La princesa tiene veintidós años. Dentro
de unos meses cumplirá los veintitrés.
Las muchachas de su edad hace tiempo que
han encontrado un marido, pero ella sigue soltera. Sus padres, los reyes, se
miran en silencio y mueven la cabeza con preocupación cuando su hija no los ve.
Ya no es ninguna niña; comienza a ser hora de que encauce su vida. Los monarcas
tienen miedo del paso del tiempo y de la velocidad progresiva que este adquiere
al transcurrir los años. Temen dejarle en herencia incertidumbre y soledad.
La princesa, sin embargo, no vive cruzada
de brazos. Atesora memorias de romances, siempre breves, al amor de cuya lumbre
abrigarse en las noches de invierno. Son esos recuerdos a los que se aferra en las
etapas de transición, como esta, en las que nada turba la imperturbable
linealidad del horizonte. Se repite, cada vez con menor convicción, que no hay
nada en el pasado que no permita intuir futuros luminosos y emocionantes.
La princesa reflexiona con la vista
perdida en ese mismo horizonte inescrutable: cuatro pretendientes le han
ofrecido su mano. Sus cuatro propuestas han sido cuidadosamente estudiadas pero
todavía no han recibido respuesta.
“Si me elegís” dijo el primero de ellos,
un patricio de buena familia, “os garantizo que en los próximos cuatro años no
os faltará de nada. Me acompañaréis a mi tierra y allí me aseguraré de que
podáis continuar la formación que deseéis. Cuando esta haya concluido os
desposaré y de este modo recuperaré mi inversión”.
“No escuchéis a este charlatán, alteza”
se adelantó un caballero engolado, mirando con desdén al patricio: “Sus
lisonjas pueden resultar tentadoras, pero nada os certifica que este botarate
vaya a seguir manteniéndoos una vez celebradas las nupcias. Yo, en cambio, os
propongo algo mucho mejor: como sabéis, soy heredero de mi propia dinastía y
poseo abundante patrimonio. Lo pongo a vuestros pies a condición de que
cumpláis una condición: aún no sois lo suficientemente instruida como para ser
mi esposa. Exijo, por tanto, que permanezcáis bajo la tutela de vuestros padres
hasta que regrese a evaluar vuestros progresos. Si lográis satisfacer mis demandas
me casaré con vos y me ocuparé de que podáis vivir con holgura el
resto de vuestra vida”.
“¿Y cuánto tardaréis en regresar, señor?”
replicó el patricio con sorna. “Conozco relatos de doncellas que llevan uno,
tres, cinco e incluso diez años aguardando vuestra aprobación. ¿Qué sucederá si,
tras haber empleado tiempo y esfuerzo en amoldarse a vuestro capricho, vos
decidís que la dama no está a la altura del elevado concepto que tenéis de vos
mismo?”.
El caballero lo miró con condescendencia,
casi admirado de que el patricio osase dirigirle la palabra, e ignoró
altivamente los interrogantes.
“Mi proposición es más humilde que las
anteriores, mi señora” habló entonces un artesano corpulento de manos callosas:
“Cierto es que deberíais aprender mi oficio y trabajar conmigo desde el primer
día, mano a mano, para ganaros el sustento. Cierto es, sin duda, que no todos
los meses percibiríamos el mismo salario, pero también lo es que, con suerte, viviríamos
dignamente. Yo no os pido que me guardéis ausencias: si me aceptáis, estoy
dispuesto a desposaros mañana mismo y a aceptaros tal y como sois”.
Los dos primeros pretendientes pusieron
los ojos en blanco. La nobleza de espíritu quizás funcionase en los cuentos de
hadas pero a todas luces el artesano no tenía nada que hacer en aquel caso.
Por último, dio un paso al frente el
último candidato, entre murmullos y risitas disimuladas. A la princesa le costó
un poco reconocerlo, pues hacía mucho que no se veían: se trataba del antiguo mozo
de cuadra del palacio: “Alteza, yo no tengo fortuna que ofreceros, enseñanzas
que impartiros, ni oficio que enseñaros. No puedo haceros ninguna promesa de
futuro ni desterrar la posibilidad de padecimientos y estrecheces. A pesar de ello,
os conozco desde que éramos niños y estoy convencido de que sería capaz de
haceros feliz”.
Los otros tres aspirantes estallaron en
carcajadas ante la ingenuidad del argumento de su competidor. La princesa no
dijo nada. Los reyes agradecieron a cada galán su presencia y los despidieron
con buenas palabras.
Esa misma tarde y en los días siguientes
se sopesan las cuatro opciones. Entre los consejeros reales no hay un consenso:
los hay que abogan por el primer candidato y por su estabilidad durante casi un
lustro, mientras que otros ven mucho más interesante la seguridad vitalicia del
segundo a pesar de la incierta fecha del matrimonio. Algunos más pragmáticos,
no obstante, son firmes defensores del pájaro en mano y, por lo tanto, creen
que el artesano sería una solución veloz y tangible al dilema sobre la mano de
la joven. Ninguna voz se pronuncia en favor del mozo de cuadra.
La muchacha escucha las razones de unos y
otros y reconoce que todas rebosan sensatez. El único problema es que ninguno
de los pretendientes la convence plenamente. Siempre se ha imaginado casándose
por amor y, de todos ellos, el mozo de cuadra es el único que podría ocasionarle
taquicardias. “El amor está sobrevalorado” le dice alguien cuando expresa sus
dudas en voz alta. “Se puede tener un matrimonio perfectamente satisfactorio
sin necesidad de sensiblerías. Si tanto os preocupa el tema, alteza, podéis casaros
con cualquiera de los otros tres y gozar del mozo discretamente, como vuestro amante”.
Algunos de los presentes asienten, mostrándose en clara connivencia con esta
alternativa híbrida. Incluso hay quien apunta, puestos a barajar opciones, que
la princesa podría desposar al artesano mientras continúa su formación en
secreto, con el fin de repudiar a este más adelante para aceptar al patricio o
someterse a los dictados del caballero.
“Sea como fuere, debéis tomar una
resolución” añade otra voz. “No podemos forzar vuestra mano pero es menester
que entendáis que no podéis prolongar vuestra soltería indefinidamente. Tenéis
que elegir a uno de ellos”. Pese a que no intervengan en el debate, la joven
sabe que los monarcas tienen a sus favoritos y que son conscientes, como ella,
de que los limbos no son lugares de residencia permanente.
Con la vista todavía fija en el
horizonte, la princesa se rebela tácitamente contra su destino. Como Penélope, día
tras día teje y desteje las mismas justificaciones ante sus interlocutores en
un intento de ganar tiempo. Mientras, cada noche lanza al mar mensajes en
botellas de vidrio con la esperanza de que algún amante del reciclaje encuentre
sus peticiones de auxilio y le brinde la posibilidad de ilusionarse de verdad.