El jueves pasado mi ama, sus progenitores,
Sinnombre y yo emprendimos un viaje, probablemente el más extraño que hayamos
realizado en tiempos recientes.
Todo comenzó en Bath a las 6:30 de la
mañana (la explicación de por qué el origen del periplo fue Bath y no Norwich se
narrará en otra entrada, cuando mis patas de tres garras den abasto con todo lo
que tienen pendiente por contar), cargando mochilas y arrastrando maletas sobre
el pavimento empedrado de una ciudad sumida en un letargo forzoso. Mi bípeda y
sus padres se iban a España, y lo hacían invadidos por un cúmulo de emociones
muy diferentes de las que suelen acompañar cada regreso a casa: tristeza,
angustia, estupor, nerviosismo, miedo.
En la estación de autobuses nos recibió
un simio cubierto con mascarilla y guantes que estaba a cargo de conducir uno
de esos coches largos en los que mi dueña siempre va de aeropuerto en
aeropuerto. Me llamó la atención ver a un bípedo con media cara tapada, pero dado
que nunca he sido adalid de la belleza estética de los humanos tampoco consideré
que se tratase de una gran pérdida. La ubicación de los pasajeros en el
vehículo ya me dejó más sorprendida, dado que el simio conductor los fue
sentando a todos, uno por uno, en una fila diferente. Pensé que habida cuenta
de la fama que tienen los bípedos de Albión respecto a su higiene corporal, a
lo mejor finalmente las altas instancias del país habían decidido tomar cartas
en el asunto.
De todos modos, a mí aquello me concernía
más bien poco, así que mientras mi ama intentaba echar una cabezada en su
asiento yo hice lo propio dentro de su bolso. Sinnombre viajaba en la bolsa de
tela del padre de mi dueña porque en las dos últimas semanas se nos ha
aficionado a los crucigramas y ahora se pasa los días asomándose por encima de
su hombro para curiosear las respuestas. Ya ha aprendido que los Ona son una
tribu de Tierra del Fuego, pero le vale de bien poco porque sigue sin saber
escribir.
Al llegar al aeropuerto Sinnombre y yo
tuvimos que someternos al mismo ritual terrorífico de siempre: ¡bolsa de
plástico y a la maleta! No veo la hora de que permitan volar con ardillas. El
caso es que esta parte del viaje solo puedo narrarla a través de las descripciones
de mi dueña, así que cualquier imprecisión es culpa suya:
Parece ser que Heathrow se había convertido
en el escenario de una película apocalíptica. Todas las tiendas y restaurantes
estaban cerrados, con la excepción de una tienda de periódicos y una farmacia.
Esos eran también los únicos puntos donde se podía adquirir comida y bebida. Multitud
de simios llevaban las mismas mascarillas y guantes que el conductor del bus, cuando
no trajes completos que parecían sacados de un laboratorio (en palabras de mi ama,
como yo nunca he estado en uno de esos sitios no tengo ni la más remota idea de
a lo que se refiere). La gente intentaba sentarse lo más alejada posible del
resto de sus congéneres, pero los asientos eran limitados, así que los
recordatorios constantes por megafonía instando a mantener las distancias sonaban
vagamente ridículos. Por todas partes se cruzaban miradas de desconfianza:
desconfianza de los enmascarados hacia los desenmascarados, por si liberaban
partículas dañinas al aire, y de los desenmascarados hacia los enmascarados,
por si se trataba ya de personas enfermas intentando evitar la propagación de
su aliento.
Por lo que sé, el vuelo transcurrió sin
percances. Iba casi tan vacío como el autobús y no servían ningún tipo de
comida caliente. A mis humanos les dieron galletas y agua y mi dueña, que se
diría que tiene una mosca tsé-tsé por mascota en lugar de una ardilla, siguió
durmiendo cual marmota. Algún día tendré que explicarle que, en efecto, somos
primas hermanas, pero que está imitando al roedor equivocado.
Aterrizamos con adelanto un poco antes de
las cuatro de la tarde, cosa que me llenó de júbilo porque fueron quince
minutos menos encerrada dentro de la Samsonite. Barajas estaba mucho más vacío
que Heathrow. Parecía como si hubiésemos llegado tarde a una fiesta y ya se
hubiese marchado todo el mundo. No en vano, cuando salimos de la terminal vimos
que había un autobús con destino Galicia que había partido tres minutos antes
de que llegásemos, así que esa fiesta claramente nos la perdimos. No había más
trenes ni autobuses ese día y mi bípeda me contó que en estos tiempos extraños
no pueden ir más de una o dos personas en un coche, de forma que no había
manera de moverse del aeropuerto hasta que nos recogiese otro autobús a la
mañana siguiente. Además, como los hoteles de la ciudad estaban clausurados nos
quedaban por delante 18 horas de espera dentro del vestíbulo de llegadas.
Al cabo de las seis primeras horas mi ama
se dio cuenta de que estaba empezando a cogerle cariño a su esquina de la T4. Mis
tres bípedos se habían acastillado en un rincón bien surtido de bancos, alejado
de la corriente de la puerta y apartado del flujo de humanos yendo y viniendo.
Sumado a los techos altos, la calefacción central y el suministro gratuito de
agua diría que he acompañado a mi ama a ver pisos en el centro de Madrid en
muchas peores condiciones. Para aquel entonces, además, mi dueña se había
familiarizado con el resto del barrio y ya había localizado las máquinas
expendedoras de comida y bebida, con sus selectos menús para paladares exquisitos
disponibles las 24 horas, la parafarmacia, con su surtido de preservativos, copas
menstruales, pruebas de embarazo y tiritas (quién puede no necesitar todo eso
nada más bajarse de un avión), y hasta se había trazado su propio circuito de
ejercicio entre el piso de llegadas y el de alquiler de coches. Si a ello
unimos un servicio de biblioteca integrado en el reposapiés de su lecho improvisado,
mi humana no tenía absolutamente ninguna queja de la calidad de su alojamiento.
Cierto es que algunos vecinos dejaban bastante que desear, como el bipedito poseído
por quién sabe qué espíritu que se pasó una hora llorando en mitad de la noche,
pero apeando eso diría que hasta le tomamos aprecio al continuo acompañamiento
de voces humanas reiterando la necesidad de mantenerse a un metro de distancia
de cualquier semejante. De hecho, mi ama pronto pasó a referirse al señor de la
megafonía con el entrañable apelativo de Ruperto.
Para cuando amanecimos, a eso de las 7:30
del viernes, mi humana había demostrado estar sobradamente capacitada para
sacarse un diploma en contorsionismo con un par de módulos de equilibrismo, así
que si el confinamiento se prolonga mucho a lo mejor la inscribo a un curso de
circo online. Por mi parte, me retiré a dormir al interior de la Samsonite para
evitar que los empleados del aeropuerto mirasen raro a mis humanos, con lo cual
amanecí fresca como una lechuga. Bueno, no, como una ardilla.
Tras un frugal desayuno cortesía de las delicias
de la máquina expendedora de la parada de taxis, nuestro lujoso carruaje a
motor pasó a recogernos a las 10 de la mañana. Dado que todo en la situación
tenía bastante de Dickensiano, Madrid decidió que aquel era un buen momento
para ponerse a nevar (a golpe de 27 de marzo), algo que siempre otorga mayor solemnidad
a cualquier ocasión. Fue una lástima que a Cercanías Renfe no le sobrase
también un violinista para ponerle una banda sonora melancólica a nuestra marcha.
El violinista, de hecho, le habría venido
bien a todo el trayecto de 10 horas que nos aguardaba. Cada ciudad que atravesábamos
parecía una ciudad fantasma, permanentemente anclada en un domingo perpetuo, o
superviviente intacta de una bomba. Pero la sensación que producían estos núcleos
urbanos distaba mucho de la devastación causada por un cataclismo, como cuando
mi ama y yo recorrimos Manhattan tras el paso de
Sandy. Era más bien un
ambiente de vida contenida, de amenaza flotante, de riesgo permanente. Detrás
de cada ventana se intuía un humano, aunque no lográsemos verlos, ocultos como
estaban en el interior de sus colmenas. Nosotros éramos los forajidos, los que
hacíamos pellas, los temerarios. Jamás pensé que los humanos fuesen capaces de
hacerme sentir en peligro por estar al aire libre bajo un rayo de sol y eso
que, por lo que tengo entendido, el COVID-19 no afecta a las ardillas.
Hicimos nuestra entrada triunfal en una
estación de autobuses desierta casi a las 8 de la tarde del viernes. Otro
autobús, esta vez urbano, nos depositó ¿sanos? y salvos en el hogar de mi
humana. Habían transcurrido casi 38 horas desde que cerramos la puerta del piso
de Bath a nuestras espaldas.
El viernes pasado mi ama, sus progenitores,
Sinnombre y yo culminamos un viaje, sin duda el más inquietante que hayamos
realizado jamás. Atrás quedaban dos vuelos cancelados, cuatro billetes de
autobús modificados, tres billetes de tren anulados, tres billetes de tren sin utilizar
y un vuelo de retorno a medio cancelar.
Nunca volver a casa había tenido un sabor
tan agridulce.