kastellet. No era capaz de reconocer a aquella especie. ¿De qué clase de ave se trataría? ¿Un gorrión, una garza, un cisne? La ciudad, mientras tanto, reía por lo bajo entre gorjeos.
La vida, en efecto, oculta giros inesperados: a partir de aquel momento su canto se quedaría enredado entre los cabellos broncíneos de una sirenita que, seis meses antes, había surcado los mares para ir a buscar a aquella torpe amazona de velocípedos que, por azares del destino, acabaría ayudándola a cumplir su sueño.


miércoles, 24 de junio de 2015

Efterlad

Los lugares se abandonan siempre dos veces.
Un lugar se abandona cuando uno dobla su ropa cuidadosamente, vacía la nevera, cierra la maleta y escucha por última vez el chasquido de la llave girando en la cerradura. En el caso de la que suscribe, estas actividades se reducen a ser encerrada en la oscuridad de una Samsonite durante varias horas.
Sin embargo, un lugar se abandona también cuando comienzan los recuentos de cosas que se han quedado sin hacer y de ocupaciones rutinarias que están a punto de dejar de serlo: todavía no he entrado en ese café, aún no he visitado ese museo, ya no me da tiempo a regresar a aquel parque, este es mi último largo en esta piscina. Los lugares se abandonan cuando se los deja tras la ventanilla de un avión, pero sobre todo cuando uno asume la inminente materialidad de esa ventanilla.
Si aceptamos ese desdoblamiento del abandono, entonces es justo decir que mi ama ya se ha ido parcialmente de Copenhague del mismo modo que, probablemente, todavía no se haya marchado del todo de Venecia. La duplicidad del abandono no implica necesariamente que estos tengan que producirse en un orden determinado, ni simultáneamente.
Según esto, mi dueña empezó a marcharse el domingo pasado. El 21 de junio marca el solsticio de verano, el cambio de estación, un nuevo ciclo. Es, también, una de las noches más cortas del año en unas latitudes en las que, ya de por sí, las noches estivales duran mucho menos que en cualquiera de los sitios en los que hayamos vivido antes. Por todo ello, mi humana decidió no dormir. En su lugar veló la oscuridad con los párpados abiertos en espera de que la luz llegase. Cuando por fin lo hizo, a las cuatro y media de la madrugada, se la encontró encaramada a una de las pendientes del Kastellet, cerca de La Sirenita, con los ojos llenos de telarañas, una cámara fotográfica (y una ardilla) en el bolso y un cuadernillo rojo entre las manos.
El cielo estaba encapotado, corría un vientecillo fresco y solamente se escuchaban los trinos de los pájaros y el rumor de las hojas de los árboles. No había nadie. Copenhague parecía congelada dentro del sueño del Maestro Hora mientras nosotras perseguíamos el caparazón de una Casiopea cuyas letras doradas estaban labradas en rayos de sol. Mi bípeda sonrió al pensar en la ironía de que su propia flor horaria se estuviese consumiendo en aquel preciso instante. Allí estábamos, la ciudad y nosotras, frente a frente tras estos seis meses de galimatías lingüísticos, mudanzas y chai lattes, sosteniéndonos la mirada y estrechándonos cordialmente las manos como buenas camaradas de armas. Y todo estaba bien. Copenhague asintió levemente. Podíamos irnos.
Regresamos a casa caminando sin prisa, recorriendo parsimoniosamente los escenarios principales de nuestra existencia danesa mientras el día continuaba clareando a nuestras espaldas. Con las puntas de los dedos, mi ama iba recogiendo uno por uno recuerdos desperdigados aquí y allá; no es de buena educación dejar tus memorias tiradas por ahí cuando te marchas. Además, ese será el último presente con el que nos obsequie Dinamarca. No todo van a ser galletas de mantequilla y rollos de canela.



martes, 23 de junio de 2015

Galehus (II)

Recuerdo con nostalgia los tiempos en los que solía pensar que mi ama tenía suerte con sus hogares. Está claro que la buena fortuna inmobiliaria no nos ha acompañado hasta Dinamarca; la muy perezosa debe de haberse quedado en el sur, que hace más calorcito.

Estos dos meses y medio han sido… peculiares, por llamarlos de algún modo. Al igual que con la primera casa de locos, he tardado mucho en decidir si merecía la pena hablar de ello o simplemente dejarlo pasar, pero en vista de la escalada del nivel de absurdo de las últimas jornadas he optado por dejar de resisitirme. Dado que contar todas nuestras aventuras en una única entrada resultaría larguísimo y tedioso, las he dividido por capítulos y las he agrupado bajo su propia pestaña (en la parte superior, a la derecha de Storie Veneziane), a la que se puede acceder también haciendo click aquí. Espero que disfruten ustedes leyendo nuestras peripecias en modo inversamente proporcional a lo que nosotros nos divertimos viviéndolas.