domingo, 24 de julio de 2016

Ausencia

A veces los seres humanos se disocian. Lo he observado con frecuencia. Se quedan quietos y silenciosos, inertes, con la mirada fija en un punto inexistente del espacio. Sus ojos se vacían, sus oídos se cierran y, de repente, dejan de ser un todo unitario. Puede que solo dure un instante, lo justo para que alguien o algo los despierte de su trance, pero durante ese breve intervalo han abandonado la habitación dejando sus cuerpos atrás. Su espíritu está en otra parte.

A dónde o por qué se hayan marchado no me corresponde a mí averiguarlo. Quién sabe por qué uno decide evadirse momentáneamente de sí mismo. Como a las ardillas no nos pasa, la única explicación que se me ocurre es que, en ocasiones, los bípedos sienten que no están donde deberían e intentan remediarlo como buenamente pueden.  

Esta noche sé que en nuestra habitación habrá solamente un roedor y un cuerpo sin alma. Lo sé porque desde hace unas horas mi ama tiene esa mirada de humana disociada que presagia viajes inminentes sin moverse del sitio. Hoy ella tampoco está donde debería y es consciente de ello, pese a que mantuvo hasta el último momento la fe en los milagros en forma de pájaros de metal. Esta vez no ha podido ser.

Por eso, porque me consta que este año mi dueña ha perdido su eje, cada vez que recorre el pasillo de nuestra casa enmoquetada sé que ella pisa granito. Cuando devora ávidamente las fotos que otros han ido subiendo a las redes sociales sé que está pensando en el azul del cielo, en la luz interminable del verano, en la brisa que comenzará a soplar cuando el sol se ponga, en el barullo de las atracciones y la orquesta. En el silencio de nuestro cuarto sereno flotan palabras que sé que no pronunciará: Subid a la noria por mí. Id a la plaza en mi nombre. Decidle a mi ciudad de estrellas que espero no perderme su fiesta el año que viene. Decidle a Doña Berenguela, si os la cruzáis, que aquí no hay quien me preste su belleza.

También por todo esto, cuando dentro de un rato le brillen los ojos sin venir a cuento mientras cena escuchando música sabré que no es la cebolla la culpable, sino toda la lluvia de la que está hecha y que, cuando su espíritu está ausente, se le escapa por los lagrimales para volver borrosa una pantalla inundada de estallidos de colores. 

miércoles, 20 de julio de 2016

Be Water, My Friend

Estoy preocupada por el bípedo que comparte espacios con mi ama. La primera vez no le di importancia porque no establecí ninguna correlación entre el suceso y él, pero desde ayer siento verdadera inquietud:

Sospecho que el compañero de piso de mi dueña se desintegra al contacto con el agua.

Antes de que alguien se piense que me he vuelto majareta a causa del calor [aclaración: parece ser que este año el verano cayó en lunes, el 18 de julio concretamente, lo que ha provocado un trastorno de personalidad en Norwich, que temporalmente se cree una isla del Mediterráneo. Ya se le ha administrado prozac y el clima volverá a su normalidad primaveral a partir del jueves], la situación es la siguiente: cada vez que se ducha, el humano con el que vivimos deja tras de sí, en la bañera, un rastro absolutamente inédito. En mi convivencia con homínidos he tenido la dudosa fortuna de apreciar todo tipo de restos orgánicos, desde vello a deyecciones, pero es sin duda la primera vez que me encuentro con un bípedo que cuando se lava produce carbonilla. Si el chico todavía tuviese un saludable colorcillo moreno a lo mejor podría comprender que apareciese un cerco negro alrededor del desagüe de la ducha, pero teniendo en cuenta que su piel es casi traslúcida no me explico de dónde puede proceder tanta negrura. Por eso he llegado a la conclusión de que el agua tiene efectos nocivos sobre su salud.

Esta hipótesis, además, explicaría muchas otras cosas. Por ejemplo, la pila de loza y cubiertos sucios que va tomando altura a la derecha del fregadero a intervalos regulares hasta que su propietario decide fregarla toda junta varios días después. Es lógico que si el agua te perjudica intentes evitarla lo máximo posible. Yo tampoco limpiaría los baños si corriese el riesgo de que se me desprendiese el pelaje. Del mismo modo, es totalmente comprensible su alegría al descubrir que todavía queda cerveza en la nevera o que la botella de vino que abrió la semana pasada y que ahora decora la mesa de la cocina todavía no se ha convertido en vinagre. Claramente el agua le hace el mismo daño por fuera que por dentro.  

A pesar de todo, lo que no acabo de entender muy bien es cómo sigue vivo, con lo que llueve en este país. Ya debería haberse disuelto o, como mínimo, apolillado. No se puede ir por la vida soltando carbonilla de forma regular sin erosionarse un pelín, digo yo. Claro que nosotros hace poco que lo conocemos, a lo mejor está tan delgado porque se ha ido limando por los lados. 

Sea como sea, estoy verdaderamente intranquila: ¿qué hacemos si de aquí a finales de agosto se nos pulveriza del todo? ¿Lo aspiramos con cuidadito y se lo devolvemos a la casera en una bolsa de basura?


domingo, 17 de julio de 2016

Atlanta

Atlanta llegó a nuestras vidas una tarde soleada de julio. Estaba esperándonos al fondo de un jardín. Venía cojita y un poco sucia, como si le hubiera llovido encima, y con muchos años a cuestas. Se notaba que sus anteriores dueños habían debido de quererla bastante, pero ya no podían hacerse cargo de ella.
Cuando nos la llevamos nos dimos cuenta de que era más corpulenta de lo que parecía a simple vista. Quizás fuese porque avanzaba pesadamente, arrastrando su parte trasera lo mejor que podía pese a su lesión. Cubrimos lenta y penosamente el camino que nos separaba de nuestro hogar y al llegar la instalamos en su caseta.
A la mañana siguiente la recogimos temprano y la arrastramos, cada vez con mayor dificultad, hasta un especialista que pudiese evaluar objetivamente su estado de salud. Cuando regresamos, cuatro horas más tarde, la mirada circunspecta de nuestro interlocutor nos heló la sangre: la cosa era mucho más grave de lo que creíamos. Atlanta no solamente no podía andar, sino que tenía una serie de daños internos producto de la edad que hacían que la recuperación completa fuese imposible. “¿Cuánto puede aguantar en estas circunstancias?” le preguntamos. “No mucho”, nos dijeron. Los tratamientos paliativos, además, eran caros y de efectividad limitada. Con una frialdad casi despiadada, el especialista nos recomendó que nos deshiciésemos de ella. 
Volvimos a casa con el alma en los pies. Devolvimos a Atlanta a su caseta y nos pusimos a pensar. ¿De verdad la situación era irreversible? ¿Realmente teníamos que deshacernos de ella? La mirábamos, tan solita en su rincón, tan inmóvil, y, pese a que nosotras no sepamos nada de salvamentos ni de eutanasias, nos resultaba difícil creer que no tuviese remedio. Decidimos no precipitarnos de momento. Si efectivamente había que buscar un nuevo hogar para Atlanta no tenía por qué buscarse ya mismo. Con nosotras estaría seca y a cubierto todo el tiempo que fuese necesario.   
Atlanta descansó con nosotras una semana mientras intentábamos tomar una resolución sobre su futuro. Las personas con las que hablábamos se dividían entre el pragmatismo del especialista al que habíamos consultado y nuestra indecisión rayana en la tozudez.
Entonces apareció alguien que, desinteresadamente, se ofreció a echarle un vistazo a la enferma. No era ningún técnico, alquimista, curandero o sanador, pero sí tenía cierto talento como componedor de miembros dañados. Tomó a Atlanta y la tendió boca arriba, inspeccionó sus extremidades, palpó sus articulaciones y su veredicto fue radicalmente diferente: por supuesto que algunos de los problemas no podían resolverse, pero no estaba todo perdido. Por Atlanta también han pasado los años del mismo modo que los humanos coleccionan arrugas, y eso no solamente es imposible de borrar sino que resulta cuestionable hasta qué punto sería deseable hacerlo (cosa que mi ama debería recordar cada vez que se arranca una cana).
Mientras nuestras esperanzas aumentaban por momentos, contemplamos admiradas cómo aquel druida alto y rubio aplicaba un ungüento sobre la parte que no permitía que Atlanta caminase, recolocaba cada sección en su lugar y ajustaba meticulosamente la posición de cada pequeña juntura. Cuando terminó, Atlanta seguía panza arriba pero podía patalear en el aire.
Esa noche nos dormimos emocionadas, deseando que llegase el día siguiente para ver qué tal había reaccionado Atlanta al tratamiento. Cuando fuimos a buscarla a su caseta nos recibió casi tan expectante y pizpireta como nosotras. La sacamos, rodeamos despacito el jardín y cuando vimos que parecía avanzar con soltura decidimos llevarla a dar una vuelta por las avenidas en torno a nuestra casa.
Puede que todavía fuese demasiado pronto, o quizás aquel fuese un periplo excesivamente largo para una convaleciente, no lo sabemos, pero a mitad de camino Atlanta trastabilló y la lesión de su parte trasera le pasó factura. De nuevo se quedó clavada al suelo, incapaz de moverse. Volvimos sobre nuestros pasos lenta y lastimeramente.
Cuando ya estábamos dejándola otra vez en la caseta, el druida apareció ante nosotras como por arte de magia. Con una rápida ojeada evaluó la situación e inmediatamente nos tranquilizó: aquel revés entraba dentro de las posibilidades del proceso de recuperación. De nuevo con Atlanta boca arriba le hizo unas cuantas cosquillas en los costados y nos la devolvió. Nos dijo que intentásemos hacerla caminar. Seguimos sus instrucciones, pero ella volvió a cojear y a paralizarse. El druida frunció los labios con obstinación, la reconvino suavemente y reposicionó y aseguró su parte maltrecha con mayor firmeza. Nos instó a llevarla de nuevo de paseo. Se repondría, nos prometió.
Y Atlanta se repuso. Aquella tarde corrimos las tres juntas bajo los árboles y al día siguiente nos la llevamos de excursión al río. Sabemos que su salud es frágil y sabemos también que puede que este sea el otoño de una vida de (creemos) casi dos décadas pero, si finalmente es así, procuraremos cuidar de ella lo mejor que podamos.
Así fue como Atlanta llegó a nuestras vidas. Y así fue como se quedó.


viernes, 15 de julio de 2016

Divider Over Troubled Water

Es cosa sabida que mi dueña va nadando allá por donde pasa y, por una vez, no me refiero a sus poderes mágicos climatológicos para anegar ciudades. Poderes, por otra parte, que siguen plenamente vigentes: habrá que ver lo que pasa este año en Norfolk al llegar el invierno.
Norwich tampoco podía ser una excepción en sus aventuras acuáticas, de modo que antes incluso de tener casa mi ama ya se había informado de la localización, horarios y precios de la piscina más cercana a su trabajo. Es más, ya se lo traía mirado desde España porque ella es así. Techo, irrelevante; bañador y chanclas, fundamental.
Es cosa también sabida que mi humana tiene cierta tendencia a toparse con situaciones (o instalaciones, o personajes) desconcertantes cuando va a nadar. En el caso concreto que nos ocupa, el desconcierto surgió antes incluso de poner un pie en el edificio: para empezar, ¿cuántas piscinas había allí dentro? En algunas partes se hablaba de una piscina olímpica y en otras de dos piscinas de 25 metros cada una, todas con horarios distintos. Después, ¿cómo funcionaban las tarifas? Yo personalmente no veía nada claro que mi bípeda tuviese que convertirse en un metal precioso o en una aleación sin piedra filosofal de por medio. Además, ¿no se supone que los metales no flotan? Vamos, que para mí toda la lista de precios era un despropósito desde el inicio.
El misterio de la(s) piscina(s) quedó desvelado una vez mi dueña se hubo cambiado en unos vestuarios muy ingleses (es decir, con unos estándares de limpieza diferentes) y hubo asegurado su taquilla con un candado alquilado, porque entre todas las cosas que metió en sus Samsonites y en sus cajas no se le ocurrió traerse el que se compró para el mismo efecto en Nueva York. Resulta que la piscina, en realidad, es una sola. Consiste en un vaso único con un divisor sobre raíles que la parte en dos mitades de 25 metros cada una y de distintas profundidades, si bien lo primero habría que medirlo porque cuando mi dueña hace el mismo número de largos en una de las mitades tarda más que si los hace en la otra, y me resulta muy difícil de creer que tenga días supersónicos. La disparidad de horarios surge del hecho de que cada sección está destinada a usos distintos excepto cuando se elimina el divisor y queda convertida en una única piscina.
Una piscina olímpica.
Espero que este detalle haya quedado claro porque es importante. De hecho, los arquitectos que la diseñaron lo tenían clarísimo también: 50 metros de largo, 25 de ancho. Ni uno más, ni uno menos. Y así la trazaron, sin desperdiciar centímetros, con la típica solvencia que caracteriza a los isleños.
Terminada la obra, se felicitaron ante el feliz acontecimiento: Norwich tenía una piscina olímpica en la que poder celebrar competiciones relevantes como, por ejemplo, las de los Juegos Olímpicos de hace cuatro años. Además, la compartimentación otorgaba flexibilidad al espacio para diversificar el abanico de actividades disponibles y, con ellas, los clientes. Todo era ganancia.
Entonces midieron la anchura del divisor que, cosas de la vida, no es de papel de fumar precisamente; entonces se dieron cuenta de que, por unos centímetros, al desplazar este hacia un lateral del vaso los 50 metros de longitud ya no eran exactamente 50. Se habían olvidado de incluir la pantalla separadora en sus cálculos. ¡Recibamos con una ovación a los egregios técnicos responsables de la criatura, herederos del linaje de Paxton, geniales vástagos de la patria de Stephenson!
Para despistar, decidieron poner a los usuarios a nadar alternadamente en sentido horario y antihorario. Es decir, en una calle se nada en sentido de las agujas del reloj, mientras que en la de al lado se nada a la inversa. Hay unos dibujitos con flechas muy ilustrativos en la cabecera de cada calle para que quede claro si estás en una calle europea o en una calle británica. Pese a que se aprecia el esfuerzo por conciliar tradiciones natatorias diversas, es probable que esta sea la organización más ineficiente de la historia de las piscinas (solo superada, quizás, por la abierta anarquía). ¿Por qué? Porque tanto si vas como si vienes siempre hay alguien nadando a tu vera del otro lado de la corchera, con el riesgo que eso conlleva. Ahora bien, esto obliga a los nadadores a estar tan pendientes de no golpearse mutuamente de una calle a otra que no les queda tiempo de reflexionar sobre el molesto asunto de las medidas.
Si alguien cree que exagero, he aquí la prueba de los peligros que acechan a mi ama cada vez que se mete en el agua: en cuatro sesiones ya ha salido coja del pie izquierdo, con un golpe en el costado derecho y con una patada en la mano izquierda. Por su parte, ella ha repartido también un par de puntapiés, de modo que el marcador se va igualando paulatinamente. Aún así, se admiten apuestas de lo que tarda en ganarse una tendinitis o un dedo roto.
Así fue como Norwich se quedó sin participar en Londres 2012 y mi bípeda encontró una piscina no apta para simios con problemas de lateralidad. Eso sí, todo el mundo sigue llamándola olímpica, supongo que porque cambiar la rotulación a pensamosqueeraolímpicaperono debe de ser costoso, amén de consumir mucho más espacio.



miércoles, 13 de julio de 2016

Home, sweet? home

Buscar casa: deporte extremo que practica mi ama cada vez que se cambia de país.
No, ni la RAE ni el María Moliner lo definen así, pero deberían.

Terminé mi entrada anterior diciendo que en la estación de Norwich nos aguardaba un ancianito. Este bípedo canoso nos trasladó a una habitación luminosa y clara en lo alto de una casa de tres plantas, con nuestro propio baño y una salita repleta de objetos de otros continentes donde nos servía el desayuno cada mañana. Durante diez días esa fue la base de operaciones desde la que mi dueña coordinó el operativo de caza y captura de alojamiento permanente. Nuestro anfitrión se convirtió en nuestro asesor (y en chófer voluntario cuando finalmente nos mudamos) y tres bípedos generosos y amables se erigieron en nuestras escoltas.
En ese tiempo vimos muchas menos casas de lo que nos habría gustado. Si por algo se distingue el mercado inmobiliario de Norwich es por su celeridad: tomarte dos horas para pensarte las cosas puede redundar en que la propiedad que has visto ya no esté disponible cuando te decidas (como, de hecho, nos sucedió). También están, por supuesto, los pisos compartidos con personajes peculiares, como el publicista cuyo gato era más limpio y ordenado que él (y para que una ardilla diga esto de un felino pueden ustedes imaginarse la cantidad de mugre que tenía el lugar) o el electricista obsesionado con aprender italiano el cual, cuando mi dueña le dijo que le interesaba su habitación, respondió que había encontrado a un nativo con el que practicar y que lo sentía mucho. En Dinamarca me quedó claro que hay una primera vez para todo, y esta fue la primera ocasión en la que un criterio lingüístico y un pasaporte nos dejaron sin techo. Curiosamente, esto fue el día en que Italia eliminó a España de la Eurocopa, así que mi simia se sintió doblemente agraviada por el mismo país.

Al precio que se cotiza el metro cuadrado en Norwich,
estoy segura de que hasta las palomas pagan alquiler.
Tras dar vueltas arriba y abajo por la ciudad durante una semana se volvió evidente que no podíamos permanecer con nuestro ancianito afable eternamente porque mi bípeda le tiene aprecio a sus riñones y una servidora a su pelaje, de modo que le propusimos a la casera de uno de los pisos que habíamos visto (que parecía la más normal y razonable, además de pulcra) una solución intermedia: dos meses de contrato en los que seguir buscando una casa más tranquilamente. Pese a que nosotras no estábamos plenamente convencidas de la decisión, la casera aceptó. Ante la falta de opciones viables a corto plazo nos mudamos, pues, a un piso compartido con otros dos humanos, cercano al trabajo de mi dueña pero en mitad de la nada.
Un día antes de la mudanza, mi ama fue a ver una casita amueblada (dato importante: aquí casi todo se alquila vacío) que se quedaba libre a finales de agosto y nada más salir de la visita decidió que esta no se la quitaban: llamó inmediatamente a la agencia, les dejó un mensaje en el buzón de voz, les envió un e-mail y a la mañana siguiente, tras una breve negociación y antes siquiera de mudarse a nuestro alojamiento temporal, fue a la inmobiliaria a cubrir el papeleo.
En resumidas cuentas, si todo sale según lo planeado viviremos retiradas del mundo hasta finales de agosto, mientras que septiembre ya lo empezaremos cerquita del centro. De aquí a entonces, compartiremos casa con una puerta cerrada (tras la cual se supone que hay una habitación cuya ocupante está de vacaciones) y con un humano isleño que nunca sabemos si está o no está porque tiene unos horarios de trabajo completamente anárquicos.
¿Se volverá Volunti una ardilla de suburbio tras este retiro monacal? ¿Acabará sintiendo la necesidad imperiosa de comprarse el equivalente para roedores de un Volvo?
Lo descubriremos en el siguiente episodio…


viernes, 8 de julio de 2016

On your marks, ready… go!

Un lunes por la tarde, a eso de las seis, mis odiadas Samsonites, mi dueña, un portátil y una servidora nos encontramos recluidas en la terminal de un aeropuerto. El avión que tendría que haber salido hora y media después decidió que no era procedente cumplir su horario; de hecho, consideró pertinente aparecer rodando por la pista allá sobre las nueve. Su tripulación, que debía de tener ganas de cenar como todo hijo de vecino, cogió sus bártulos y abandonó la aeronave aduciendo que habían llegado al límite de sus horas de vuelo. Pasajeros y roedores asistimos boquiabiertos al fantástico absurdo de disponer de un avión pero no contar con nadie para pilotarlo. Tuvimos que esperar a que otro vuelo de la misma compañía llegase desde un destino distinto con una tripulación diferente para poder despegar a eso de las diez y media de la noche.
Ahí podría haberse terminado esta aventura, pero con mi ama de por medio las cosas nunca pueden ser tan sencillas. En Inglaterra hay una hora menos con respecto a España, así que pese al retraso mi dueña todavía se las prometía relativamente felices: llegaríamos a Gatwick, cogeríamos el primer tren al centro de Londres y desde allí iríamos a casa de los humanos que nos hospedarían aquella noche.
Sedientas y hambrientas, hicimos nuestra entrada triunfal en la Gran Bretaña un par de horas después. Logramos esquivar las colas del control de pasaportes, recogimos nuestra Samsonite facturada, saltamos en el primer trenecito que conecta las terminales del aeropuerto y nos plantamos en la estación de trenes con el objetivo de abordar el primero que fuese hasta London Bridge.
Primer problema: no hay trenes a London Bridge pasadas ciertas horas de la noche. Segundo problema: los trenes que sí funcionan van hasta London Victoria, que queda prácticamente en la punta opuesta de la ciudad a la que teníamos que ir nosotras. Tercer problema: a medianoche empezaba una huelga ferroviaria que afectaba a las conexiones entre Gatwick y Londres. Cuarto problema: eran las 23:56.
Por si alguien lo dudaba, efectivamente, nos pilló la huelga. Tras la correspondiente cola para comprar billetes, llegamos a un andén atestado de gente y de maletas y esperamos por un tren que, ya de por sí, llegaba retrasado. La idea era coger el más rápido para llegar cuanto antes, pero no hubo manera. Por fortuna dentro del infortunio la cafetera a la que nos subimos logró cubrir el trayecto que nos separaba de Victoria en poco más de cuarenta minutos y sin averiarse.
Ya en Victoria, y rodeadas por conductores de minicabs que nos ofrecían sus servicios, buscamos por callejuelas laterales a una amiga de mi ama. Esta, ya fuese por piedad hacia nosotras o porque empezaba a desconfiar de que fuésemos a salir enteras de tantos retrasos consecutivos, había optado por venir a recogernos en coche. Finalmente concluimos la primera parte del periplo rozando las dos de la madrugada.
La segunda parte dio comienzo a la mañana siguiente. Mi ama me despertó tras cinco horas de sueño y, por esto de seguir sumando medios de transporte, me encaramó a un autobús rojo que nos llevó hasta otra estación de tren distinta de todas las anteriores. Pensándolo bien, me sorprende que no se le ocurriese cubrir el trayecto hasta Norwich en patinete o en globo aerostático.
Esta vez, menos mal, no hubo incidencias. Nuestro tren pertenecía a una empresa diferente que no estaba en huelga, de modo que salimos puntuales y no sufrimos ningún percance. En la estación de Norwich nos aguardaba un anciano delgado y sonriente cubierto con un gorro rojo de lana (para que lo reconociésemos). Nos condujo hasta su coche, nos ayudó a meter los bultos en el maletero y nos dio un breve paseo por el centro de la ciudad antes de dejarnos en el que sería nuestro primer alojamiento temporal: su casa.

Dos días más tarde, aquel nuevo país al que habíamos llegado de forma tan accidentada decidía que ya no quería seguir formando parte del resto del continente. Esa mañana me levanté imaginando a una nación entera armada con remos intentando navegar en dirección opuesta al Canal de la Mancha.
Cinco días más tarde, nuestro país, el que acabábamos de abandonar con tanta dificultad, se instalaba nuevamente en el día de la marmota sin que quedase muy claro si la cosa tenía visos de cambiar de roedor. Que, por sugerir, digo yo, podría ser tranquilamente una ardilla, que somos bastante más ágiles.
Recién llegadas y casi apátridas. Empezamos bien.

¡No se pierdan nuestras próximas entregas!


martes, 5 de julio de 2016

Smelly Cat

Es sábado por la tarde y ella está plantada en mitad del pasillo de un supermercado; un lugar tan válido como cualquier otro para echar raíces. Examina detenidamente varias botellas de plástico con líquidos de colores hasta que finalmente toma una del estante. Su contenido es viscoso y de color amarillo. La destapa con cuidado y la acerca despacio a sus orificios nasales.

Ahí está. Ahí sigue. El mismo perfume de hace siete años. Aquel en el que perderse al cerrar los ojos y que aspirar ávidamente entre brazos ajenos. El que la recibía al subir las escaleras de una casa que llegó a denominar hogar y la embriagaba con promesas de reencuentros. El mismo que hubo que reemplazar con aromas distintos cuando su pervivencia se convirtió en recordatorio permanente de la ausencia: es demasiado doloroso vestirse de deserción cada mañana.

Dicen que el olfato es el sentido con mayor poder de evocación. Es una lástima que uno no pueda elegir a qué huele cada memoria.

Ella devuelve el envase amarillo a su balda y alarga la mano hacia una botella de color azul. Una apuesta segura. Además, la elección debería ser evidente si nos atenemos a la gama cromática. Entonces se detiene. Duda. ¿Seguro que no se puede elegir? Quizás sea el momento de hacer la prueba: los recuerdos puede que estuviesen en régimen de gananciales, pero desde hoy su fragancia va a pasar a pertenecer a un presente todavía en construcción. Da un paso atrás, coge de nuevo el contenedor amarillo y lo coloca en su cesta de la compra antes de encaminarse resueltamente hacia la caja.

Es sábado por la tarde y, a veces, en un supermercado cualquiera, hay pequeños actos de valentía que pasan completamente desapercibidos.