miércoles, 19 de julio de 2017

Antaeus

Ha llegado el momento. Es de nuevo esa época del año. Hay días en los que las mañanas amanecen soleadas, con cielos profundos que invitan a escrutar el horizonte en busca de presentimientos marinos y con ráfagas de viento templado que hablan con voz de gaviota. Días de atardeceres pausados y dilatados pintados de amarillo en los que la vida parece relajarse y respirar hondo mientras los rayos de luz se cuelan irregularmente entre el follaje a la orilla del río.

Es el momento de las intuiciones de alegrías inminentes, de las visiones en sueños, del anhelo de paisajes, brazos y sabores, de los gritos silenciosos que nos llaman a 2000 kilómetros de distancia y de los sedales invisibles que tiran de nosotras desde el extremo primigenio de la caña. Es la estación de las golondrinas que se lanzan en picado cual proyectiles emplumados y de las humanas disociadas que navegan por su rutina sin apenas rozar el suelo.

Queda todavía una semana hasta el próximo martes. Faltan siete días, ochenta largos acuáticos, veinticuatro kilómetros pedaleando, tres horas de autobús y dos horas y media de vuelo. Y todas estas cifras, absolutamente todas, son irrelevantes porque desde hace días el espíritu de mi ama está custodiando un pedacito del suelo de la plaza en la que no pudo estar el año pasado. Su presente le importa bastante menos que ese retazo de futuro que se perfila ante ella como una promesa de que su ciudad -su eje- aún la espera. Serán ese suelo y esa piedra los que la mantendrán en pie los próximos 365 días porque mi dueña, pese a que mida mucho menos que un gigante, merecería llamarse Anteo

jueves, 6 de julio de 2017

A Midsummer Night's Dream

El verano ha llegado a Norwich. O eso dicen porque, al menos nominalmente, en esta isla también cambian de estación traspasada la frontera del solsticio. Que la estación en cuestión se entere del cambio y actúe en consecuencia ya es harina de otro costal. Las temperaturas otoñales y la mojadura que se agarró mi dueña sobre su bici la semana pasada dan fe de que, como en tantas otras áreas, los isleños son expertos en marketing climatológico. Pero hoy no estoy aquí para hablar del tiempo. Por mucho que sea el deporte nacional británico hay temas mucho más interesantes que tratar como, por ejemplo, la luz.

Cuando estábamos en Dinamarca mi dueña dio por hecho que jamás viviría en un lugar tan al norte y, por ende, con una oscilación tan grande entre las horas de luz y las horas de oscuridad. Para marcar tal hecho, y a modo de despedida, en la noche más corta del año decidió permanecer despierta y dar la bienvenida al amanecer junto a la Sirenita a eso de las 4 y media de la mañana. 

Dos años median entre aquel solsticio y ahora y, como entonces, este junio mi ama intentó repetir la hazaña la víspera de San Juan para compensar el no tener una triste hoguera que llevarse a los pies. Fracasó. El agotamiento de la semana pudo con ella y claudicó a las tres de la mañana, tan solo hora y media antes del amanecer.

La cuestión es que mi humana, que creía que tal vez nunca tendría otra oportunidad de experimentar una noche tan corta, se equivocaba (para variar). Hoy, 6 de julio, la diferencia en cantidad de horas de luz entre Copenhague y Norwich es tan solo de 35 minutos. Menos mal que no se gana la vida como pitonisa...

Vivir dos inicios de verano en estas condiciones ambientales hace que esta ardilla se plantee ciertas cosas. Me parece que es la primera ocasión en mi vida de roedor que recibo la llegada del estío con cierta melancolía porque soy más consciente que antes de que a partir de ahora los días van a ir menguando velozmente hasta las largas noches de diciembre y enero. También siento como pocas veces la urgencia de aprovechar cada momento de luz porque lo percibo como un bien escaso y, pese a que no soy animal de zonas cálidas, confieso que yo también aguardo con impaciencia nuestro próximo regreso a la tierra natal de mi bípeda, donde las jornadas terminarán aún más tarde que aquí.

Esto me lleva, precisamente, al siguiente punto del orden del día: la distribución lumínica por horas. Como es bien sabido, la patria de mi dueña y esta isla se rigen por husos horarios distintos. En tiempos recientes ha habido cierta controversia respecto a este asunto puesto que, si nos atenemos a la geografía, ambas naciones deberían vivir en el mismo huso. Algunas voces peninsulares han propuesto adoptar el horario isleño en aras de una mayor armonía con los ciclos naturales del día y la noche con el objetivo de modificar ciertos hábitos de conducta nacionales.

Actualmente en Norwich amanece sobre las 4:30 de la mañana. Esto implica que hay luz desde muy temprano y, por segundo año consecutivo, los patrones de sueño de mi dueña (y los míos) están alterados aproximadamente desde marzo. Nos despertamos con mucha mayor frecuencia durante la noche y, cuando nuestro cerebro percibe que hay luz alrededor, nos impele a activarnos y a ponernos en pie aunque no hayamos descansado lo suficiente. Nunca la había visto llegar al trabajo veinte minutos antes de la hora simplemente porque se aburre en casa.

Lo más peliagudo de este asunto, al margen de que tengamos los biorritmos revolucionados, es el modo de vida isleño: transcurre completamente a espaldas de las fluctuaciones lumínicas. Esto implica que cuando un bípedo rosita abre su café en verano, a eso de las 10 de la mañana, ya lleva desperdiciadas cinco horas y media de día y cuando lo cierra para irse a su casa, sobre las 17, le quedan aún más de tres horas y media de luz. Por la tarde aún es factible que se salga a tomar algo en el jardín de algún pub, pero la absoluta inutilidad de las horas iniciales del día me resulta profundamente frustrante, especialmente sabiendo que tenemos entre garras un bien escaso.

Por todo esto, y tras darle muchas vueltas, he llegado a la siguiente conclusión: estoy de acuerdo con aquellos que sostienen que la patria de mi dueña y nuestra isla deberían estar en el mismo huso horario. No obstante, he aquí una propuesta innovadora: ¡hagamos que sea la isla la que adopte el huso continental! De ese modo en verano amanecerá a las 5:30 y anochecerá a las 22:30, todos dormiremos mejor y desperdiciaremos menos luz que nadie emplea provechosamente. A fin de cuentas, considerando que aquí lo del invierno no tiene mucho arreglo, por lo menos enmendemos el verano. A lo mejor, si empezamos por ahí, el día menos pensado la estación nos sorprende y por fin empieza a comportarse como tal.