martes, 19 de septiembre de 2017

Putting the kettle on

Había cuarenta minutos de caminata entre el punto de Brick Lane en el que se separó de sus amigos y el hogar de sus antiguos compañeros de piso. Cruzó Commercial Street, bordeó Spitalfields Market y enseguida llegó a Bishopsgate. Como cada sábado, las calles en torno a Liverpool Street bullían de gente.
Conforme avanzaba por el pavimento en dirección al río empezó a reparar en que su comportamiento no era el de siempre. Miraba a derecha e izquierda con más frecuencia de la habitual y se fijaba con mayor detenimiento en las personas que se paraban a su lado en los pasos de peatones. Bajando Leadenhall se planteó cruzar a la acera de la derecha porque así vería de frente a los coches que se aproximasen, pero se resistió a hacerlo. En un par de ocasiones calculó visualmente la trayectoria de camiones y furgonetas para instantáneamente reprenderse por su conducta. Por extraño que suene, era mucho más consciente que otras veces de que tenía una espalda.
Al llegar a London Bridge notó rápidamente la presencia de las barreras de contención a ambos lados de la calzada. Más allá, frente al acceso a Borough Market, había parejas de policías apostadas en cada esquina, enfundadas en chalecos reflectantes de color amarillo. En uno de los cruces se detuvo deliberadamente lo más lejos posible del ángulo de la encrucijada, y le pareció que el semáforo tardaba una eternidad en ponerse en verde. Un poco más adelante se cruzó con dos hombres andando en dirección contraria, uno de los cuales la decía al otro, en español y en referencia a las lecheras estacionadas al borde de la carretera: “sí, es que por aquí fueron los ataques”. Se dio cuenta entonces de que estaba apretando el paso, y no precisamente porque le preocupase llegar tarde a casa de sus amigos.
Aquella mañana, entre los puestos del mercado, había pensado en lo fácil que habría sido abrir fuego, o auto inmolarse, para provocar una carnicería. Habría bastado incluso con simular cualquiera de las dos cosas y probablemente la estampida de pánico se hubiese encargado de hacer el resto. Pero no pasó nada alarmante. Ni estallidos, ni ráfagas de metralleta, ni vehículos descontrolados. La vida siguió como de costumbre, como siempre debería ser, con su chai Masala y sus brownies.
Se había enterado de los sucesos del día anterior en Fulham a través del móvil. Por un instante sopesó cancelar el viaje, pero se dijo que aquel pensamiento no tenía sentido. Y no porque las estadísticas digan que es improbable que dos sucesos se repitan en un espacio de tiempo tan corto, ni porque sea más fácil que te atropelle un coche que que te hagan explotar indiscriminadamente, aunque también. Como muchas otras veces en el pasado, simplemente recordó aquel cuento que recoge Atxaga en Obabakoak y que indefectiblemente la hacía encogerse de hombros con resignación: si verdaderamente la aguardaban en Ispahán, entonces resultaba imposible escabullirse. Al fin y al cabo, pensó fugazmente, ella sería una baja relativamente intrascendente. Le confería una estoica serenidad el saberse eslabón único de una cadena truncada: si desapareciese podría hacerlo sin la angustia de dejar atrás huérfanos o herencias. Como mucho, alguien tendría que encargarse de vender su bicicleta. Hay una paz muy curiosa del otro lado de la aceptación de la insignificancia. 
Por otro lado, había algo en ella que la hacía rebelarse contra todo aquello. Quizás fuese su proverbial afán por llevar la contraria, pero no le gustaba aquella versión de sí misma que volvía la cabeza con desconfianza. No quería ser así. Quizás se permitiese cruzar los controles de seguridad de los aeropuertos con premura para sentirse más protegida parapetada tras el duty free, pero ciertamente no pensaba comenzar a elegir el lado de la acera en función del sentido del tráfico. Y desde luego no contemplaba exiliarse voluntariamente de una ciudad que, a todos los efectos, seguía sintiendo suya. Ya se la habían arrebatado en una ocasión por motivos distintos y, ahora que la había recuperado, no tenía intención de volver a perderla. Un letrero enorme con la leyenda "We *heart* Ldn", la sacudió de pies a cabeza, devolviéndole la mirada con ironía como si hubiera estado esperándola. Le recordó que no se trataba solo de Londres, sino de cualquier lugar porque la desazón viaja contigo en el equipaje, con o sin embarque prioritario. El terror no es una situación externa sino un estado mental infeccioso en el que se negaba a fijar residencia permanente. Por eso en aquel paseo londinense de sábado tarde había optado por no cruzar al lado opuesto, por obligarse a dejar de contar vehículos pesados, por detenerse a sacar una foto del Támesis en mitad de London Bridge y por forzarse a caminar un poquito más despacio: aquella era su forma, silenciosa e invisible, de plantar cara. 


domingo, 10 de septiembre de 2017

City of Stories

En Norvic hay piedra que se sonroja cuando hace calor y caliza con corazón de pedernal. Hay un antiguo futuro almirante que se granjeó una estatua pública por permanecer dos semanas (o dos meses, o dos años) en una escuela catedralicia, y leones asirios que velan la entrada de un edificio desde cuyo balcón Hitler habría querido lanzar una arenga.

Aquí los arbotantes decimonónicos devienen prótesis de titanio para caderas contemporáneas y los osos de peluche juegan al escondite en jardines secretos ocultos tras anodinos portones de madera. En la cuna de mujeres sociólogas, escritoras y abolicionistas todavía perviven señores que no pueden sentarse a la mesa sin bendecirla, ni levantarse sin brindar por la reina.

No son los únicos transeúntes de estos senderos de nostalgia. Las edades pasadas se tumban a descansar junto al río, puntuadas por utopías eléctricas en muros de ladrillo, fuentes secas y úes del revés. Del otro lado de la crecida de 1912, los extranjeros que con el tiempo dejaron de serlo custodiaban telares en buhardillas luminosas, destinados a ser inevitablemente reemplazados por fábricas de máquinas de coser que, a su vez, perderían sus chimeneas como si fuesen hojarasca otoñal. Con ellas se fueron los chales de lana y seda, hoy raros y valiosos, los zapateros remendones y las monarcas de luto consumidoras de bombasí.  

Bajo el cielo blanco, azotadas por vientos que traen lluvias intermitentes y cambios de estación, permanecen la tumba de un estafador que jamás florece y lápidas con permanentes de hiedra. Los nuevos tiempos se aprecian en los baños de señoras en clubes exclusivamente para caballeros. Las manos entran en calor con un té con leche y la realidad vuelve a imponerse paulatinamente.

Quién sabe si las peras del centro del laberinto del jardín del obispo llegarán a madurar alguna vez.


jueves, 7 de septiembre de 2017

Counting Blessings

–Tienes muchos amigos, ¿verdad? – Sonaba casi a reproche.

Ella dio un respingo y se detuvo un momento a recapacitar. Desde el otro lado de la habitación, yo casi podía escuchar sus pensamientos: ¿Qué quería decir esa pregunta? ¿Cuántos amigos son muchos? ¿Cómo se mide eso?

La amistad es una de esas virtudes de los humanos que los vuelve ligeramente más soportables. Hay algo de mágico en esos vínculos invisibles que unen a bípedos a través de la distancia y de las estaciones y que, pese a ambas, se mantienen inmutables. Creo que nunca dejaré de maravillarme de lo emocionante que resulta presenciar el reencuentro de dos personas que hace tiempo que no se ven y que, cinco minutos más tarde, parece que jamás llegaron a separarse. En este lustro que llevo observando a los simios, erráticos y volubles como son, he llegado a la conclusión de que cada uno de estos lazos constituye un pequeño milagro.

Sé que no es la primera vez que digo esto, pero mi dueña tiene suerte. Quizás bastante más de la que objetivamente se merece, simplemente porque me cuesta creer que se pueda concentrar tanta buena fortuna en el mismo individuo. Su camino, que en parte también es el de Sinnombre y el mío, ha estado siempre transitado por humanos extraordinarios de paciencia infinita. Lo sorprendente del asunto, que conste, no es que la gente buena exista, sino que, por algún motivo inexplicable, no salgan huyendo en dirección opuesta en cuanto conocen más a fondo a mi ama. Sí, sé que esta frase también es repetida, pero de veras que una cosa es aguantarla un ratito y otra muy distinta tenerla de compañera de piso.   

Ayer hizo exactamente un año desde que recibimos a nuestra primera visitante en lo que entonces aún prometía ser un refugio y finalmente acabó siendo un escenario de pesadilla. En estos doce meses hemos tenido el honor de dar la bienvenida a doce invitados (más otros seis en tránsito igualmente importantes) y, se mire por donde se mire, estoy absolutamente admirada de que tantos bípedos se hayan tomado la molestia de acercarse hasta esta esquinita remota de la isla para pasar un rato con nosotras. Cuando pienso que hay gente que se ha cruzado un océano o medio continente para arrancar dos años de nuestros respectivos calendarios, o gente que ha venido en pleno diciembre pese a que odia el frío y las nubes, o visitantes reincidentes, me planteo cómo bellotas podrá mi humana devolver alguna vez todo este cariño. Desde que se marchó vive permanentemente con la sensación de que no tiene tiempo suficiente para cuidar a todo el mundo del modo en que le gustaría, y empieza a ser recurrente el sentimiento de culpabilidad al descubrirse incapaz de recordar una fecha, un evento concreto o que a una de sus invitadas no le gusta el plátano. Sé que a veces la angustia la idea de que alguien considere que ha sido olvidado.

La sabiduría popular dice que quien mucho abarca, poco aprieta. Desconozco si esta máxima es aplicable a la capacidad humana para establecer relaciones profundas entre semejantes, pero me surge la duda de si ese sería el juicio implícito en la pregunta que le hicieron a mi dueña. En cualquier caso, resultaría absurdo instaurar cuotas: ¿cómo no intentar retener a todas aquellas personas que valen la pena?

Yo tampoco sé calcular si mi ama dista mucho de la mediana estadística en lo que respecta a atesorar amigos, pero querría pensar que no se trata tanto de valores cuantitativos como cualitativos. Sean muchos o pocos, estén lejos o vivan en el apartamento de abajo, lo fundamental es que entre todos van logrando mantenerla cuerda, y les estoy tremendamente agradecida por ello porque bastante rarita es ya sin tener que ponerle una camisa de fuerza. Así que gracias a todos los que han venido, gracias a todos los que están viniendo, gracias a todos los que vendrán. Gracias a todos los que ya están aquí, a los que se lo están pensando, y a los que no contemplan estarlo pero encuentran otros modos de materializarse. Pese a mi proverbial misantropía, reconozco que es bonito tener tu vida llena de pequeños milagros.

Feliz cumpleaños, visitante número 001.

martes, 29 de agosto de 2017

Peeping Tom

Mira por la cerradura. Del otro lado hay una luz cálida y amarilla penetrando sesgadamente por la ventana de doble hoja para reptar perezosamente por la madera del suelo. El cielo azul se refleja en el espejo del cuarto, que se obstina en imitar el brillo del sol. Desde fuera se cuelan algunos trinos de aves y risas de niños que, a veces, son intercambiables. El silencio del espacio se adapta y moldea a sus inflexiones, expandiéndose y contrayéndose para hacerles un hueco a su lado.

Sigue observando. La estancia está llena de tiempos felices: tres cuartos de hora de esperanza, cuatro minutos y cuarenta y dos segundos de alegría desbordante, hora y media de borboteo reconfortante que huele a refugio y a memorias, tardes que se vuelven noches de conversaciones frente a una taza humeante. Una humana y dos ardillas custodian y recopilan estos instantes para rellenar las bombonas de oxígeno con las que la primera logra respirar hondo del otro lado de las trece puertas que la separan del exterior.

A continuación fíjate más detenidamente: a nuestro alrededor flotan palabras. Etéreas, invaden el aire con la misma liviandad que si cabalgasen sobre pompas de jabón. Nos rozan la coronilla, la punta de las orejas y el extremo de la cola antes de desvanecerse en gotitas invisibles que dejan el eco de un perfume tras de sí. En ocasiones se nos posan sobre los hombros y los hocicos, pero enseguida se escabullen, juguetonas, si intentamos capturarlas. Si solamente tuviéramos una pluma lo suficientemente ligera para perseguirlas y un soporte al que fijarlas sin asfixiarlas... A las palabras, ¿sabes?, hay que cuidarlas sin intentar poseerlas. Son un poco felinas, así que son ellas las que te eligen y las que deciden cuál es el momento adecuado para tenderse a ronronear sobre tu regazo.

Aléjate del ojo de la cerradura, incorpórate y parpadea. ¿Lo ves ahora? Tu lógica te engaña; no vivimos solas. La soledad es un estado mental: no se convive con ella, sino que es ella quien habita y se alimenta de ti, si la dejas. Tras nuestra puerta de madera con números plateados cabe un universo densamente poblado. A fin de cuentas, donde sueñan tres, sueñan cuatro. Por eso, si quieres visitarnos, trae un candil encendido que disipe las nubes, un cazamariposas que enrede condicionales, una clepsidra que funcione con endorfinas… y zapatos de baile.


miércoles, 19 de julio de 2017

Antaeus

Ha llegado el momento. Es de nuevo esa época del año. Hay días en los que las mañanas amanecen soleadas, con cielos profundos que invitan a escrutar el horizonte en busca de presentimientos marinos y con ráfagas de viento templado que hablan con voz de gaviota. Días de atardeceres pausados y dilatados pintados de amarillo en los que la vida parece relajarse y respirar hondo mientras los rayos de luz se cuelan irregularmente entre el follaje a la orilla del río.

Es el momento de las intuiciones de alegrías inminentes, de las visiones en sueños, del anhelo de paisajes, brazos y sabores, de los gritos silenciosos que nos llaman a 2000 kilómetros de distancia y de los sedales invisibles que tiran de nosotras desde el extremo primigenio de la caña. Es la estación de las golondrinas que se lanzan en picado cual proyectiles emplumados y de las humanas disociadas que navegan por su rutina sin apenas rozar el suelo.

Queda todavía una semana hasta el próximo martes. Faltan siete días, ochenta largos acuáticos, veinticuatro kilómetros pedaleando, tres horas de autobús y dos horas y media de vuelo. Y todas estas cifras, absolutamente todas, son irrelevantes porque desde hace días el espíritu de mi ama está custodiando un pedacito del suelo de la plaza en la que no pudo estar el año pasado. Su presente le importa bastante menos que ese retazo de futuro que se perfila ante ella como una promesa de que su ciudad -su eje- aún la espera. Serán ese suelo y esa piedra los que la mantendrán en pie los próximos 365 días porque mi dueña, pese a que mida mucho menos que un gigante, merecería llamarse Anteo

jueves, 6 de julio de 2017

A Midsummer Night's Dream

El verano ha llegado a Norwich. O eso dicen porque, al menos nominalmente, en esta isla también cambian de estación traspasada la frontera del solsticio. Que la estación en cuestión se entere del cambio y actúe en consecuencia ya es harina de otro costal. Las temperaturas otoñales y la mojadura que se agarró mi dueña sobre su bici la semana pasada dan fe de que, como en tantas otras áreas, los isleños son expertos en marketing climatológico. Pero hoy no estoy aquí para hablar del tiempo. Por mucho que sea el deporte nacional británico hay temas mucho más interesantes que tratar como, por ejemplo, la luz.

Cuando estábamos en Dinamarca mi dueña dio por hecho que jamás viviría en un lugar tan al norte y, por ende, con una oscilación tan grande entre las horas de luz y las horas de oscuridad. Para marcar tal hecho, y a modo de despedida, en la noche más corta del año decidió permanecer despierta y dar la bienvenida al amanecer junto a la Sirenita a eso de las 4 y media de la mañana. 

Dos años median entre aquel solsticio y ahora y, como entonces, este junio mi ama intentó repetir la hazaña la víspera de San Juan para compensar el no tener una triste hoguera que llevarse a los pies. Fracasó. El agotamiento de la semana pudo con ella y claudicó a las tres de la mañana, tan solo hora y media antes del amanecer.

La cuestión es que mi humana, que creía que tal vez nunca tendría otra oportunidad de experimentar una noche tan corta, se equivocaba (para variar). Hoy, 6 de julio, la diferencia en cantidad de horas de luz entre Copenhague y Norwich es tan solo de 35 minutos. Menos mal que no se gana la vida como pitonisa...

Vivir dos inicios de verano en estas condiciones ambientales hace que esta ardilla se plantee ciertas cosas. Me parece que es la primera ocasión en mi vida de roedor que recibo la llegada del estío con cierta melancolía porque soy más consciente que antes de que a partir de ahora los días van a ir menguando velozmente hasta las largas noches de diciembre y enero. También siento como pocas veces la urgencia de aprovechar cada momento de luz porque lo percibo como un bien escaso y, pese a que no soy animal de zonas cálidas, confieso que yo también aguardo con impaciencia nuestro próximo regreso a la tierra natal de mi bípeda, donde las jornadas terminarán aún más tarde que aquí.

Esto me lleva, precisamente, al siguiente punto del orden del día: la distribución lumínica por horas. Como es bien sabido, la patria de mi dueña y esta isla se rigen por husos horarios distintos. En tiempos recientes ha habido cierta controversia respecto a este asunto puesto que, si nos atenemos a la geografía, ambas naciones deberían vivir en el mismo huso. Algunas voces peninsulares han propuesto adoptar el horario isleño en aras de una mayor armonía con los ciclos naturales del día y la noche con el objetivo de modificar ciertos hábitos de conducta nacionales.

Actualmente en Norwich amanece sobre las 4:30 de la mañana. Esto implica que hay luz desde muy temprano y, por segundo año consecutivo, los patrones de sueño de mi dueña (y los míos) están alterados aproximadamente desde marzo. Nos despertamos con mucha mayor frecuencia durante la noche y, cuando nuestro cerebro percibe que hay luz alrededor, nos impele a activarnos y a ponernos en pie aunque no hayamos descansado lo suficiente. Nunca la había visto llegar al trabajo veinte minutos antes de la hora simplemente porque se aburre en casa.

Lo más peliagudo de este asunto, al margen de que tengamos los biorritmos revolucionados, es el modo de vida isleño: transcurre completamente a espaldas de las fluctuaciones lumínicas. Esto implica que cuando un bípedo rosita abre su café en verano, a eso de las 10 de la mañana, ya lleva desperdiciadas cinco horas y media de día y cuando lo cierra para irse a su casa, sobre las 17, le quedan aún más de tres horas y media de luz. Por la tarde aún es factible que se salga a tomar algo en el jardín de algún pub, pero la absoluta inutilidad de las horas iniciales del día me resulta profundamente frustrante, especialmente sabiendo que tenemos entre garras un bien escaso.

Por todo esto, y tras darle muchas vueltas, he llegado a la siguiente conclusión: estoy de acuerdo con aquellos que sostienen que la patria de mi dueña y nuestra isla deberían estar en el mismo huso horario. No obstante, he aquí una propuesta innovadora: ¡hagamos que sea la isla la que adopte el huso continental! De ese modo en verano amanecerá a las 5:30 y anochecerá a las 22:30, todos dormiremos mejor y desperdiciaremos menos luz que nadie emplea provechosamente. A fin de cuentas, considerando que aquí lo del invierno no tiene mucho arreglo, por lo menos enmendemos el verano. A lo mejor, si empezamos por ahí, el día menos pensado la estación nos sorprende y por fin empieza a comportarse como tal.

miércoles, 21 de junio de 2017

Happy Unbirthday

Es curiosa la forma que tienen los simios de conmemorar el paso del tiempo. Celebran los aniversarios de los acontecimientos importantes de sus vidas como los nacimientos, las defunciones, los matrimonios, los primeros besos, las liberaciones de ejércitos enemigos o cualquier otra efeméride relevante que se les ocurra. Para una ardilla cuyas jornadas se desgranan siempre del mismo modo, la obsesión bípeda por las clepsidras ha sido siempre uno de los aspectos más complicados de entender.

Entre tanto monumento a la memoria privada y colectiva, hay un fenómeno que he observado repetidamente desde que me incorporé a las idas y venidas de mi ama: los dobles cumpleaños. Todo bípedo tiene una fecha de nacimiento oficial, esa que aparece meticulosamente registrada en sus partidas de bautismo, pasaportes y documentos de identidad. Algunos simios, no obstante, poseen también un fecha oficiosa. Mi dueña, sin ir más lejos, es una de ellas. Pero tal vez debería explicarme mejor.

Hay una pregunta que se repite con mucha frecuencia entre los simios migratorios, independientemente del país en el que vivan: “¿cuánto llevas aquí?/¿Cuándo llegaste?”. Quizás la única excepción a la regla, por el momento, sea Dinamarca, donde el interrogante se invierte y se transforma en “¿Cuánto tiempo piensas quedarte?”. Se trata de una curiosidad razonable porque es un modo de estimar el grado de adaptación al entorno o de inexperiencia de tu interlocutor. Lo que me llama poderosamente la atención son las tipologías de respuesta: la mayoría de las ocasiones se contesta con una fecha concreta (“Llegué el 14 de octubre de 2009) o se expresa el tiempo que falta hasta llegar a dicha fecha (El 31 de mayo hará dos años que me vine). La precisión con la que se cita el dato resulta llamativa; solamente faltan la hora y el número de vuelo para poder reconstruir íntegramente el periplo de ida.  

Como tantos otro bípedos, la humana que custodio posee sus propias efemérides viajeras. Varias, de hecho, porque si se para a pensarlo todavía es capaz de recordar los días exactos en los que llegó a Nueva York, a Venecia o a Copenhague, y los días en los que se marchó. Así es como surgen los segundos cumpleaños de las personas: reiniciando tu vida una o varias veces.

Los humanos deslocalizados son unos excelentes contables de tiempo. Sospecho que dejar tu mundo atrás es un evento lo suficientemente destacado como para justificar que las cuentas se lleven al milímetro. De hecho, me pregunto hasta qué punto esas fechas no marcan el aterrizaje en una nueva realidad, sino la partida del hogar (señalan ambas cosas, desde luego, pero probablemente los porcentajes no sean equitativos). Intuyo, también, que no perder el hilo de la ausencia es una forma de mantener un vínculo mental con esa tierra que sigue latiendo del otro lado de la ventanilla. Aferrarse al punto de inflexión es un mecanismo profundamente simio porque no hay nada más humano que intentar aprehender lo inaprehensible.

Por otro lado, ignoro si tras una estancia prolongada los calendarios llegan a difuminarse de tal manera que resulta imposible recordar cuándo se produjo el cruce de fronteras. No me sorprende que a mi dueña le de un poco de miedo averiguar los efectos de los relojes sobre los almanaques: teme que el intervalo entre la fecha de inicio y el presente se distancien tanto que deje de tener sentido contabilizar su duración. Ella también es de esas personas que responde a las dos preguntas citadas más arriba con una fecha determinada. En su cabeza, perder la cuenta equivaldría a una renuncia tácita al retorno. Ya ven ustedes, ni siquiera como emigrante es original.

Hoy se cumple un año de nuestra llegada a Norwich. Hace 365 días solicité para mi ama un cargamento de migas con las que no perderse por el camino. Poco sabía yo que aquella era también una petición nutricional porque en esta isla no saben hacer pan de verdad, pero ese es otro tema. De lo que no era consciente entonces era de que estaba enfocando las cosas del modo equivocado: los recuentos no deberían hacerse progresiva sino regresivamente. No se trata de ir sumando momentos de ausencia a partir de una fecha concreta; el juego no consiste en decir “hoy hace tanto que me fui”, sino al revés. Nuestro corte tuvo lugar el 20 de junio de 2016 y desde ese día lo que deberíamos hacer es descontar: cada veinticuatro horas falta una jornada menos para el retorno definitivo, sea cuando sea, transcurran meses o años. Puede parecer una distinción irrelevante en lo que al tiempo transcurrido se refiere, pero entre ambas oraciones hay una diferencia fundamental: la primera mira hacia atrás con nostalgia; la segunda, hacia adelante con esperanza.

Así pues, hoy no hace un año que nos marchamos.

Hoy queda un año menos para que volvamos.

[Por mi parte, este otoño cumpliré cinco años persiguiendo a mi humana, y no sé qué me inquieta más, si el llevar tanto tiempo en compañía de semejante engendro disfuncional o el estarme humanizando hasta el punto de haber hecho los cálculos – la cosa es que, por ahora, no me sale decir “quedan cinco años menos para librarme de ella”].  

domingo, 11 de junio de 2017

Grocery Shopping (II)

Los lectores asiduos de este blog recordarán que en una entrada reciente narré las fatigas que pasamos a principios de este año a causa de la crisis de verduras y hortalizas que recorrió la isla y cómo, a consecuencia de ello, mi dueña se transformó en coleccionista de calabacines.

Esto último, en realidad, no es completamente exacto: el ansia acumuladora de mi humana no es nueva, como sabrá cualquiera que la conozca personalmente. Mi simia colecciona cosas de lo más variopintas, desde libros a variedades de té, pasando por puntos de lectura o postales, y cosas completamente innecesarias, como tarritos de cristal vacíos, velas perfumadas que nunca se acuerda de encender o un sinfín de cajitas de lentillas (solamente tiene dos ojos, ¡¿cuántos envases pretende usar simultáneamente?!).

En el caso que nos ocupa esta tendencia congénita se traduce en la necesidad constante de hacer acopio de vituallas. No importa que la despensa ya esté llena para el resto de la semana: siempre habrá sitio para otras tres latas de atún, medio kilo de kiwis y un kilo de arroz, no vaya a ser que se le terminen al mismo tiempo el arborio y el basmati y encima aparezcan invitados a cenar. ¡Tal eventualidad supondría una deshonra para ella! Pese a todo, debo decir en defensa de mi bípeda que rara vez se le pone algo malo, aunque no es la primera vez que algún amigo, una servidora y SinNombre (sí, todavía no hemos bautizado a la ardilla roja, ¡necesitamos ideas!) le echamos una mano para acabar existencias.

Entre sus rituales de abastecimiento habituales, mi dueña ha adoptado la costumbre de comprar una vez al mes a través del portal de una cadena de supermercados isleña que le trae el pedido a casa. Suele aprovechar para encargar los artículos más pesados con el objetivo de ahorrarse cargar con ellos a la espalda. Hasta aquí todo bien. El problema surge cuando las personas responsables de gestionar las solicitudes de los clientes cometen algún error y la clienta en cuestión es mi humana, porque entonces una simple transacción comercial deviene en sainete o en tragedia griega, según.

Situémonos en un tranquilo lunes por la noche. Mi ama ha vuelto de nadar, sus ardillas dormitan plácidamente en el sofá y la cena está casi lista. El repartidor del supermercado llama al telefonillo, llega hasta nuestra puerta, entrega a mi bípeda la lista de artículos y ella recoge uno por uno sus cartones de leche, las redes de naranjas y los pomelos que ha adquirido esa semana. El repartidor y ella se dan las gracias mutuamente, como es prescriptivo en este país, y cada uno retorna a sus respectivas ocupaciones.

Dos días más tarde en el extracto bancario de mi simia aparece un cargo adicional a nombre del supermercado que no se corresponde con ningún pedido reciente. Tras una somera investigación, mi dueña repara en que en el justificante entregado por el repartidor, y que ella no leyó detenidamente en su momento, pone que le han servido 49 kilos de pomelos y por lo tanto le están cobrando la diferencia con respecto a su pedido original. 49 kilos, no obstante, repartidos en las siete unidades que encargó, es decir, que basándonos en los cálculos del supermercado cada pomelo pesa siete kilos.

Siendo evidente que ni nuestra nevera ni mi bípeda habrían sido capaces de soportar tamaña carga, esta última se apresuró a llamar a la centralita de atención al cliente para dar parte de la situación. Tras media hora de explicaciones y de mucha confusión por parte de la pobre telefonista que no acababa de entender que sus compañeros nos hubiesen entregado un cargamento de pomelos de plomo, mi dueña logró que le pidiesen disculpas y le devolviesen el importe cobrado por equivocación.

Unas semanas más tarde mi simia volvió a realizar un pedido online. Confiada en que el error se habría subsanado a raíz de su llamada, encargó nuevamente provisiones de pomelos pero esta vez, escarmentada, comprobó el justificante de compra que le enviaron por correo electrónico unas horas antes del reparto. Para su sorpresa, ahora sus ocho pomelos pesaban 64 kilos y los del supermercado se habían quedado tan anchos. Además, la inmediata llamada a la centralita resultó ser completamente inútil porque la telefonista la informó amablemente de que hasta que no se hubiese efectuado el reparto ellos no podían hacer nada al respecto.

Ante semejante despropósito, cuando los repartidores llegaron aquella noche a nuestra puerta mi bípeda les explicó amablemente que no estaba interesada en 64 kilos de fruta y que por lo tanto prefería no aceptar esa parte del pedido. Los repartidores consideraron bastante justo que una de sus clientas no desease llenar su casa de cítricos, y procedieron a notificar la devolución del producto. Mientras ellos conversaban, yo intentaba imaginarme cómo serían los árboles de los que pendiesen tales frutas, dado que a ocho kilos por pieza las ramas deberían ser como mínimo de acero. De hecho, llegué a la conclusión de que casi era una pena que no nos hubiesen traído de verdad 64 kilos de pomelos porque al precio que nos los cobraban aún podríamos haberlos revendido y sacado beneficio.  

Entonces, en un giro inesperado de los acontecimientos, tras gestionar la devolución de la compra ambos repartidores le dijeron a mi dueña que ya que los ocho pomelos de la discordia habían salido del centro de distribución podía quedárselos como disculpa por las molestias. Mi ama se mostró renuente a aceptarlos porque le parecía poco ético quedarse con un producto que acababan de reembolsarle (y porque recelaba de que acabasen acusándola de apropiarse de la mitad de las existencias de cítricos de East Anglia), pero acabaron por convencerla.

Desde esta aventura, y ante el riesgo de que los del supermercado aparezcan con un volquete lleno de fruta, mi ama ha dejado de comprar pomelos online. Su rutina de aprovisionamiento presencial ahora supone algo más de peso, pero al menos todavía no le han vendido una manzana de diez kilos. 

Hace dos semanas nos trajeron nuestro último pedido a domicilio. La ceremonia fue la misma de siempre y, dado que no compramos pomelos, mi ama se detuvo a charlar animadamente con el repartidor, quien le hizo entrega de la lista de artículos y le tendió la PDA para que firmase la recepción de los mismos. Entre otras cosas, habíamos encargado ocho litros de leche. Llegaron siete. Mi humana estaba tan entretenida parloteando que no se dio cuenta del fallo cuando aceptó la entrega, así que en esta ocasión no puede reclamar.

Dicen, y suscribo, que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Mi simia no solo da tres o cuatro traspiés en el mismo canto rodado, sino que además lo recoge y se lo lleva para casa. ¿No hablábamos antes de coleccionismos innecesarios? ¡Por lo menos las cajas de lentillas tienen cierta utilidad!     

miércoles, 31 de mayo de 2017

In memoriam

Hace un año volví a casa por la noche y habías salido. De pie en la cocina, bañada por una luz blanca semejante a la de un quirófano, sentí que un temor sordo, irreal y tenso se apoderaba de mí. Aquel mes de mayo desquiciante y angustioso había venido para llevarse a alguien por delante y, en su avance ciego, te había elegido a ti.

Han sucedido muchas cosas en este año que te has perdido. Te marchaste sabiendo que me aguardaban otro país y un nuevo trabajo. Cuando te enteraste, apenas cuatro días antes del cataclismo, me abrazaste, me diste la enhorabuena y me preguntaste si estaba contenta. Dudo que a ninguna de las dos se nos pasase por la cabeza que tú te irías antes que yo. 

Me fui, sí, escasamente tres semanas tras tu ausencia, con un nudo inmenso en la garganta y una maleta llena de culpabilidad: qué hacía yo en un avión si mi lugar estaba en tierra, prestando brazos y hombros. Esta vez no era solamente una emigrante sino también una desertora y, como tal, merecedora de un escarmiento: fui sentenciada a la humedad y al frío o, lo que es lo mismo, al recordatorio continuo de que estaba lejos de cualquier cosa vagamente parecida a un hogar. En el fondo, probablemente sintiese que se trataba de una penitencia justa.

Un trasplante de realidad tan repentino hizo que tardase un tiempo más largo del habitual en asimilar que la rutina había cambiado radicalmente del otro lado del Skype. Era tentador, cómodo y sencillo cumplir con mis obligaciones diarias sin pararme a pensar. Tan solo en momentos determinados, a veces sin venir a cuento, me golpeaba la conciencia del vacío, y un escalofrío de incredulidad y de desazón me subía por la espalda.

Desde que ya no estás he transitado por calles que nunca antes había pisado, he conocido a personas maravillosas que me han adoptado sin reservas y he contemplado cielos profundos que invitan a mantener la esperanza en futuros todavía por escribirse. En este año sin ti he descubierto que las masas que nunca preparamos juntas se me dan algo mejor de lo que pensaba y me pregunto si quizás, sin saberlo, lo habré sacado de ti. Sigo recordando tus historias sobre parientes que no conocí y sobre guerras que no viví, y todavía no he olvidado el timbre de tu voz. Tu paraguas verde me protege de la lluvia en los días grises y, puestos a apropiarme de cosas, también he plagiado tus recetas: hago croquetas con mayor frecuencia que antes, ya casi sé adobar salchichas y quizás algún día me atreva con la pepitoria. Soy igual de testaruda, orgullosa y egoísta que cuando te fuiste, e igual de impía. Tengo más canas y más arrugas pero sigo sin ser capaz de cortarme las uñas de la mano derecha con las tijeras, así que empiezo a sospechar que nunca valdré para casada. Sigo llenando cuadernos de tinta de colores y sigo bailando con mis propios fantasmas. En mi pequeño universo de papel y palabras te he buscado un nuevo oficio para que no te aburras porque, a fin de cuentas, siempre dijiste que era una cuentista. No sé si te gustaría tu versión de celulosa, pero no poseo otra manera de redimir y de redimirme.

En definitiva, abuela, quería decirte que estoy bien. Sé que no resulté la nieta que te habría gustado que fuera, pero quisiera pensar que he ido saliendo a flote. Aunque el navío no sea como habrías deseado, doce meses después del último naufragio su casco está calafateado con tus recuerdos.

lunes, 22 de mayo de 2017

Pigeon Toes

Pese a los años que llevo viviendo entre ellos, hay cosas de los simios que todavía me llaman poderosamente la atención. Hoy concretamente vamos a hablar de algo que he observado con muchísima más frecuencia de la habitual desde que nos hemos mudado a Norwich: humanos que andan raro.

Como ardilla que soy, el tema de los pies (y pisotones) de los bípedos es algo que debo tener muy en cuenta cuando no viajo protegida dentro del bolso de mi ama. Se trata de una cuestión tanto de supervivencia como de coquetería: aprecio mucho mi bonita cola.

La cuestión es que, a base de moverme a ras de suelo, he tenido tiempo de sobra para fijarme en las formas de caminar de las personas que me cruzo por estas tierras y he llegado a la conclusión de que algunos isleños tienen una forma muy extraña de desplazarse: giran los pies hacia adentro. San Google dice que esto se llama marcha convergente y que es muy común en los minisimios, pero que se suele corregir sola durante el crecimiento. Aquí, sin embargo, lo veo también en jóvenes e individuos adultos, así que no sé si es que los habitantes de Norfolk mantienen vivo a su niño interior durante más tiempo o si los códigos de cortesía y buena crianza imperantes en las islas convierten en tabú corregir la forma de andar de un bipedito antes de que sea demasiado tarde.

La otra opción que se me ocurre es que, dado que este cuadro también es conocido como dedos de paloma y aquí palomas hay muchas, los habitantes de Norwich estén experimentando una lenta y laboriosa adaptación a su ecosistema. Me pregunto si lo siguiente será que les salgan picos y pongan huevos. Confieso que el pensamiento me inquieta un poco porque nosotras vamos rumbo de cumplir nuestro primer año aquí como residentes, así que he empezado a vigilar los pasos de mi dueña, no vaya a ser que un día de estos le salgan alas y le dé por mudarse (¡otra vez!) a lo alto de un campanario.   

domingo, 21 de mayo de 2017

Mediocritas

Hay seres humanos mediocres. Mediocre, del latín mediocris, definido por la RAE como "de calidad media" o, en su segunda acepción, como "de poco mérito, tirando a malo". En efecto, hay simios de calidad y mérito dudosos que, por alguna razón que me cuesta comprender (comprender tal vez no sea aquí el término correcto, cambiémoslo a digerir), gobiernan naciones, dictan leyes, lideran ejércitos o capitanean empresas. 

Los humanos parecen confusos cuando un congénere de estas características consigue ostentar una posición de poder, como si no lograsen explicarse cómo bellotas ha llegado hasta ahí. Gran misterio, en efecto. No seré yo quien aventure engorrosas conjeturas que pudieran herir las frágiles susceptibilidades de la especie sapiens sapiens. Será que la densidad media de un simio mediocre hace que floten con mayor facilidad o quizás evolutivamente estén dotados de uñas más resistentes que les permiten trepar con mayor eficacia.

Lo peor de la mediocridad no es su existencia, sino lo contagiosa que resulta. La mediocridad engendra mediocridad. Si se piensa bien, es un fenómeno lógico: qué sentido tienen conceptos como la tenacidad, el esfuerzo o la superación cuando a la derecha, entre esos árboles, hay un atajo mucho más rápido para llegar al mismo sitio o, si cabe, incluso más lejos. Solo es necesario seguir los protocolos precisos o tener amigos en los lugares correctos y (po)se(e)r un buen community manager que pregone las bondades de un talento ficticio o magnificado. Para qué preocuparse por la calidad de tu trabajo o la integridad de tus acciones si la fidelidad a tan vetusto código de conducta solo ofrece como magra recompensa un sentimiento consolatorio de superioridad moral (por otro lado ampliamente contestada desde cualquier enfoque relativista que se adopte). 

El conflicto surge cuando el talento real (el absoluto e inequívoco, ese que ni yo ni mi ama tenemos y que resulta deslumbrante cuando se tropieza contra él) se da de bruces con la mediocridad y no dispone de herramientas para sustraerse a su influjo. La mediocridad alumbra individuos temerosos de las consecuencias de despuntar, de distinguirse de sus semejantes, de ser diferentes y, por ende, parias, porque, por muy en alza que esté el individualismo, los simios siguen siendo criaturas gregarias que necesitan pertenecer a algo, llámesele sociedad, cultura, país, familia o equipo de fútbol. Si la aceptación ajena fuese realmente irrelevante nadie se preocuparía de sus me gusta de Facebook, sus retuits o sus seguidores de Instagram (efectivamente, soy una ardilla con presencia en redes sociales). Yo misma no echaría un ojo a las estadísticas de visitas de este blog si no tuviera un punto narcisista enfocado hacia la reacción del vecino de la pantalla de enfrente. La mediocridad se regodea en la homogeneidad porque es mucho más sencillo camuflarse cuando todos se parecen. Por extensión, la mediocridad universal garantiza que nadie puede sentirse amenazado por un súbito arrebato de talento del vecino de al lado.

La mediocridad genera individuos desencantados, derrotados de antemano ante la certeza de que plantar batalla es inútil porque no pueden desbancar al sistema, derrocar al gobierno o zafarse de los mandatos de un superior. La perseverancia en darse de cabezazos contra muros es directamente proporcional al idealismo o a la tozudez de cada quien. La mejor arma contra la insurgencia es la desmotivación. La mediocridad amamanta minisimios que crecerán ciegamente convencidos de que esta es buena y deseable porque la discordancia puede dar lugar a la disidencia, y la disidencia al desequilibrio. No olvidemos que el desequilibrio provoca incertidumbre y la incertidumbre da miedo. Aún más, llegarán a la edad adulta creyendo en la falacia suprema, el triple mortal sin red de la neolengua que adormece conciencias persuadiéndolas de que la mediocridad alberga un espacio, una suerte de rincón con sillón y chimenea, donde cada uno es especial. Especial a su manera única e irrepetible, qué duda cabe, siempre que sea dentro de una saludable isocefalia digna de un bajorrelieve mesopotámico. Nadie hablará de Ministerio del Amor, por supuesto: los herederos de Orwell podrían interponer un pleito por vulneración de derechos de autor.

Desembocamos de este modo en la paradoja perfecta, la consigna sagrada: sé mediocre, my friend, pero sé el mejor mediocre que puedas llegar a ser, y te prometo que tendrás tu empresa, tu ejército, tu tribunal y tu silla presidencial.

viernes, 19 de mayo de 2017

Grocery Shopping

En los primeros meses de este benévolo 2017 se desarrolló un drama silencioso en muchos de los hogares de Norwich. Los humanos hablaban de ello en foros y grupos de Whatsapp, compartiendo su sorpresa, su frustración y, a ratos, su indignación. No llegó a haber una abierta manifestación de malestar, probablemente porque los simios isleños se caracterizan por tener la sangre de horchata, pero la incomodidad se sostuvo durante varias semanas.

El drama en cuestión consistió en que se produjo un desabastecimiento generalizado de vegetales y hortalizas a causa del mal tiempo. Resultaba penoso ver a algunos bípedos paseando por los pasillos del supermercado con la mirada perdida u observando con desconsuelo las estanterías vacías. Sin ir más lejos, mi ama se pasó la mañana de un sábado entretenidísima peregrinando de tienda en tienda buscando inútilmente un triste calabacín que llevarse a la boca. En el momento álgido de la crisis los clientes de Tesco solamente podían abandonar las instalaciones de la cadena con un máximo de dos lechugas iceberg por persona. Todo muy correcto y civilizado y, hasta cierto punto, aburrido: habría sido muy curioso ver una manifestación de humanos rositas con pancartas reclamando el retorno de las bolsas de espinacas.


Pese a la resignación general, no faltaron las teorías conspirativas. Hubo quien dijo que los elevados precios de los pocos vegetales que se podían encontrar constituían una ominosa advertencia de la inflación que se avecinará en los próximos años ahora que los isleños han decidido abandonar un círculo de estrellas amarillas sobre fondo azul que no tengo muy claro lo que significa. También hubo quien se frotó las manos haciendo campaña para incentivar el consumo de productos locales. Mi teoría personal es que las condiciones climatológicas adversas del continente fueron un evidente acto de sabotaje contra la economía isleña y por lo tanto la ausencia de hortalizas en los seriales constituyó una maniobra para desmoralizar a la población y concienciarla de lo vulnerable que resulta sin las importaciones de tierra firme.

Afortunadamente la carencia (y la carestía) no duraron eternamente. El pandemónium alimenticio en el que vivía inmersa mi dueña regresó a su cauce una maravillosa tarde en la que encontramos unos objetos verdes asomando por una caja. Jamás pensé que una cucurbitácea pudiera hacer tan feliz a alguien. Mi ama entró en modo hacer-acopio-de-vituallas-en-previsión-de-un-holocausto-nuclear y regresamos a casa cargadas de calabacines. Desde entonces no acaba de desprenderse de su síndrome de ama de casa de posguerra y se pasa las semanas atiborrando la nevera de verduras, no vaya a ser que otra tormenta atraviese España dejándonos sin tomates igual que hizo un tal Atila con el césped.

 

jueves, 18 de mayo de 2017

Characterisation

– Quiero ser el personaje de uno de tus cuentos.

Lo dijo con una sencillez sentenciosa, similar a la de cierto niño que le pidió a un aviador que le dibujase un cordero.

– Podría ser un ladrón, un monje, un amante, un asesino…

La solicitud la pilló desprevenida, pero inmediatamente sonrió ante la candidez de las sugerencias. Ojalá fuera tan sencillo, pensó, pero nunca lo era. Sus personajes rara vez eran producto de un deseo previo, sino ocurrencias involuntarias, fortuitas y, en ocasiones, díscolas. Ella no era ninguna deidad creadora; a duras penas llegaba a demiurga. Con frecuencia se veía a sí misma como una simple traductora aferrada a un bolígrafo a través del que canalizar la existencia de entes invisibles circulando a su alrededor. No es que ella se los inventase sino que ya estaban allí, en alguna parte del éter, esperando a que alguien los rescatase de la nada para darles un esqueleto de letras. Sus personajes no eran construcciones meticulosamente calculadas dignas de encumbrados literatos: se parecían más a darse de bruces contra alguien por doblar la esquina leyendo la pantalla del móvil.

Entonces él, con lógica infalible y voz profunda de locutor de radio, replicaba que no le estaba pidiendo nada que ella no hubiera hecho antes. Algunos de sus personajes se habían inspirado en personas de carne y hueso, tan tangibles y reales como ellos mismos. ¿Por qué no podía incluirlo en su próximo texto? Ciertamente no debía de ser tan difícil. Si otros se habían filtrado con anterioridad en sus cuentos, él también podía aparecer en uno.

¿Cómo hacérselo entender? La mayor parte de las veces ella sentía que no tenía control alguno sobre lo que sucedía en la historia, ni sobre sus actores. Daba igual lo mucho que intentase orientar la acción hacia un rumbo determinado: cuando a un personaje no le daba la gana de obedecer sencillamente la boicoteaba. La cosa resultaba incluso más grave cuando escribía por encargo porque en esas ocasiones los personajes directamente hacían huelga y le retiraban la palabra. ¿Cómo explicarle que los relatos no pueden forzarse? ¿Que eran ellos quienes la elegían para que los narrase, y no al revés?

En ese momento, mientras ambos divagaban por aquel sendero de tierra a la orilla del río, algo le hizo cosquillas en los dedos. Allí escondida había una historia, pequeñita y modesta, brotando bajo la luz grisácea de las montañas galesas. No se trataba de ninguna novela épica, ni del siguiente best-seller de la temporada primavera-verano. En ella no habría ladrones, ni monjes, ni amantes, ni tampoco asesinos.

– Te prometo que escribiré algo para ti, aunque quizás no sea como te lo imaginas.

miércoles, 17 de mayo de 2017

What's in a name?

Me parece que nunca he declarado públicamente que mi humana tiene dos progenitores encantadores. Todo lo encantadores, entendámonos, que pueda ser un simio. De hecho, no es la primera vez que me planteo de dónde cáscaras ha salido mi dueña con el par de padres que tiene. Misterios de Mendel y sus guisantes de colores, supongo.

Los progenitores de mi ama son, además, la mar de apañaditos: tan pronto te reparan un mueble con tornillos de Ikea como encuentran un remedio para quitarle olores al frigorífico, por no mencionar las carantoñas que le hacen a la mascota de su hija, con lo que me divierte ser el centro de atención. ¡Así da gusto tener a gente en casa!

Nuestra convivencia discurría en la más completa armonía hasta cierta tarde de finales de marzo, cuando mi ama regresó del trabajo. Su ardilla favorita (o sea, una servidora) dormitaba plácidamente en el interior de la mochila de la piscina, totalmente ajena a lo que se avecinaba. Una vez hubo soltado el abrigo, el bañador y las chancletas mi bípeda reparó en que sobre el colchón hinchable donde dormía provisionalmente reposaba un bulto aproximadamente de mi tamaño. Mientras yo me desperezaba y saltaba de la mochila a la silla y de la silla al suelo, ella fue retirando cuidadosamente el papel que envolvía su regalo.

Todo sucedió muy deprisa. De pronto, una mancha de color naranja apareció en el regazo de mi dueña, se precipitó en mi dirección y pasó zumbando hacia el balcón. Seguidamente escuchamos un golpe sordo y a continuación una sucesión de arañazos contra el cristal de la puerta, que estaba cerrada. Cuando al fin comprendimos lo que acababa de ocurrir nos dimos cuenta de que había una ardilla roja en medio del salón intentando escapar por la ventana y con un chichón en la cabeza.

Una vez superada la perplejidad inicial, mi ama se aproximó con cuidado al roedor, que seguía intentando horadar el vidrio con sus garras frenéticamente. Este hizo una pausa en su infructuosa tarea, la miró y cuando ella alargó la mano para intentar tocarla pegó un brinco hacia un lado y echó a correr para desaparecer en el dormitorio. Unos instantes después escuchamos un nuevo topetazo y arañazos redobladamente desesperados contra otra ventana.

Dado que podíamos pasarnos lo que quedaba de tarde yendo de ventana en ventana – con el probable riesgo que ello habría conllevado para la integridad del cráneo de mi congénere – mi humana me pidió que interviniese. Lo cierto es que, dentro de lo cómico de la situación, me daba pena el miedo que estaba pasando la pobre ardilla roja, pese a que era consciente de que abrir las ventanas de un segundo piso para dejarla salir habría sido lo más parecido a un suicidio asistido. Me recordaba un poco a mí misma y a mis primeros ataques de pánico metida en bolsas de plástico cruzando el Atlántico dentro de una Samsonite.

Dejando a mi bípeda y a sus progenitores en la sala de estar, troté con cautela hacia la alcoba y me encaramé al mismo alféizar donde un roedor aterrorizado seguía buscando un recoveco por el que huir. Por su reacción al verme resultó evidente que en su apresurada fuga ni siquiera había reparado en mi existencia. Creo que se esperaba que le ayudase a escapar. Intenté serenarlo como mejor pude mientras, por dentro, maldecía a los padres de mi humana por obsequiar animales salvajes tan a la ligera.

Cuando ambos reaparecimos en el salón – yo delante, él titubeante y nervioso parapetándose tras mi cola – los tres simios nos miraron con curiosidad. Mi ama, con su fabuloso don de la oportunidad para sacar a colación temas de vital importancia en los momentos más adecuados, lanzó al aire la pregunta que nadie se estaba haciendo: “¿Cómo le vamos a llamar?”.

Desde ese día, la ardilla roja sin nombre se ha quedado a vivir con nosotros. Todavía no la hemos bautizado porque estamos esperando a tropezarnos con un patronímico que le siente bien y porque, teniendo en cuenta las veces que ha intentado huir, igual es mejor no encariñarse mucho con él hasta que se tranquilice un poco y deje de correr como una exhalación por los pasillos del edificio cada vez que alguien abre una puerta. Hay trece hasta la calle y todas son lo suficientemente pesadas como para que no pueda abrirlas solo, aunque no puedo culparlo por su tenacidad. A veces hace que me plantee si no me estaré domesticando demasiado.

El caso es que los últimos dos meses han sido complicados: como no me llegaba con tener que cuidar de una humana, ahora paso mis días pendiente de que el recién llegado no se queme la cola paseando sobre los hornillos de la cocina, de que no llene de ramitas y pelusas ni la lavadora ni el microondas (por mucho que se empeñe no son rincones aptos para madrigueras) y de que no haga alpinismo por las cortinas (no porque tenga nada en contra del alpinismo, sino porque a base de comprobar empíricamente la ley de la gravedad una aprende que no todos los elementos decorativos de una casa están diseñados para trepar por ellos). ¿Cómo bellotas voy a mantener el blog actualizado si me tengo que ocupar constantemente de que uno de mis congéneres no muera electrocutado por meter frutos secos en un enchufe?

En definitiva, por muy encantadores que sean los progenitores de mi ama, bien se podían haber ahorrado la gracieta de aumentar el ratio de roedores/simio de nuestro hogar. Ahora entiendo mejor de dónde le sale a mi humana su vena un pelín tarambana. ¡Con lo cómoda que estaba yo siendo ardilla única!

Y no, no estoy en absoluto celosa. Aquí la ardilla alfa soy yo.

martes, 16 de mayo de 2017

Home & Dry (Literally)

Un día de marzo mi ama cogió las llaves de casa, cerró la puerta, giró el tambor en la cerradura hasta escuchar un chasquido y, por enésima vez, nos convertimos en protagonistas de aquel poema de Borges que ya he citado en otras entradas. Salvo que, en esta ocasión, cerrar una puerta hasta el fin del mundo supuso para nosotras un alivio y un estallido de alegría. En esta mudanza no hubo nostalgia anticipada, ni sentimientos de pérdida, ojos vidriosos o sabores agridulces. El polvo, la humedad y el frío que nos envenenaban el alma nos anularon la capacidad para enternecernos.

La ternura vendría después, cuando de pronto nos encontramos con siete pares de manos trasladando muebles, levantando cajas, ensamblando tablas y empaquetando objetos. Los ojos vidriosos los causaron la sorpresa, la admiración y la gratitud por la ayuda desinteresada de padres y amigos que en menos de doce de esas dos mil trescientas cincuenta y dos horas que llevamos calladas consiguieron transportar una casa entera. Creo que jamás me cansaré de repetir que la reciente mala fortuna inmobiliaria de mi humana se suple con creces con la suerte extraordinaria que tiene con los bípedos que se va encontrando por el camino.

En nuestro nuevo hogar no hay polvo, ni humedad, ni frío. Hemos cambiado la moqueta por el parquet y todavía no he visto bajar el termómetro de los veinte grados. Nuestras ventanas miran al sur y el edificio está bordeado de césped y de árboles a los que trepar. Cuando hace sol, los rayos vienen a comer con nosotras y, como les gusta el sofá y son un poco gorrones, se apoltronan en él hasta casi la hora de cenar. Mi ama ya no se inventa excusas para salir tarde del trabajo y yo ya no corro el riesgo de desarrollar moho en el pelaje. La vida ha dado un giro de 180 grados. En esta casita, por fin, somos felices.

Ahora que podemos ofrecer sábanas secas y toallas perfumadas, que tenemos muebles y que ya no nos avergonzamos de recibir invitados, puedo finalmente decir que se abre oficialmente la central de reservas de nuestro B&B para la temporada de verano. He aquí un extracto de nuestro folleto promocional:

Nuestras instalaciones están equipadas con todos los elementos imprescindibles para hacer que su estancia en Norfolk sea inolvidable. Nuestro experto personal estará encantado de asesorarle para planificar su traslado desde y hacia los aeropuertos más cercanos, y será un placer proporcionarle información adicional acerca de la oferta turística, cultural y gastronómica de Norwich y sus alrededores.

Volunti’s B&B ofrece planes flexibles, desde solo alojamiento a media pensión y pensión completa. Asimismo, disponemos de un servicio de acompañamiento para excursiones de media o de jornada completa. Si desea realizar una consulta o recibir más información puede ponerse en contacto con nosotros haciendo click aquí.

Alojamiento sujeto a disponibilidad. Abstenerse huéspedes alérgicos al pelo de ardilla.

The Sound of Silence

¿Cuántas horas de silencio caben en tres meses y medio? Pues unas dos mil trescientas cincuenta y dos (efectivamente, las he contado). Esto quiere decir que llevo demasiado tiempo callada y temo que, si sigo así, mis seis garras se agarroten –valga la redundancia– y pierdan la soltura taquigráfica que han ido adquiriendo desde que empecé a narrar las aventuras y desventuras de mi ama.

Sin embargo, en dos mil trescientas cincuenta y dos horas caben también muchísimas vivencias que explican que este roedor se haya mantenido alejado de la pantalla del portátil de su dueña casi en la misma medida que la dueña misma. De algunas de ellas, positivas y negativas, intentaré dar cuenta en las próximas líneas y en futuras entradas. En tres meses y medio ha habido desde crisis de hortalizas a casas nuevas, pasando por visitas de familiares y amigos, viajes y excursiones, picos de estrés o miserias y alegrías cotidianas.

Entre unas cosas y otras, casi sin sentirla, la primavera ha llegado a Norfolk. Los campos son de un verde tan intenso que sus tonos reverberan bajo la luz del sol, los cielos han recuperado el azul (a ratos), los árboles están cuajados de flores y hay narcisos por todas partes. Creo que hasta mi ama está retoñando un poco. Un día de estos tendré que pensar seriamente en podarla. 

Ahora le toca el turno a este blog. 


domingo, 5 de febrero de 2017

A Monarch Calls

Desde que la tengo a mi cargo son contadas las ocasiones en las que he acompañado a mi ama al trabajo. Ella dice que una oficina no es lugar para una ardilla y yo opino que es fantástico que la tengan vigilada ocho horas al día en una guardería para simios adultos. Suficiente trabajo me da ya el resto del tiempo.
El caso es que el viernes de la semana pasada ambas hicimos una excepción a esta regla no escrita y por primera vez puse mis patas sobre la moqueta de su lugar de trabajo. Lo hice de bastante mal humor, por cierto, porque mi dueña me había hecho levantarme a las seis y media de la mañana para cruzar un Norwich helado. Ella tendrá suelas de poliuretano, pero mis garras no son antideslizantes.
Tras desearle buenos días a un bípedo de 2x2 metros y ojos azules con chaleco oscuro (cuya pertenencia a los cuerpos de seguridad isleños resultaba evidente hasta para un roedor de 30 centímetros) mi humana optó por enarbolar su tarjeta de empleada para evitar que la mirasen con suspicacia el resto de bípedos con complejo de armario ropero que nos cruzamos en los doscientos metros que nos faltaban por recorrer.
Por extraño que pueda parecer, todos estos señores no estaban allí para detenernos a nosotras, pese a que mi ama bien hubiera podido merecer ser acusada de maltrato animal por pasearse con roedores muertos de sueño: estaban muy ocupados asegurándose de que el perímetro del edificio donde trabaja mi simia no supusiese una amenaza para la visitante que debía acudir aquel día.
Paréntesis aclaratorio: según parece los isleños rinden pleitesía a una humana venerable y nonagenaria que supuestamente lleva las riendas del país. Y digo supuestamente porque yo, con mi simplismo sociopolítico ardillil, todavía no he logrado entender del todo para qué valen estos humanos con coronas que proliferan en las naciones en las que ha residido mi ama.
El caso es que la bípeda coronada de esta isla se despertó un día con ganas de dar una vuelta por Norwich, así que alguien descolgó un teléfono, se inventó un nombre en clave y todos en la oficina de mi dueña se volvieron locos. Como no podía ser menos, mi dueña se sumó a la demencia general (por esto de integrarse, supongo) y consideró que su roedor de cabecera tenía que estar presente en tan magno evento.  
He de decir que el magno evento empezó siendo un aburrimiento absoluto. Mi dueña se pasó dos horas y media en pie tras una mesa sonriendo a desconocidos que lo único que tenían en común era la etiqueta roja que ella les fue pegando en la solapa mientras impartía las mismas indicaciones una y otra vez, de las cuales ahora solo recuerdo que el uso de los excusados estaba permitido únicamente hasta una hora determinada. Desde la bolsa de tela que me ocultaba yo observaba y escuchaba todo con creciente desconcierto: ¿por qué estaban clasificando a los simios por colores? Los había verdes, azules, rojos, amarillos… por un momento creí que la insigne invitada venía a echar una partida de parchís con sus súbditos. Habría sido curioso verla contar veinte tras comerse a uno de los asistentes.
El misterio se aclaró al cabo de un rato: a una hora pactada se escuchó por los altavoces una señal y los humanos se fueron ubicando en diferentes puntos del espacio en función del color del distintivo que se les había entregado. Mi dueña, que llevaba su correspondiente pegatina, los siguió a los pocos minutos tras cerciorarse de que no se le había quedado atrás ningún bípedo acromático. En el exterior, una masa de simios armados con banderitas se agolpaba contra unas vallas de contención situadas del otro lado de la carretera. Una vez ocupada nuestra posición saqué la cabeza por el extremo de la bolsa para no perderme detalle. La gente sacó sus móviles, guardó silencio y esperó.
Y siguió esperando.
Y esperó un poquito más.
De pronto, la tensión de la expectación se quebró por la cadencia regular marcada por un tambor de madera. Ante la puerta, dos guerreros corpulentos vestidos con una especie de falda de paja, descalzos y con el pecho desnudo cubierto de aceite, desafiaban estoicamente al frío helador armados con sus bastones ceremoniales. Las banderitas del otro lado del asfalto empezaron a agitarse frenéticamente y desde dentro supimos que la comitiva se aproximaba.
En ese preciso instante los cielos se abrieron y un rayo de sol iluminó la llegada de un todoterreno de donde descendió una figura vestida de fucsia. Hubo murmullos entre el público que me rodeaba. Dos minihumanas hechas un manojo de nervios se acercaron a la figura y le hicieron entrega de un ramo de flores blancas que al rato estaba en poder de la dama de honor de la soberana. El tambor siguió sonando unos segundos más pero su sonido se interrumpió al poco. Volvió a hacerse el silencio mientras la bípeda fucsia franqueaba el umbral del vestíbulo y se aproximaba a una fila de personas a las que fue saludando sin prisa pero sin pausa. Después se acercó a una gran canoa situada a la izquierda del mostrador de entrada y se detuvo brevemente para que un grupo de bípedos entonase un cántico de bienvenida. Al término del mismo fue conducida a un pequeño artilugio móvil y ella, su dama de honor y el resto de simios autorizados a permanecer en su presencia fueron desapareciendo paulatinamente de nuestra vista a una velocidad exasperantemente lenta. El sombrero negro y rosa fue lo último que vimos de Su Majestad.
Y eso fue todo.
De hecho, he tardado más tiempo en redactar los párrafos anteriores del que transcurrió entre la llegada del todoterreno (un vehículo decepcionantemente prosaico para un visitante regio, todo sea dicho) y la bajada en ascensor (ahora que lo pienso: ¿cuando estos trastos van hacia abajo no deberían llamarse descensores?). ¿Para esto la sacan a una de su madriguera de mantas y cojines?  
Me parece que yo no fui la única que se quedó levemente insatisfecha porque en la mirada de mi ama pude leer un reprimido “¿Esto es todo?” que se guardó mucho de expresar en voz alta, no sé si por no dar la sensación de no haber apreciado convenientemente la merced de haber respirado el mismo aire acondicionado que el más prominente miembro de la realeza de su país de acogida, o si simplemente se calló porque no quería llevarse un arañazo recriminatorio cortesía de las gélidas garras de su roedor favorito. En cambio, los más de ciento cincuenta bipeditos que se quedaron en el exterior, soportando pacientemente la helada, verbalizaron su confusión con bastante más eficacia que cualquiera de nosotras: “¿Esa es la reina? Pero, ¿y su corona?”.
El caso es que menos de una hora después mi dueña y yo presenciamos cómo el todoterreno con banderitas se esfumaba por el ventanal trasero de nuestro edificio con la misma celeridad con la que llegó. Dentro llevaba a una bípeda bajita y menuda, muy anciana, de tez blanca y aspecto frágil que, pese a su edad, se mueve con bastante ligereza. Tal y como vinieron, los humanos talla XXL que llevaban todo el día patrullando por dentro y por fuera del edificio se volatilizaron y la vida recuperó su pulso tras la taquicardia de las horas anteriores. Mi ama pasó la mayor parte de la tarde en un estado rayano en la catatonia sin que ella misma fuese capaz de explicarse por qué estaba tan agotada. No fue la única. Sospecho que aquel día en su oficina nadie fue capaz de recuperar la concentración. No tenía ni idea de que la exposición al fuscia pudiera tener efectos tan demoledores sobre los humanos.
Así fue nuestro fugaz encuentro con la nobleza. Mi humana se quedó sin la oportunidad de preguntarle a la reina si le sobraba algún palacio sin humedades y yo seguí sin entender qué tienen de especial los simios coronados, especialmente cuando su cabeza ni siquiera está ocupada sosteniendo la corona en cuestión.
Sin embargo, quizás la experiencia haya resultado útil al fin y al cabo: dicen que la monarca isleña se viste de colores brillantes porque, en caso de emergencia, sería más sencillo identificarla entre la multitud y ponerla a salvo. Se me ha ocurrido que a lo mejor yo debería aplicarme el cuento y empezar a llevar accesorios llamativos para ahorrarme algún que otro pisotón intempestivo. Volunti, la primera ardilla de Norfolk con chaleco reflectante. 
God save the squirrel!

Crédito Imagen: Daily Mail

domingo, 22 de enero de 2017

The Chronicles of Anglia

Esta es la crónica del descenso hacia la noche.
Esta es la crónica del frío incapacitante que no permite apartarse del radiador, ni quitarse el abrigo, ni levantarse de la cama.
Esta es la crónica de ropa húmeda en armarios y lechos, templada con secadores de pelo y radiadores.
Esta es la crónica de un agua tan helada que duelen las manos al tocarla y la garganta al beberla.
Esta es la crónica de las horas extras voluntarias y del inventar excusas para retrasar el momento de irse a casa.
Esta es la crónica de dedos tan ateridos que son incapaces de extraer una tarjeta de crédito del cajero.
Esta es la crónica del dolor contra un suelo de cemento, del no poder andar. Del no poder bailar.
Esta es la crónica de los bultos distantes, las manchas traidoras, los latidos truncados.
Esta es la crónica de la extenuación, de la duermevela constante, de amaneceres anquilosados y crujientes.
Esta es la crónica de los ojos vidriosos sin previo aviso y sin picar cebolla, de la duda, de la angustia, de la frustración y de la desesperanza.
Esta es la crónica de la ardilla que prefirió callarse a encadenar retahílas de cosas tristes.

Esta es la crónica del ascenso hacia la luz.
Esta es la crónica de sábanas cálidas, de ropa seca, de noches serenas.
Esta es la crónica de las duchas sin tiritar y de los grifos monomando.
Esta es la crónica de amaneceres cada vez más madrugadores y de atardeceres progresivamente tardíos.
Esta es la crónica de las sorpresas de bienvenida, de las manos tendidas y las palabras de aliento.
Esta es la crónica de los (a)brazos que deshielan almas y sanan cuerpos.
Esta es la crónica de corazas invisibles pero inquebrantables con las que blindarse de las ventiscas, de las goteras, de la indiferencia y del moho.
Esta es la crónica de una anciana que envió estrellas de papel con las que fabricar escaleras para observar el cielo. Es la crónica de una nieta que no halló un modo distinto, o mejor, de decir adiós.
Esta es la crónica del aprendizaje y del crecimiento, de la humildad, del agradecimiento.
Esta es la crónica del retorno de los sueños con los que imaginar hogares en los que merecer ser feliz y de las palabras con las que describirlos.
Esta es la crónica de una ardilla testaruda e inconformista que no está dispuesta a permitir que su ama se pierda en el frío y la oscuridad.