Quienes me conocen desde hace tiempo saben que hay pocas
cosas que envidie de los humanos. Al fin y al cabo, no es culpa mía que los
roedores seamos claramente superiores a los simios. Reclamaciones a Sir Charles
Darwin o, para los creacionistas, a su respectivo demiurgo.
De entre todas las especies de roedores, las ardillas
concretamente somos bonitas, graciosas, livianas, gráciles y, así en general,
adorables. Considero que todas estas virtudes de una servidora han quedado
suficientemente demostradas en entradas previas con la humildad y modestia que
me caracterizan.
De los bípedos, no obstante, envidio un detalle: su
capacidad para la belleza deliberada. Nosotras no tenemos eso. Somos
magníficas, en efecto, pero no lo hacemos aposta: simplemente somos así. Hay
quien dirá que eso es una fortuna porque no tenemos que esforzarnos en ser
deslumbrantes, nos basta con existir. No negaré que es muy cómodo levantarse
cada mañana con un pelaje impecable y no necesitar maquillaje para tener una
mirada cautivadora, pero ahí se queda todo.
Los humanos, en cambio, pueden generar belleza ex novo.
Cierto, no siempre utilizan sus poderes para hacer el bien (mi ama lo ha
probado con creces aquí y aquí), pero cuando lo hacen una les perdona
momentáneamente lo irritantes que pueden llegar a ser. Tras casi cuatro años
persiguiendo a mi dueña por eventos culturales de medio mundo he llegado a la
conclusión de que mis patas de tres garras jamás poseerán el talento necesario
para rozar siquiera el nivel de maestría de un hominino (con excepción de las
dotes literarias de mi humana, a la que le sigo dando mil vueltas). Durante un
tiempo incluso intenté dedicarme a la talla de nueces y bellotas, pero
enseguida me di cuenta de que había prácticamente un continente entero de bípedos sacándome ventaja, así que dejé de desperdiciar comida y
regresé a mis viejos hábitos recolectores.
Ah, pero después están las disciplinas intangibles, esas que
se apoyan en ondas y en aire y que solamente existen en el presente. Posiblemente
sean las que más me frustre no poder imitar. Siendo un roedor amante de los brincos
y del movimiento, y encima melómano, tiene toda la lógica del mundo. Yo nunca
sabré lo que se siente al enfrentarme a mi imagen en mil espejos, peleando con unas
patas que parecen estacas o con un arabesco que no quiere salir. No me marearé
ensayando giros, no apretaré los dientes con obstinación si no consigo
aprenderme un paso concreto ni me reprocharé la torpeza de un boleo similar a
una coz equina, como tampoco experimentaré el júbilo al reconocer mi primera
maya contra los azulejos del baño, la emoción de componer una coreografía con
la que expulsar demonios ni la trepidación de los segundos previos a pisar un
escenario. Jamás aprenderé qué hay tras el miedo a exponerse a alma descubierta,
ni probaré el riesgo de asirme a una garra para concederle el permiso de que me
conduzca, de espaldas y a ciegas, alrededor de un staccato. Nunca me disolveré entre
brazos ajenos para forjar juntos un ecosistema de tres minutos.
Os envidio, simios, porque podéis crear algo hermoso con tan
solo moveros. Podéis transmitir vuestras emociones según os desplacéis por un
espacio. Deberíais hacerlo más a menudo. Qué importa que seáis o no expertos
bailarines: no encuentro ningún motivo para renunciar a la oportunidad de
erizar una piel. Vosotros, que tenéis ese poder, aprovechadlo.
¡Feliz día internacional de la danza!
[Y ya que os ponéis, si no os importa, marcaos un baile
también por esta ardilla celosa de vuestras habilidades psicomotrices].