domingo, 5 de febrero de 2017

A Monarch Calls

Desde que la tengo a mi cargo son contadas las ocasiones en las que he acompañado a mi ama al trabajo. Ella dice que una oficina no es lugar para una ardilla y yo opino que es fantástico que la tengan vigilada ocho horas al día en una guardería para simios adultos. Suficiente trabajo me da ya el resto del tiempo.
El caso es que el viernes de la semana pasada ambas hicimos una excepción a esta regla no escrita y por primera vez puse mis patas sobre la moqueta de su lugar de trabajo. Lo hice de bastante mal humor, por cierto, porque mi dueña me había hecho levantarme a las seis y media de la mañana para cruzar un Norwich helado. Ella tendrá suelas de poliuretano, pero mis garras no son antideslizantes.
Tras desearle buenos días a un bípedo de 2x2 metros y ojos azules con chaleco oscuro (cuya pertenencia a los cuerpos de seguridad isleños resultaba evidente hasta para un roedor de 30 centímetros) mi humana optó por enarbolar su tarjeta de empleada para evitar que la mirasen con suspicacia el resto de bípedos con complejo de armario ropero que nos cruzamos en los doscientos metros que nos faltaban por recorrer.
Por extraño que pueda parecer, todos estos señores no estaban allí para detenernos a nosotras, pese a que mi ama bien hubiera podido merecer ser acusada de maltrato animal por pasearse con roedores muertos de sueño: estaban muy ocupados asegurándose de que el perímetro del edificio donde trabaja mi simia no supusiese una amenaza para la visitante que debía acudir aquel día.
Paréntesis aclaratorio: según parece los isleños rinden pleitesía a una humana venerable y nonagenaria que supuestamente lleva las riendas del país. Y digo supuestamente porque yo, con mi simplismo sociopolítico ardillil, todavía no he logrado entender del todo para qué valen estos humanos con coronas que proliferan en las naciones en las que ha residido mi ama.
El caso es que la bípeda coronada de esta isla se despertó un día con ganas de dar una vuelta por Norwich, así que alguien descolgó un teléfono, se inventó un nombre en clave y todos en la oficina de mi dueña se volvieron locos. Como no podía ser menos, mi dueña se sumó a la demencia general (por esto de integrarse, supongo) y consideró que su roedor de cabecera tenía que estar presente en tan magno evento.  
He de decir que el magno evento empezó siendo un aburrimiento absoluto. Mi dueña se pasó dos horas y media en pie tras una mesa sonriendo a desconocidos que lo único que tenían en común era la etiqueta roja que ella les fue pegando en la solapa mientras impartía las mismas indicaciones una y otra vez, de las cuales ahora solo recuerdo que el uso de los excusados estaba permitido únicamente hasta una hora determinada. Desde la bolsa de tela que me ocultaba yo observaba y escuchaba todo con creciente desconcierto: ¿por qué estaban clasificando a los simios por colores? Los había verdes, azules, rojos, amarillos… por un momento creí que la insigne invitada venía a echar una partida de parchís con sus súbditos. Habría sido curioso verla contar veinte tras comerse a uno de los asistentes.
El misterio se aclaró al cabo de un rato: a una hora pactada se escuchó por los altavoces una señal y los humanos se fueron ubicando en diferentes puntos del espacio en función del color del distintivo que se les había entregado. Mi dueña, que llevaba su correspondiente pegatina, los siguió a los pocos minutos tras cerciorarse de que no se le había quedado atrás ningún bípedo acromático. En el exterior, una masa de simios armados con banderitas se agolpaba contra unas vallas de contención situadas del otro lado de la carretera. Una vez ocupada nuestra posición saqué la cabeza por el extremo de la bolsa para no perderme detalle. La gente sacó sus móviles, guardó silencio y esperó.
Y siguió esperando.
Y esperó un poquito más.
De pronto, la tensión de la expectación se quebró por la cadencia regular marcada por un tambor de madera. Ante la puerta, dos guerreros corpulentos vestidos con una especie de falda de paja, descalzos y con el pecho desnudo cubierto de aceite, desafiaban estoicamente al frío helador armados con sus bastones ceremoniales. Las banderitas del otro lado del asfalto empezaron a agitarse frenéticamente y desde dentro supimos que la comitiva se aproximaba.
En ese preciso instante los cielos se abrieron y un rayo de sol iluminó la llegada de un todoterreno de donde descendió una figura vestida de fucsia. Hubo murmullos entre el público que me rodeaba. Dos minihumanas hechas un manojo de nervios se acercaron a la figura y le hicieron entrega de un ramo de flores blancas que al rato estaba en poder de la dama de honor de la soberana. El tambor siguió sonando unos segundos más pero su sonido se interrumpió al poco. Volvió a hacerse el silencio mientras la bípeda fucsia franqueaba el umbral del vestíbulo y se aproximaba a una fila de personas a las que fue saludando sin prisa pero sin pausa. Después se acercó a una gran canoa situada a la izquierda del mostrador de entrada y se detuvo brevemente para que un grupo de bípedos entonase un cántico de bienvenida. Al término del mismo fue conducida a un pequeño artilugio móvil y ella, su dama de honor y el resto de simios autorizados a permanecer en su presencia fueron desapareciendo paulatinamente de nuestra vista a una velocidad exasperantemente lenta. El sombrero negro y rosa fue lo último que vimos de Su Majestad.
Y eso fue todo.
De hecho, he tardado más tiempo en redactar los párrafos anteriores del que transcurrió entre la llegada del todoterreno (un vehículo decepcionantemente prosaico para un visitante regio, todo sea dicho) y la bajada en ascensor (ahora que lo pienso: ¿cuando estos trastos van hacia abajo no deberían llamarse descensores?). ¿Para esto la sacan a una de su madriguera de mantas y cojines?  
Me parece que yo no fui la única que se quedó levemente insatisfecha porque en la mirada de mi ama pude leer un reprimido “¿Esto es todo?” que se guardó mucho de expresar en voz alta, no sé si por no dar la sensación de no haber apreciado convenientemente la merced de haber respirado el mismo aire acondicionado que el más prominente miembro de la realeza de su país de acogida, o si simplemente se calló porque no quería llevarse un arañazo recriminatorio cortesía de las gélidas garras de su roedor favorito. En cambio, los más de ciento cincuenta bipeditos que se quedaron en el exterior, soportando pacientemente la helada, verbalizaron su confusión con bastante más eficacia que cualquiera de nosotras: “¿Esa es la reina? Pero, ¿y su corona?”.
El caso es que menos de una hora después mi dueña y yo presenciamos cómo el todoterreno con banderitas se esfumaba por el ventanal trasero de nuestro edificio con la misma celeridad con la que llegó. Dentro llevaba a una bípeda bajita y menuda, muy anciana, de tez blanca y aspecto frágil que, pese a su edad, se mueve con bastante ligereza. Tal y como vinieron, los humanos talla XXL que llevaban todo el día patrullando por dentro y por fuera del edificio se volatilizaron y la vida recuperó su pulso tras la taquicardia de las horas anteriores. Mi ama pasó la mayor parte de la tarde en un estado rayano en la catatonia sin que ella misma fuese capaz de explicarse por qué estaba tan agotada. No fue la única. Sospecho que aquel día en su oficina nadie fue capaz de recuperar la concentración. No tenía ni idea de que la exposición al fuscia pudiera tener efectos tan demoledores sobre los humanos.
Así fue nuestro fugaz encuentro con la nobleza. Mi humana se quedó sin la oportunidad de preguntarle a la reina si le sobraba algún palacio sin humedades y yo seguí sin entender qué tienen de especial los simios coronados, especialmente cuando su cabeza ni siquiera está ocupada sosteniendo la corona en cuestión.
Sin embargo, quizás la experiencia haya resultado útil al fin y al cabo: dicen que la monarca isleña se viste de colores brillantes porque, en caso de emergencia, sería más sencillo identificarla entre la multitud y ponerla a salvo. Se me ha ocurrido que a lo mejor yo debería aplicarme el cuento y empezar a llevar accesorios llamativos para ahorrarme algún que otro pisotón intempestivo. Volunti, la primera ardilla de Norfolk con chaleco reflectante. 
God save the squirrel!

Crédito Imagen: Daily Mail