El verano ha llegado a Norwich. O eso dicen porque, al menos
nominalmente, en esta isla también cambian de estación traspasada la frontera
del solsticio. Que la estación en cuestión se entere del cambio y actúe en
consecuencia ya es harina de otro costal. Las temperaturas otoñales y la mojadura
que se agarró mi dueña sobre su bici la semana pasada dan fe de que, como en tantas otras áreas, los isleños son expertos en marketing climatológico. Pero hoy no estoy
aquí para hablar del tiempo. Por mucho que sea el deporte nacional británico hay
temas mucho más interesantes que tratar como, por ejemplo, la luz.
Cuando estábamos en Dinamarca mi dueña dio por hecho que
jamás viviría en un lugar tan al norte y, por ende, con una oscilación tan
grande entre las horas de luz y las horas de oscuridad. Para marcar tal hecho, y
a modo de despedida, en la noche más corta del año decidió permanecer despierta
y dar la bienvenida al amanecer junto a la
Sirenita a eso de las 4 y media de
la mañana.
Dos años median entre aquel solsticio y ahora y, como
entonces, este junio mi ama intentó repetir la hazaña la víspera de San Juan para
compensar el no tener una triste hoguera que llevarse a los pies. Fracasó. El
agotamiento de la semana pudo con ella y claudicó a las tres de la mañana, tan
solo hora y media antes del amanecer.
La cuestión es que mi humana, que creía que tal vez nunca
tendría otra oportunidad de experimentar una noche tan corta, se equivocaba
(para variar). Hoy, 6 de julio, la diferencia en cantidad de horas de luz entre
Copenhague y Norwich es tan solo de 35 minutos. Menos mal que no se gana la
vida como pitonisa...
Vivir dos inicios de verano en estas condiciones ambientales
hace que esta ardilla se plantee ciertas cosas. Me parece que es la primera ocasión en mi vida de roedor que recibo la llegada del estío con cierta melancolía
porque soy más consciente que antes de que a partir de ahora los días van a ir
menguando velozmente hasta las largas noches de diciembre y enero. También
siento como pocas veces la urgencia de aprovechar cada momento de luz
porque lo percibo como un bien escaso y, pese a que no soy animal de zonas
cálidas, confieso que yo también aguardo con impaciencia nuestro próximo
regreso a la tierra natal de mi bípeda, donde las jornadas terminarán aún más
tarde que aquí.
Esto me lleva, precisamente, al siguiente punto del orden
del día: la distribución lumínica por horas. Como es bien sabido, la patria de
mi dueña y esta isla se rigen por husos horarios distintos. En tiempos
recientes ha habido cierta controversia respecto a este asunto puesto que, si
nos atenemos a la geografía, ambas naciones deberían vivir en el mismo huso.
Algunas voces peninsulares han propuesto adoptar el horario isleño en aras de
una mayor armonía con los ciclos naturales del día y la noche con el objetivo de modificar ciertos hábitos de conducta nacionales.
Actualmente en Norwich amanece sobre las 4:30 de la mañana.
Esto implica que hay luz desde muy temprano y, por segundo año consecutivo, los
patrones de sueño de mi dueña (y los míos) están alterados
aproximadamente desde marzo. Nos despertamos con mucha mayor frecuencia durante
la noche y, cuando nuestro cerebro percibe que hay luz alrededor, nos impele a
activarnos y a ponernos en pie aunque no hayamos descansado lo suficiente. Nunca
la había visto llegar al trabajo veinte minutos antes de la hora simplemente
porque se aburre en casa.
Lo más peliagudo de este asunto, al margen de que tengamos
los biorritmos revolucionados, es el modo de vida isleño: transcurre
completamente a espaldas de las fluctuaciones lumínicas. Esto implica que
cuando un bípedo rosita abre su café en verano, a eso de las 10 de la mañana, ya lleva
desperdiciadas cinco horas y media de día y cuando lo cierra para irse a su
casa, sobre las 17, le quedan aún más de tres horas y media de luz. Por la
tarde aún es factible que se salga a tomar algo en el jardín de algún pub, pero
la absoluta inutilidad de las horas iniciales del día me resulta profundamente
frustrante, especialmente sabiendo que tenemos entre garras un bien escaso.
Por todo esto, y tras darle muchas vueltas, he llegado a la
siguiente conclusión: estoy de acuerdo con aquellos que sostienen que la patria
de mi dueña y nuestra isla deberían estar en el mismo huso horario. No
obstante, he aquí una propuesta innovadora: ¡hagamos que sea la isla la que
adopte el huso continental! De ese modo en verano amanecerá a las 5:30 y anochecerá
a las 22:30, todos dormiremos mejor y desperdiciaremos menos luz que nadie
emplea provechosamente. A fin de cuentas, considerando que aquí lo del invierno
no tiene mucho arreglo, por lo menos enmendemos el verano. A
lo mejor, si empezamos por ahí, el día menos pensado la estación nos sorprende
y por fin empieza a comportarse como tal.