El capitán miró más allá de la proa del navío. A su espalda,
los marineros bostezaban ociosos sobre la cubierta. Hacía dos días que el
viento se había quedado sin fuerzas para soplar y las velas pendían
desmadejadas, como colgajos inútiles, a la espera de que Céfiro viniese a
enredarse entre ellas. El calor del estío golpeaba la quilla y se colaba,
preñado de humedad, por las troneras de las baterías, empapando las camisas de
la tripulación.
Más arriba, sobre el palo mayor, un grumetillo metido a
vigía oteaba incansable un horizonte mudo. El sol caía en perpendicular sobre
la lisa superficie del agua, arrancándole destellos intermitentes a distancias
dispares. El capitán apartó de su mente el recuerdo ominoso que estos le
inspiraban: náufragos desesperados provistos de cristales rotos a guisa de
espejos; tan pronto podían suponer tu salvación como aliviarte ad aeternum del
peso de tu alma.
Lo peor de la calma chicha, pensaba, no eran el tedio, ni la
pesadez de la canícula o la humedad pegajosa y salada que parecía envolverlos
como si hubiesen sido lamidos por una bestia gigante. Sin lugar a dudas, lo
peor de todo era la incertidumbre de la espera; no saber cuánto tiempo
transcurriría hasta que las velas volviesen a hincharse. Horas, días,
semanas... Recordó que era menester imponer cierta mesura que racionase los
alimentos y el agua en previsión de una parálisis prolongada.
Se volvió hacia la marinería. Eran hombres aguerridos y
leales, curtidos en innumerables lances. No temía por su desgaste físico sino
por un enemigo mucho más temible y sibilino: el desaliento. Qué hermosa
palabra, se dijo fugazmente, que encapsulaba a la perfección la imagen de una
apnea apenas perceptible, casi como un suspiro letal. Le preocupaba que aquella
calma pudiese tener mayor capacidad torácica que cualquiera de ellos porque los
vientos, tarde o temprano, siempre regresaban, pero él los había visto soplar
sobre cadáveres.
Como de costumbre, el sopor y la inacción traían en sus
clepsidras, entre otras cosas, momentos de introspección. Resultaba mucho más
complicado meditar sobre el tempus fugit con los cañones retumbando de fondo o
con el oleaje barriendo furiosamente el castillo. En su camarote, al reparo del
sol, el capitán escuchaba el quedo clac clac del agua contra el casco y viajaba
mentalmente hasta los canales de la Serenissima, donde una dama embozada se
apeaba de una góndola de felze negro acompañada del frufrú discreto de su
vestido. Otras mareas, otras estaciones.
Sus misiones lo habían llevado desde las costas de la
República hasta los lejanos puertos de las Indias pasando por las gélidas aguas
del Mar del Norte, sin recalar jamás en Ítaca. Había visto perecer y claudicar
a otros compañeros mientras que él, por quién sabe qué caprichosos designios
del Destino, había logrado sobrevivir. Su áncora jamás había servido de
criadero de corales puesto que rara vez permanecía echada más de unos meses
antes de volver a zarpar. Ahora que sus sienes comenzaban a encanecer el marino
bendecía que no hubiese una esposa aguardándole del otro lado de las galernas,
ni retoños a los que no ver crecer entre cada retorno. Se felicitaba con la
misma efusividad de quien se ha persuadido de que su suerte es la mejor de las
posibles por no condenarse a la amargura de saberse insatisfecho.
Sobre su mesa, las cartas de navegación se desplegaban
perezosas e indolentes. Tras una ojeada distraída, el capitán las apartó con
gesto hastiado. Frente a ellos, más allá de ese horizonte que el grumete
escudriñaba infructuosamente, existía la tierra. No necesitaba catalejos ni mapas
para saberlo. Había oído hablar de varias de ellas en largas conversaciones a
altas horas, a la luz de velas, cuando el vino difuminaba los contornos de los
rostros y mezclaba las voces. Ninguna representaba una perspectiva halagüeña.
Las había evitado deliberadamente en el pasado, cuando todavía quedaban fondeaderos
y bahías ignotos por explorar, pero si aquella endiablada bonanza duraba
demasiado la falta de víveres los obligaría a refugiarse en alguno de esos muelles.
¿Provisionalmente? Resopló con sorna. Si algo había
aprendido el capitán a lo largo de sus años de servicio, es que hay transiciones
que devienen permanencias. Incluso el nomadismo es un hábito crónico. Si precisamente
había rehuido aquellas ensenadas durante tanto tiempo era porque se le
antojaban un kraken de tierra firme: una vez entre sus tentáculos sería casi
imposible zafarse. Tal vez su inquietud fuese también reflejo de aquella
inmovilidad forzosa, pero el murmullo intimidante del mar no hacía sino
devolverle, amplificados, sus propios interrogantes: ¿De qué habría valido
presentar batalla, haber puesto tus brazos a disposición de esta o aquella
armada, para rematar tus días sellando legajos en una aduana? ¿A qué sacrificar
casa y patria, juventud y pujanza, para regresar al punto de partida? ¿No era
esa una forma mucho más sutil de capitulación?
Pero ¿acaso podía permitirse el lujo de no rendirse? Apretó
los dientes y crispó los puños sobre la mesa. ¿Y su tripulación? No podía
someterlos a una deriva perpetua bajo la promesa, quizá ilusoria, de hallar una
rada más benévola en la que atracar. Podría ser que esta no llegase nunca y los
cantos de sirenas no hiciesen sino precipitarlos hacia escollos en los que
zozobrar. ¿Qué derecho tenía él a exponerlos de aquel modo? ¿Por qué habrían de
pagar ellos por su tozudez y su orgullo? Y si, pese a todo, así fuera, ¿cuánto
tiempo lograría mantener la impostura que ocultase su total ausencia de certeza
en arribar a buen puerto?
El capitán dudaba, dudaba como no había dudado nunca, como
se duda cuando te encuentras en la necesidad de elegir un rumbo y ninguno de
ellos es el deseado. Ocultó la cabeza entre las manos. Gotas de sudor se
deslizaban por su nuca y corrían espalda abajo. Se sentía incapaz de tomar una
decisión. Aquel maldito calor lo agotaba. Estaba sediento. Del otro lado de la
puerta, el contramaestre golpeó suavemente con los nudillos para verificar que
su superior se encontraba bien. Este replicó con una reafirmación seca y breve.
No le apetecía ver a nadie. Sabía que lo abrumaría la confianza de los demás en
que tomaría la decisión correcta. Por primera vez se dio cuenta de que el fin
de la calma chicha lo atemorizaba casi tanto como su duración indeterminada. No
había opción buena, en suma. Volvió a acordarse de los náufragos de los
cristales rotos, en sus frágiles esquifes, y se preguntó si no sería posible
también naufragar en seco, callada y estoicamente, manteniéndose en pie sobre
el puente de mando pero sosteniendo una brújula sin aguja.