Nosotras las ardillas somos animales diurnos y por lo tanto
nos movemos en función de la luz solar. De lunes a domingo. Los bípedos en
cambio son bichos diurnos de lunes a viernes y nocturnos el fin de semana. No
sé cómo pueden haber llegado a la cúspide de la pirámide evolutiva con
semejante descontrol de biorritmos.
La tercera y definitiva prueba fue tomarse algo. Para entonces yo ya no hacía suposiciones. Lo que siguió a la cena fue algo que mis humanos denominaron deriva urbana, cuando en mi árbol eso se conoce como vagar sin rumbo por calles desiertas. ¿No se supone que Nueva York es la ciudad que nunca duerme? Pues aquella zona debía de ser narcoléptica.
Lo malo del plan fue que la partida era solamente para
bípedos así que yo me quedé encerrada en el bolso sin poder meter baza. Para
resarcirme dejo aquí mi aportación. ¿Quién quiere jugar conmigo?
El sábado por la noche mi ama salió a reunirse con otros dos
bípedos del otro lado del puente de Brooklyn. La idea era visitar un festival
de las artes que se celebraba allí al lado, pero como quedó suficientemente
demostrado durante la velada, una cosa es lo que los bípedos planean y otra
muy distinta es lo que finalmente acaba sucediendo.
La primera prueba fue encontrarse. No puede ser tan difícil, pensaba yo. Pero me equivocaba. La estación
tenía tantas salidas que tras varias llamadas, unos cuantos mensajes y no pocas
vueltas finalmente mi dueña y los dos bípedos acabaron citándose en el propio
andén del metro porque por el medio se produjo un cambio de planes y se canceló
lo del festival. Cuando me quise dar cuenta mi ama estaba en el Soho esperando
por un tercer humano. Con lo sencillo que es quedar bajo el segundo árbol a la
derecha…
La segunda prueba fue cenar. Habiendo cientos de sitios, lo complicado sería no hacerlo,
seguía pensando yo. Pero tampoco. Mi dueña y los tres bípedos iniciaron un
peregrinaje que los llevó prácticamente hasta Little Italy sin
toparse por el medio con ningún lugar digno de consideración. Finalmente - por desesperación
- optaron por un local chiquitín pero coquetón. Craso error. Se trataba de un
lugar en el que los platos tenían las dimensiones de lo que en España sería una
tapa. Salieron con tanta hambre que en cuanto encontraron un lugar abierto se
compraron un par de muffins. Esta vez mi ama se apiadó de mí y me dio unas
miguitas con disimulo.
La tercera y definitiva prueba fue tomarse algo. Para entonces yo ya no hacía suposiciones. Lo que siguió a la cena fue algo que mis humanos denominaron deriva urbana, cuando en mi árbol eso se conoce como vagar sin rumbo por calles desiertas. ¿No se supone que Nueva York es la ciudad que nunca duerme? Pues aquella zona debía de ser narcoléptica.
Por fin, MacDougal Street se abrió ante ellos y allí
encontraron un local que proyectaba películas mudas y tenía las mesas hechas de
pizarra para que los clientes dibujasen o escribiesen. La velada entonces se transformó
en una partida de ahorcado con películas ambientadas en la ciudad, y dada la
cantidad que hay la noche se alargó bastante.
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Foto por cortesía de uno de los bípedos. |
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