Desde que la tengo a mi cargo son contadas las ocasiones en
las que he acompañado a mi ama al trabajo. Ella dice que una oficina no es
lugar para una ardilla y yo opino que es fantástico que la tengan vigilada ocho
horas al día en una guardería para simios adultos. Suficiente trabajo me da ya el
resto del tiempo.
El caso es que el viernes de la semana pasada ambas hicimos
una excepción a esta regla no escrita y por primera vez puse mis patas sobre la
moqueta de su lugar de trabajo. Lo hice de bastante mal humor, por cierto,
porque mi dueña me había hecho levantarme a las seis y media de la mañana para
cruzar un Norwich helado. Ella tendrá suelas de poliuretano, pero mis garras no
son antideslizantes.
Tras desearle buenos días a un bípedo de 2x2 metros y ojos
azules con chaleco oscuro (cuya pertenencia a los cuerpos de seguridad isleños
resultaba evidente hasta para un roedor de 30 centímetros) mi humana optó por
enarbolar su tarjeta de empleada para evitar que la mirasen con suspicacia el
resto de bípedos con complejo de armario ropero que nos cruzamos en los
doscientos metros que nos faltaban por recorrer.
Por extraño que pueda parecer, todos estos señores no
estaban allí para detenernos a nosotras, pese a que mi ama bien hubiera podido
merecer ser acusada de maltrato animal por pasearse con roedores muertos
de sueño: estaban muy ocupados asegurándose de que el perímetro del edificio
donde trabaja mi simia no supusiese una amenaza para la visitante que debía
acudir aquel día.
Paréntesis aclaratorio: según parece los isleños rinden
pleitesía a una humana venerable y nonagenaria que supuestamente lleva las
riendas del país. Y digo supuestamente porque yo, con mi simplismo
sociopolítico ardillil, todavía no he logrado entender del todo para qué valen
estos humanos con coronas que proliferan en las naciones en las que ha residido
mi ama.
El caso es que la bípeda coronada de esta isla se despertó
un día con ganas de dar una vuelta por Norwich, así que alguien descolgó un
teléfono, se inventó un nombre en clave y todos en la oficina de mi dueña se
volvieron locos. Como no podía ser menos, mi dueña se sumó a la demencia
general (por esto de integrarse, supongo) y consideró que su roedor de cabecera
tenía que estar presente en tan magno evento.
He de decir que el magno evento empezó siendo un
aburrimiento absoluto. Mi dueña se pasó dos horas y media en pie tras una mesa
sonriendo a desconocidos que lo único que tenían en común era la etiqueta roja
que ella les fue pegando en la solapa mientras impartía las mismas indicaciones
una y otra vez, de las cuales ahora solo recuerdo que el uso de los excusados
estaba permitido únicamente hasta una hora determinada. Desde la bolsa de tela
que me ocultaba yo observaba y escuchaba todo con creciente desconcierto: ¿por
qué estaban clasificando a los simios por colores? Los había verdes, azules,
rojos, amarillos… por un momento creí que la insigne invitada venía a echar una
partida de parchís con sus súbditos. Habría sido curioso verla contar veinte
tras comerse a uno de los asistentes.
El misterio se aclaró al cabo de un rato: a una hora pactada
se escuchó por los altavoces una señal y los humanos se fueron ubicando en
diferentes puntos del espacio en función del color del distintivo que se les
había entregado. Mi dueña, que llevaba su correspondiente pegatina, los siguió
a los pocos minutos tras cerciorarse de que no se le había quedado atrás ningún
bípedo acromático. En el exterior, una masa de simios armados con banderitas se
agolpaba contra unas vallas de contención situadas del otro lado de la
carretera. Una vez ocupada nuestra posición saqué la cabeza por el extremo de
la bolsa para no perderme detalle. La gente sacó sus móviles, guardó silencio y
esperó.
Y siguió esperando.
Y esperó un poquito más.
De pronto, la tensión de la expectación se quebró por la
cadencia regular marcada por un tambor de madera. Ante la puerta, dos guerreros
corpulentos vestidos con una especie de falda de paja, descalzos y con el pecho
desnudo cubierto de aceite, desafiaban estoicamente al frío helador armados con
sus bastones ceremoniales. Las banderitas del otro lado del asfalto empezaron a
agitarse frenéticamente y desde dentro supimos que la comitiva se aproximaba.
En ese preciso instante los cielos se abrieron y un rayo de
sol iluminó la llegada de un todoterreno de donde descendió una figura vestida
de fucsia. Hubo murmullos entre el público que me rodeaba. Dos minihumanas
hechas un manojo de nervios se acercaron a la figura y le hicieron entrega de
un ramo de flores blancas que al rato estaba en poder de la dama
de honor de la soberana. El tambor siguió sonando unos segundos más pero su
sonido se interrumpió al poco. Volvió a hacerse el silencio mientras la bípeda
fucsia franqueaba el umbral del vestíbulo y se aproximaba a una fila de
personas a las que fue saludando sin prisa pero sin pausa. Después se acercó a
una gran canoa situada a la izquierda del mostrador de entrada y se detuvo
brevemente para que un grupo de bípedos entonase un cántico de bienvenida. Al
término del mismo fue conducida a un pequeño artilugio móvil y ella, su dama de
honor y el resto de simios autorizados a permanecer en su presencia fueron
desapareciendo paulatinamente de nuestra vista a una velocidad exasperantemente
lenta. El sombrero negro y rosa fue lo último que vimos de Su Majestad.
Y eso fue todo.
De hecho, he tardado más tiempo en redactar los párrafos
anteriores del que transcurrió entre la llegada del todoterreno (un vehículo
decepcionantemente prosaico para un visitante regio, todo sea dicho) y la
bajada en ascensor (ahora que lo pienso: ¿cuando estos trastos van hacia abajo
no deberían llamarse descensores?). ¿Para
esto la sacan a una de su madriguera de mantas y cojines?
Me parece que yo no fui la única que se quedó levemente insatisfecha
porque en la mirada de mi ama pude leer un reprimido “¿Esto es todo?” que se
guardó mucho de expresar en voz alta, no sé si por no dar la sensación de no
haber apreciado convenientemente la merced de haber respirado el mismo aire
acondicionado que el más prominente miembro de la realeza de su país de acogida,
o si simplemente se calló porque no quería llevarse un arañazo recriminatorio cortesía
de las gélidas garras de su roedor favorito. En cambio, los más de ciento
cincuenta bipeditos que se quedaron en el exterior, soportando pacientemente la
helada, verbalizaron su confusión con bastante más eficacia que cualquiera de
nosotras: “¿Esa es la reina? Pero, ¿y su corona?”.
El caso es que menos de una hora después mi dueña y yo presenciamos
cómo el todoterreno con banderitas se esfumaba por el ventanal trasero de
nuestro edificio con la misma celeridad con la que llegó. Dentro llevaba a una bípeda
bajita y menuda, muy anciana, de tez blanca y aspecto frágil que, pese a su
edad, se mueve con bastante ligereza. Tal y como vinieron, los humanos talla
XXL que llevaban todo el día patrullando por dentro y por fuera del edificio se
volatilizaron y la vida recuperó su pulso tras la taquicardia de las horas anteriores.
Mi ama pasó la mayor parte de la tarde en un estado rayano en la catatonia sin
que ella misma fuese capaz de explicarse por qué estaba tan agotada. No fue la
única. Sospecho que aquel día en su oficina nadie fue capaz de recuperar la
concentración. No tenía ni idea de que la exposición al fuscia pudiera tener
efectos tan demoledores sobre los humanos.
Así fue nuestro fugaz encuentro con la nobleza. Mi humana se
quedó sin la oportunidad de preguntarle a la reina si le sobraba algún palacio
sin humedades y yo seguí sin entender qué tienen de especial los simios
coronados, especialmente cuando su cabeza ni siquiera está ocupada sosteniendo
la corona en cuestión.
Sin embargo, quizás la experiencia haya resultado útil al
fin y al cabo: dicen que la monarca isleña se viste de colores brillantes
porque, en caso de emergencia, sería más sencillo identificarla entre la
multitud y ponerla a salvo. Se me ha ocurrido que a lo mejor yo debería
aplicarme el cuento y empezar a llevar accesorios llamativos para ahorrarme algún
que otro pisotón intempestivo. Volunti, la primera ardilla de Norfolk con
chaleco reflectante.
God save the squirrel!
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Crédito Imagen: Daily Mail |