viernes, 29 de abril de 2016

Danzad, danzad, malditos

Quienes me conocen desde hace tiempo saben que hay pocas cosas que envidie de los humanos. Al fin y al cabo, no es culpa mía que los roedores seamos claramente superiores a los simios. Reclamaciones a Sir Charles Darwin o, para los creacionistas, a su respectivo demiurgo.

De entre todas las especies de roedores, las ardillas concretamente somos bonitas, graciosas, livianas, gráciles y, así en general, adorables. Considero que todas estas virtudes de una servidora han quedado suficientemente demostradas en entradas previas con la humildad y modestia que me caracterizan.

De los bípedos, no obstante, envidio un detalle: su capacidad para la belleza deliberada. Nosotras no tenemos eso. Somos magníficas, en efecto, pero no lo hacemos aposta: simplemente somos así. Hay quien dirá que eso es una fortuna porque no tenemos que esforzarnos en ser deslumbrantes, nos basta con existir. No negaré que es muy cómodo levantarse cada mañana con un pelaje impecable y no necesitar maquillaje para tener una mirada cautivadora, pero ahí se queda todo.

Los humanos, en cambio, pueden generar belleza ex novo. Cierto, no siempre utilizan sus poderes para hacer el bien (mi ama lo ha probado con creces aquí y aquí), pero cuando lo hacen una les perdona momentáneamente lo irritantes que pueden llegar a ser. Tras casi cuatro años persiguiendo a mi dueña por eventos culturales de medio mundo he llegado a la conclusión de que mis patas de tres garras jamás poseerán el talento necesario para rozar siquiera el nivel de maestría de un hominino (con excepción de las dotes literarias de mi humana, a la que le sigo dando mil vueltas). Durante un tiempo incluso intenté dedicarme a la talla de nueces y bellotas, pero enseguida me di cuenta de que había prácticamente un continente entero de bípedos sacándome ventaja, así que dejé de desperdiciar comida y regresé a mis viejos hábitos recolectores.

Ah, pero después están las disciplinas intangibles, esas que se apoyan en ondas y en aire y que solamente existen en el presente. Posiblemente sean las que más me frustre no poder imitar. Siendo un roedor amante de los brincos y del movimiento, y encima melómano, tiene toda la lógica del mundo. Yo nunca sabré lo que se siente al enfrentarme a mi imagen en mil espejos, peleando con unas patas que parecen estacas o con un arabesco que no quiere salir. No me marearé ensayando giros, no apretaré los dientes con obstinación si no consigo aprenderme un paso concreto ni me reprocharé la torpeza de un boleo similar a una coz equina, como tampoco experimentaré el júbilo al reconocer mi primera maya contra los azulejos del baño, la emoción de componer una coreografía con la que expulsar demonios ni la trepidación de los segundos previos a pisar un escenario. Jamás aprenderé qué hay tras el miedo a exponerse a alma descubierta, ni probaré el riesgo de asirme a una garra para concederle el permiso de que me conduzca, de espaldas y a ciegas, alrededor de un staccato. Nunca me disolveré entre brazos ajenos para forjar juntos un ecosistema de tres minutos.

Os envidio, simios, porque podéis crear algo hermoso con tan solo moveros. Podéis transmitir vuestras emociones según os desplacéis por un espacio. Deberíais hacerlo más a menudo. Qué importa que seáis o no expertos bailarines: no encuentro ningún motivo para renunciar a la oportunidad de erizar una piel. Vosotros, que tenéis ese poder, aprovechadlo.

¡Feliz día internacional de la danza!



[Y ya que os ponéis, si no os importa, marcaos un baile también por esta ardilla celosa de vuestras habilidades psicomotrices].



miércoles, 13 de abril de 2016

Llonxana

La habitación estaba envuelta en una penumbra amarillenta y acogedora que emanaba de una lamparita encendida sobre la mesilla de noche. La cama tenía dos ocupantes, ambas tendidas boca arriba. Una estaba tapada hasta el pecho por la sábana y la colcha, con las manos entrelazadas sobre el vientre; la otra se había tumbado a su lado, en diagonal, con la sien a la altura de su hombro. Entre ellas, en apenas milímetros, cabían casi sesenta años.
Sin mirarse, las dos fijaban sus ojos en la misma dirección. Allá arriba, sobre sus cabezas, multitud de líneas pardas atravesaban caprichosamente el techo de la alcoba. Erráticas e imprevisibles, se cruzaban e interrumpían las unas a las otras como si todas intentasen hablar atropelladamente y al mismo tiempo. Se curvaban en circunferencias imperfectas e inacabadas o se diluían y desaparecían en las sombras. La luz, aprendiz de dibujante, parecía conferirles vida propia.
“Vaya un modo de pasar un viernes noche, aquí conmigo, en lugar de salir por ahí” dijo entonces una de ellas, la más mayor.
La otra se incorporó bruscamente, se giró y la miró con incredulidad mientras protestaba enérgicamente, aunque con menor vehemencia de lo que le habría gustado. ¿Cómo se le ocurría siquiera semejante idea? ¿Acaso pensaba que se aburría? ¿Qué estaba allí por obligación?
Se equivocaba.
Acababan de regresar de un viaje por aquellos senderos marrones que en los últimos tiempos se habían convertido en el firmamento de una de ellas. Un periplo fabuloso en el que se habían topado con bisontes (o vacas, no se habían puesto de acuerdo en ese punto), peces, cabezas de perro y hasta con un trasero enorme dándoles groseramente la espalda. Al volver de la excursión habían bailado un tango como los que sonaban cuando la madre de una de ellas recorría folixes vendiendo dulces. ¿Qué más se podía pedir?
De pronto, la más joven se percató de que la causa de su apasionada reacción al comentario de la primera había sido el miedo. Miedo a que las grietas del techo volviesen a ser solamente eso: grietas. Instintivamente cruzó fuerte los dedos y deseó que todavía quedasen muchos viernes como aquel.
“¡Mira, güela, bueyes!” exclamó tras una pausa la nieta, sonriendo y con voz cantarina. Sobre todo que no le leyese el pensamiento, pensó. Sobre todo eso. Puede que ninguna de las dos se apellidase Sanz de Sautuola, pero de momento todavía tenían su propia Altamira, bicromática y con olor a suavizante. 

sábado, 2 de abril de 2016

(…) la princesa persigue por el cielo de Oriente / la libélula vaga de una vaga ilusión

La princesa tiene veintidós años. Dentro de unos meses cumplirá los veintitrés.
Las muchachas de su edad hace tiempo que han encontrado un marido, pero ella sigue soltera. Sus padres, los reyes, se miran en silencio y mueven la cabeza con preocupación cuando su hija no los ve. Ya no es ninguna niña; comienza a ser hora de que encauce su vida. Los monarcas tienen miedo del paso del tiempo y de la velocidad progresiva que este adquiere al transcurrir los años. Temen dejarle en herencia incertidumbre y soledad.
La princesa, sin embargo, no vive cruzada de brazos. Atesora memorias de romances, siempre breves, al amor de cuya lumbre abrigarse en las noches de invierno. Son esos recuerdos a los que se aferra en las etapas de transición, como esta, en las que nada turba la imperturbable linealidad del horizonte. Se repite, cada vez con menor convicción, que no hay nada en el pasado que no permita intuir futuros luminosos y emocionantes.
La princesa reflexiona con la vista perdida en ese mismo horizonte inescrutable: cuatro pretendientes le han ofrecido su mano. Sus cuatro propuestas han sido cuidadosamente estudiadas pero todavía no han recibido respuesta.
“Si me elegís” dijo el primero de ellos, un patricio de buena familia, “os garantizo que en los próximos cuatro años no os faltará de nada. Me acompañaréis a mi tierra y allí me aseguraré de que podáis continuar la formación que deseéis. Cuando esta haya concluido os desposaré y de este modo recuperaré mi inversión”.
“No escuchéis a este charlatán, alteza” se adelantó un caballero engolado, mirando con desdén al patricio: “Sus lisonjas pueden resultar tentadoras, pero nada os certifica que este botarate vaya a seguir manteniéndoos una vez celebradas las nupcias. Yo, en cambio, os propongo algo mucho mejor: como sabéis, soy heredero de mi propia dinastía y poseo abundante patrimonio. Lo pongo a vuestros pies a condición de que cumpláis una condición: aún no sois lo suficientemente instruida como para ser mi esposa. Exijo, por tanto, que permanezcáis bajo la tutela de vuestros padres hasta que regrese a evaluar vuestros progresos. Si lográis satisfacer mis demandas me casaré con vos y me ocuparé de que podáis vivir con holgura el resto de vuestra vida”.
“¿Y cuánto tardaréis en regresar, señor?” replicó el patricio con sorna. “Conozco relatos de doncellas que llevan uno, tres, cinco e incluso diez años aguardando vuestra aprobación. ¿Qué sucederá si, tras haber empleado tiempo y esfuerzo en amoldarse a vuestro capricho, vos decidís que la dama no está a la altura del elevado concepto que tenéis de vos mismo?”.
El caballero lo miró con condescendencia, casi admirado de que el patricio osase dirigirle la palabra, e ignoró altivamente los interrogantes.
“Mi proposición es más humilde que las anteriores, mi señora” habló entonces un artesano corpulento de manos callosas: “Cierto es que deberíais aprender mi oficio y trabajar conmigo desde el primer día, mano a mano, para ganaros el sustento. Cierto es, sin duda, que no todos los meses percibiríamos el mismo salario, pero también lo es que, con suerte, viviríamos dignamente. Yo no os pido que me guardéis ausencias: si me aceptáis, estoy dispuesto a desposaros mañana mismo y a aceptaros tal y como sois”.
Los dos primeros pretendientes pusieron los ojos en blanco. La nobleza de espíritu quizás funcionase en los cuentos de hadas pero a todas luces el artesano no tenía nada que hacer en aquel caso.
Por último, dio un paso al frente el último candidato, entre murmullos y risitas disimuladas. A la princesa le costó un poco reconocerlo, pues hacía mucho que no se veían: se trataba del antiguo mozo de cuadra del palacio: “Alteza, yo no tengo fortuna que ofreceros, enseñanzas que impartiros, ni oficio que enseñaros. No puedo haceros ninguna promesa de futuro ni desterrar la posibilidad de padecimientos y estrecheces. A pesar de ello, os conozco desde que éramos niños y estoy convencido de que sería capaz de haceros feliz”.
Los otros tres aspirantes estallaron en carcajadas ante la ingenuidad del argumento de su competidor. La princesa no dijo nada. Los reyes agradecieron a cada galán su presencia y los despidieron con buenas palabras.
Esa misma tarde y en los días siguientes se sopesan las cuatro opciones. Entre los consejeros reales no hay un consenso: los hay que abogan por el primer candidato y por su estabilidad durante casi un lustro, mientras que otros ven mucho más interesante la seguridad vitalicia del segundo a pesar de la incierta fecha del matrimonio. Algunos más pragmáticos, no obstante, son firmes defensores del pájaro en mano y, por lo tanto, creen que el artesano sería una solución veloz y tangible al dilema sobre la mano de la joven. Ninguna voz se pronuncia en favor del mozo de cuadra.
La muchacha escucha las razones de unos y otros y reconoce que todas rebosan sensatez. El único problema es que ninguno de los pretendientes la convence plenamente. Siempre se ha imaginado casándose por amor y, de todos ellos, el mozo de cuadra es el único que podría ocasionarle taquicardias. “El amor está sobrevalorado” le dice alguien cuando expresa sus dudas en voz alta. “Se puede tener un matrimonio perfectamente satisfactorio sin necesidad de sensiblerías. Si tanto os preocupa el tema, alteza, podéis casaros con cualquiera de los otros tres y gozar del mozo discretamente, como vuestro amante”. Algunos de los presentes asienten, mostrándose en clara connivencia con esta alternativa híbrida. Incluso hay quien apunta, puestos a barajar opciones, que la princesa podría desposar al artesano mientras continúa su formación en secreto, con el fin de repudiar a este más adelante para aceptar al patricio o someterse a los dictados del caballero.
“Sea como fuere, debéis tomar una resolución” añade otra voz. “No podemos forzar vuestra mano pero es menester que entendáis que no podéis prolongar vuestra soltería indefinidamente. Tenéis que elegir a uno de ellos”. Pese a que no intervengan en el debate, la joven sabe que los monarcas tienen a sus favoritos y que son conscientes, como ella, de que los limbos no son lugares de residencia permanente.
Con la vista todavía fija en el horizonte, la princesa se rebela tácitamente contra su destino. Como Penélope, día tras día teje y desteje las mismas justificaciones ante sus interlocutores en un intento de ganar tiempo. Mientras, cada noche lanza al mar mensajes en botellas de vidrio con la esperanza de que algún amante del reciclaje encuentre sus peticiones de auxilio y le brinde la posibilidad de ilusionarse de verdad.