Es
curiosa la forma que tienen los simios de conmemorar el paso del tiempo.
Celebran los aniversarios de los acontecimientos importantes de sus vidas como
los nacimientos, las defunciones, los matrimonios, los primeros besos, las
liberaciones de ejércitos enemigos o cualquier otra efeméride relevante que se
les ocurra. Para una ardilla cuyas jornadas se desgranan siempre del mismo modo,
la obsesión bípeda por las clepsidras ha sido siempre uno de los aspectos más
complicados de entender.
[Por
mi parte, este otoño cumpliré cinco años persiguiendo a mi humana, y no sé qué
me inquieta más, si el llevar tanto tiempo en compañía de semejante engendro disfuncional
o el estarme humanizando hasta el punto de haber hecho los cálculos – la cosa
es que, por ahora, no me sale decir “quedan cinco años menos para librarme de
ella”].
Entre
tanto monumento a la memoria privada y colectiva, hay un fenómeno que he
observado repetidamente desde que me incorporé a las idas y venidas de mi ama:
los dobles cumpleaños. Todo bípedo tiene una fecha de nacimiento oficial, esa
que aparece meticulosamente registrada en sus partidas de bautismo, pasaportes
y documentos de identidad. Algunos simios, no obstante, poseen también un fecha
oficiosa. Mi dueña, sin ir más lejos, es una de ellas. Pero tal vez debería explicarme
mejor.
Hay
una pregunta que se repite con mucha frecuencia entre los simios migratorios,
independientemente del país en el que vivan: “¿cuánto llevas aquí?/¿Cuándo
llegaste?”. Quizás la única excepción a la regla, por el momento, sea
Dinamarca, donde el interrogante se invierte y se transforma en “¿Cuánto tiempo
piensas quedarte?”. Se trata de una curiosidad razonable porque es un modo de
estimar el grado de adaptación al entorno o de inexperiencia de tu
interlocutor. Lo que me llama poderosamente la atención son las tipologías de
respuesta: la mayoría de las ocasiones se contesta con una fecha concreta (“Llegué
el 14 de octubre de 2009”) o se
expresa el tiempo que falta hasta llegar a dicha fecha (“El 31 de mayo hará dos años que me vine”). La precisión con la que se cita el dato resulta llamativa;
solamente faltan la hora y el número de vuelo para poder reconstruir íntegramente
el periplo de ida.
Como
tantos otro bípedos, la humana que custodio posee sus propias efemérides
viajeras. Varias, de hecho, porque si se para a pensarlo todavía es capaz de
recordar los días exactos en los que llegó a Nueva York, a Venecia o a
Copenhague, y los días en los que se marchó. Así es como surgen los segundos
cumpleaños de las personas: reiniciando tu vida una o varias veces.
Los
humanos deslocalizados son unos excelentes contables de tiempo. Sospecho que
dejar tu mundo atrás es un evento lo suficientemente destacado como para
justificar que las cuentas se lleven al milímetro. De hecho, me pregunto hasta
qué punto esas fechas no marcan el aterrizaje en una nueva realidad, sino la
partida del hogar (señalan ambas cosas, desde luego, pero probablemente los
porcentajes no sean equitativos). Intuyo, también, que no perder el hilo de la
ausencia es una forma de mantener un vínculo mental con esa tierra que sigue
latiendo del otro lado de la ventanilla. Aferrarse al punto de inflexión es un
mecanismo profundamente simio porque no hay nada más humano que intentar aprehender
lo inaprehensible.
Por
otro lado, ignoro si tras una estancia prolongada los calendarios llegan a
difuminarse de tal manera que resulta imposible recordar cuándo se produjo el cruce
de fronteras. No me sorprende que a mi dueña le de un poco de miedo averiguar
los efectos de los relojes sobre los almanaques: teme que el intervalo entre la
fecha de inicio y el presente se distancien tanto que deje de tener sentido
contabilizar su duración. Ella también es de esas personas que responde a las
dos preguntas citadas más arriba con una fecha determinada. En su cabeza, perder
la cuenta equivaldría a una renuncia tácita al retorno. Ya ven ustedes, ni
siquiera como emigrante es original.
Hoy
se cumple un año de nuestra llegada a Norwich. Hace 365 días solicité para mi
ama un cargamento de migas con las que no perderse por el camino. Poco sabía yo
que aquella era también una petición nutricional porque en esta isla no saben
hacer pan de verdad, pero ese es otro tema. De lo que no era consciente entonces
era de que estaba enfocando las cosas del modo equivocado: los recuentos no
deberían hacerse progresiva sino regresivamente. No se trata de ir sumando momentos
de ausencia a partir de una fecha concreta; el juego no consiste en decir “hoy
hace tanto que me fui”, sino al revés. Nuestro corte tuvo lugar el 20 de junio
de 2016 y desde ese día lo que deberíamos hacer es descontar: cada veinticuatro
horas falta una jornada menos para el retorno definitivo, sea cuando sea,
transcurran meses o años. Puede parecer una distinción irrelevante en lo que al
tiempo transcurrido se refiere, pero entre ambas oraciones hay una diferencia
fundamental: la primera mira hacia atrás con nostalgia; la segunda, hacia
adelante con esperanza.
Así
pues, hoy no hace un año que nos marchamos.
Hoy
queda un año menos para que volvamos.