martes, 22 de mayo de 2018

Aut tace aut loquere meliora silentio


En ocasiones las palabras se vuelven densas, pesadas, fangosas. Se acumulan cual incómoda mucosidad en el fondo del pecho, avanzando y retrocediendo por la laringe como una marea que quisiera desbordarse. Su propio espesor las arrastra hacia las profundidades del alma y las apila, una tras otra, hasta formar un coágulo ponzoñoso que interrumpe el flujo semántico. Las palabras, entonces, se solidifican.

Y llega el silencio.

No es un silencio amable, de esos nacidos del mutuo entendimiento más allá del lenguaje. No es tampoco un silencio elegido libremente en el que perderse tranquilamente con un libro una tarde de domingo. Es un silencio que se adhiere a las cuerdas vocales y al paladar, sibilino y sañudo en su persecución de la afonía. Es un silencio ácido que horada las entrañas.

El silencio llega, y engulle todo en su hipoacusia. Los sonidos se amortiguan, la vida se aleja, hasta que solo queda un vacío interior inmenso y abrumador, surcado de estalactitas y estalagmitas punzantes que lastiman al moverse. Palabras roncas y graves gotean pegajosas por las paredes y se deslizan por el suelo viscoso sin producir ningún ruido. Conversaciones enteras se desgranan y entrelazan las unas con las otras sin llegar jamás a ninguna conclusión. No hay cavidades ni huecos por los que escapar.

Es posible asfixiarse sin dejar de respirar. Basta con que las palabras se multipliquen exponencialmente y sin freno, como las burbujas de una pastilla efervescente, hasta que no quede espacio para nada más: solamente ellas y una muda prisión de desesperanza y soledad.

Palabras que matan.

Literalmente.