miércoles, 21 de junio de 2017

Happy Unbirthday

Es curiosa la forma que tienen los simios de conmemorar el paso del tiempo. Celebran los aniversarios de los acontecimientos importantes de sus vidas como los nacimientos, las defunciones, los matrimonios, los primeros besos, las liberaciones de ejércitos enemigos o cualquier otra efeméride relevante que se les ocurra. Para una ardilla cuyas jornadas se desgranan siempre del mismo modo, la obsesión bípeda por las clepsidras ha sido siempre uno de los aspectos más complicados de entender.

Entre tanto monumento a la memoria privada y colectiva, hay un fenómeno que he observado repetidamente desde que me incorporé a las idas y venidas de mi ama: los dobles cumpleaños. Todo bípedo tiene una fecha de nacimiento oficial, esa que aparece meticulosamente registrada en sus partidas de bautismo, pasaportes y documentos de identidad. Algunos simios, no obstante, poseen también un fecha oficiosa. Mi dueña, sin ir más lejos, es una de ellas. Pero tal vez debería explicarme mejor.

Hay una pregunta que se repite con mucha frecuencia entre los simios migratorios, independientemente del país en el que vivan: “¿cuánto llevas aquí?/¿Cuándo llegaste?”. Quizás la única excepción a la regla, por el momento, sea Dinamarca, donde el interrogante se invierte y se transforma en “¿Cuánto tiempo piensas quedarte?”. Se trata de una curiosidad razonable porque es un modo de estimar el grado de adaptación al entorno o de inexperiencia de tu interlocutor. Lo que me llama poderosamente la atención son las tipologías de respuesta: la mayoría de las ocasiones se contesta con una fecha concreta (“Llegué el 14 de octubre de 2009) o se expresa el tiempo que falta hasta llegar a dicha fecha (El 31 de mayo hará dos años que me vine). La precisión con la que se cita el dato resulta llamativa; solamente faltan la hora y el número de vuelo para poder reconstruir íntegramente el periplo de ida.  

Como tantos otro bípedos, la humana que custodio posee sus propias efemérides viajeras. Varias, de hecho, porque si se para a pensarlo todavía es capaz de recordar los días exactos en los que llegó a Nueva York, a Venecia o a Copenhague, y los días en los que se marchó. Así es como surgen los segundos cumpleaños de las personas: reiniciando tu vida una o varias veces.

Los humanos deslocalizados son unos excelentes contables de tiempo. Sospecho que dejar tu mundo atrás es un evento lo suficientemente destacado como para justificar que las cuentas se lleven al milímetro. De hecho, me pregunto hasta qué punto esas fechas no marcan el aterrizaje en una nueva realidad, sino la partida del hogar (señalan ambas cosas, desde luego, pero probablemente los porcentajes no sean equitativos). Intuyo, también, que no perder el hilo de la ausencia es una forma de mantener un vínculo mental con esa tierra que sigue latiendo del otro lado de la ventanilla. Aferrarse al punto de inflexión es un mecanismo profundamente simio porque no hay nada más humano que intentar aprehender lo inaprehensible.

Por otro lado, ignoro si tras una estancia prolongada los calendarios llegan a difuminarse de tal manera que resulta imposible recordar cuándo se produjo el cruce de fronteras. No me sorprende que a mi dueña le de un poco de miedo averiguar los efectos de los relojes sobre los almanaques: teme que el intervalo entre la fecha de inicio y el presente se distancien tanto que deje de tener sentido contabilizar su duración. Ella también es de esas personas que responde a las dos preguntas citadas más arriba con una fecha determinada. En su cabeza, perder la cuenta equivaldría a una renuncia tácita al retorno. Ya ven ustedes, ni siquiera como emigrante es original.

Hoy se cumple un año de nuestra llegada a Norwich. Hace 365 días solicité para mi ama un cargamento de migas con las que no perderse por el camino. Poco sabía yo que aquella era también una petición nutricional porque en esta isla no saben hacer pan de verdad, pero ese es otro tema. De lo que no era consciente entonces era de que estaba enfocando las cosas del modo equivocado: los recuentos no deberían hacerse progresiva sino regresivamente. No se trata de ir sumando momentos de ausencia a partir de una fecha concreta; el juego no consiste en decir “hoy hace tanto que me fui”, sino al revés. Nuestro corte tuvo lugar el 20 de junio de 2016 y desde ese día lo que deberíamos hacer es descontar: cada veinticuatro horas falta una jornada menos para el retorno definitivo, sea cuando sea, transcurran meses o años. Puede parecer una distinción irrelevante en lo que al tiempo transcurrido se refiere, pero entre ambas oraciones hay una diferencia fundamental: la primera mira hacia atrás con nostalgia; la segunda, hacia adelante con esperanza.

Así pues, hoy no hace un año que nos marchamos.

Hoy queda un año menos para que volvamos.

[Por mi parte, este otoño cumpliré cinco años persiguiendo a mi humana, y no sé qué me inquieta más, si el llevar tanto tiempo en compañía de semejante engendro disfuncional o el estarme humanizando hasta el punto de haber hecho los cálculos – la cosa es que, por ahora, no me sale decir “quedan cinco años menos para librarme de ella”].  

domingo, 11 de junio de 2017

Grocery Shopping (II)

Los lectores asiduos de este blog recordarán que en una entrada reciente narré las fatigas que pasamos a principios de este año a causa de la crisis de verduras y hortalizas que recorrió la isla y cómo, a consecuencia de ello, mi dueña se transformó en coleccionista de calabacines.

Esto último, en realidad, no es completamente exacto: el ansia acumuladora de mi humana no es nueva, como sabrá cualquiera que la conozca personalmente. Mi simia colecciona cosas de lo más variopintas, desde libros a variedades de té, pasando por puntos de lectura o postales, y cosas completamente innecesarias, como tarritos de cristal vacíos, velas perfumadas que nunca se acuerda de encender o un sinfín de cajitas de lentillas (solamente tiene dos ojos, ¡¿cuántos envases pretende usar simultáneamente?!).

En el caso que nos ocupa esta tendencia congénita se traduce en la necesidad constante de hacer acopio de vituallas. No importa que la despensa ya esté llena para el resto de la semana: siempre habrá sitio para otras tres latas de atún, medio kilo de kiwis y un kilo de arroz, no vaya a ser que se le terminen al mismo tiempo el arborio y el basmati y encima aparezcan invitados a cenar. ¡Tal eventualidad supondría una deshonra para ella! Pese a todo, debo decir en defensa de mi bípeda que rara vez se le pone algo malo, aunque no es la primera vez que algún amigo, una servidora y SinNombre (sí, todavía no hemos bautizado a la ardilla roja, ¡necesitamos ideas!) le echamos una mano para acabar existencias.

Entre sus rituales de abastecimiento habituales, mi dueña ha adoptado la costumbre de comprar una vez al mes a través del portal de una cadena de supermercados isleña que le trae el pedido a casa. Suele aprovechar para encargar los artículos más pesados con el objetivo de ahorrarse cargar con ellos a la espalda. Hasta aquí todo bien. El problema surge cuando las personas responsables de gestionar las solicitudes de los clientes cometen algún error y la clienta en cuestión es mi humana, porque entonces una simple transacción comercial deviene en sainete o en tragedia griega, según.

Situémonos en un tranquilo lunes por la noche. Mi ama ha vuelto de nadar, sus ardillas dormitan plácidamente en el sofá y la cena está casi lista. El repartidor del supermercado llama al telefonillo, llega hasta nuestra puerta, entrega a mi bípeda la lista de artículos y ella recoge uno por uno sus cartones de leche, las redes de naranjas y los pomelos que ha adquirido esa semana. El repartidor y ella se dan las gracias mutuamente, como es prescriptivo en este país, y cada uno retorna a sus respectivas ocupaciones.

Dos días más tarde en el extracto bancario de mi simia aparece un cargo adicional a nombre del supermercado que no se corresponde con ningún pedido reciente. Tras una somera investigación, mi dueña repara en que en el justificante entregado por el repartidor, y que ella no leyó detenidamente en su momento, pone que le han servido 49 kilos de pomelos y por lo tanto le están cobrando la diferencia con respecto a su pedido original. 49 kilos, no obstante, repartidos en las siete unidades que encargó, es decir, que basándonos en los cálculos del supermercado cada pomelo pesa siete kilos.

Siendo evidente que ni nuestra nevera ni mi bípeda habrían sido capaces de soportar tamaña carga, esta última se apresuró a llamar a la centralita de atención al cliente para dar parte de la situación. Tras media hora de explicaciones y de mucha confusión por parte de la pobre telefonista que no acababa de entender que sus compañeros nos hubiesen entregado un cargamento de pomelos de plomo, mi dueña logró que le pidiesen disculpas y le devolviesen el importe cobrado por equivocación.

Unas semanas más tarde mi simia volvió a realizar un pedido online. Confiada en que el error se habría subsanado a raíz de su llamada, encargó nuevamente provisiones de pomelos pero esta vez, escarmentada, comprobó el justificante de compra que le enviaron por correo electrónico unas horas antes del reparto. Para su sorpresa, ahora sus ocho pomelos pesaban 64 kilos y los del supermercado se habían quedado tan anchos. Además, la inmediata llamada a la centralita resultó ser completamente inútil porque la telefonista la informó amablemente de que hasta que no se hubiese efectuado el reparto ellos no podían hacer nada al respecto.

Ante semejante despropósito, cuando los repartidores llegaron aquella noche a nuestra puerta mi bípeda les explicó amablemente que no estaba interesada en 64 kilos de fruta y que por lo tanto prefería no aceptar esa parte del pedido. Los repartidores consideraron bastante justo que una de sus clientas no desease llenar su casa de cítricos, y procedieron a notificar la devolución del producto. Mientras ellos conversaban, yo intentaba imaginarme cómo serían los árboles de los que pendiesen tales frutas, dado que a ocho kilos por pieza las ramas deberían ser como mínimo de acero. De hecho, llegué a la conclusión de que casi era una pena que no nos hubiesen traído de verdad 64 kilos de pomelos porque al precio que nos los cobraban aún podríamos haberlos revendido y sacado beneficio.  

Entonces, en un giro inesperado de los acontecimientos, tras gestionar la devolución de la compra ambos repartidores le dijeron a mi dueña que ya que los ocho pomelos de la discordia habían salido del centro de distribución podía quedárselos como disculpa por las molestias. Mi ama se mostró renuente a aceptarlos porque le parecía poco ético quedarse con un producto que acababan de reembolsarle (y porque recelaba de que acabasen acusándola de apropiarse de la mitad de las existencias de cítricos de East Anglia), pero acabaron por convencerla.

Desde esta aventura, y ante el riesgo de que los del supermercado aparezcan con un volquete lleno de fruta, mi ama ha dejado de comprar pomelos online. Su rutina de aprovisionamiento presencial ahora supone algo más de peso, pero al menos todavía no le han vendido una manzana de diez kilos. 

Hace dos semanas nos trajeron nuestro último pedido a domicilio. La ceremonia fue la misma de siempre y, dado que no compramos pomelos, mi ama se detuvo a charlar animadamente con el repartidor, quien le hizo entrega de la lista de artículos y le tendió la PDA para que firmase la recepción de los mismos. Entre otras cosas, habíamos encargado ocho litros de leche. Llegaron siete. Mi humana estaba tan entretenida parloteando que no se dio cuenta del fallo cuando aceptó la entrega, así que en esta ocasión no puede reclamar.

Dicen, y suscribo, que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Mi simia no solo da tres o cuatro traspiés en el mismo canto rodado, sino que además lo recoge y se lo lleva para casa. ¿No hablábamos antes de coleccionismos innecesarios? ¡Por lo menos las cajas de lentillas tienen cierta utilidad!