Hace unos días viajamos al pasado. Los martes son días
infaustos para matrimonios y travesías oceánicas, dicen, pero aparentemente
neutros cuando se trata de atravesar tejidos espacio-temporales.
Nos marchamos con poco equipaje: solamente un par de mudas y
varias decenas de recuerdos. Volveríamos enseguida; apenas tendríamos tiempo de
zambullirnos en nuestra propia memoria.
Viajamos al pasado y el pasado nos aguardaba con la
impresión ilusoria de que nada había cambiado: la misma ciudad, las mismas
sonrisas en rostros familiares, la misma lluvia concediéndonos una tregua de
veinticuatro horas. Incluso nosotras nos sentíamos iguales, como si no hubiera
pasado un solo día desde la última vez que nos vimos. Como si hubiésemos
regresado a reclamar un espacio que antaño ocupamos y al que ahora nos
resultaba sencillo reintegrarnos.
La verdad, sin embargo, era otra muy distinta: habían
transcurrido tres años y cuatro ciudades. Tiempo más que suficiente para que
los contornos de nuestras imágenes mentales se difuminasen, dándoles ventaja a
las calles para que jugasen al escondite con nosotras. El enorme reptil
plateado tumbado al sol junto a la ría nos recibió con sus escamas azules y su
Cerbero guardián cabeceó levemente, agitando su cabellera florida en señal de
bienvenida. Dentro esperaban a una persona procedente de Albión, uno de esos
individuos rositas con chaquetas de tweed y calcetines con sandalias.
Viajamos atrás con la certeza de que nosotras, como el
entramado urbano de nuestros recuerdos, también nos habríamos desdibujado -si
no borrado completamente- en la memoria de aquellos que nos conocieron. ¿Qué
son tres meses de permanencia frente a tres años de ausencia? Olvidarnos habría
sido lo más lógico. ¿No es ese el sino inevitable de las aves migratorias? No
es justo exigir (o anhelar) improntas mentales cuando solamente se puede
ofrecer transitoriedad. Nadie nos aguardaba y así debía ser, pensábamos.
En nuestro rol de entes altamente prescindibles no encajaba
que alguien nos saliese al paso y pronunciase nuestros nombres. No contábamos
con que nadie nos hiciese una pregunta que pusiese de manifiesto que éramos
blanco de una curiosidad personalizada. No esperábamos reencuentros sino
indiferencia. Pese a que ayer fuese, efectivamente, ayer, nos pilló
desprevenidas que todavía no se hubiera convertido en entonces.
Nosotras, que somos expertas en cerrar puertas con cuidado
de no hacer ruido cuando nos marchamos, que procuramos no depender de nada ni
de nadie porque jamás sabemos cuándo tendremos que volver a irnos, nos
sorprendimos de pronto con un nudo en la garganta y preguntándonos si quizás
fuimos menos invisibles, anodinas e intrascendentes de lo que creímos. De lo
que creemos.
En ocasiones los viajes fortuitos al pasado plantean
desafíos al presente: hay mucho de catártico en descubrir la opacidad de la propia
sombra.