En ocasiones las palabras se vuelven densas, pesadas,
fangosas. Se acumulan cual incómoda mucosidad en el fondo del pecho, avanzando
y retrocediendo por la laringe como una marea que quisiera desbordarse. Su
propio espesor las arrastra hacia las profundidades del alma y las apila, una
tras otra, hasta formar un coágulo ponzoñoso que interrumpe el flujo
semántico.
Las palabras, entonces, se solidifican.
Y llega el silencio.
No es un silencio amable, de esos nacidos del mutuo
entendimiento más allá del lenguaje. No es tampoco un silencio elegido libremente
en el que perderse tranquilamente con un libro una tarde de domingo. Es un
silencio que se adhiere a las cuerdas vocales y al paladar, sibilino y sañudo
en su persecución de la afonía. Es un silencio ácido que horada las entrañas.
El silencio llega, y engulle todo en su hipoacusia. Los sonidos se
amortiguan, la vida se aleja, hasta que solo queda un vacío interior inmenso y abrumador,
surcado de estalactitas y estalagmitas punzantes que lastiman al moverse. Palabras
roncas y graves gotean pegajosas por las paredes y se deslizan por el suelo
viscoso sin producir ningún ruido. Conversaciones enteras se desgranan y
entrelazan las unas con las otras sin llegar jamás a ninguna conclusión. No hay
cavidades ni huecos por los que escapar.
Es posible asfixiarse sin dejar de respirar. Basta con que las
palabras se multipliquen exponencialmente y sin freno, como las burbujas de una
pastilla efervescente, hasta que no quede espacio para nada más: solamente
ellas y una muda prisión de desesperanza y soledad.
Palabras que matan.
Literalmente.