Es cosa sabida que mi dueña va nadando allá por donde pasa
y, por una vez, no me refiero a sus poderes mágicos climatológicos para anegar
ciudades. Poderes, por otra parte, que siguen plenamente vigentes: habrá que
ver lo que pasa este año en Norfolk al llegar el invierno.
Norwich tampoco podía ser una excepción en sus aventuras
acuáticas, de modo que antes incluso de tener casa mi ama ya se había informado
de la localización, horarios y precios de la piscina más cercana a su trabajo.
Es más, ya se lo traía mirado desde España porque ella es así. Techo,
irrelevante; bañador y chanclas, fundamental.
Es cosa también sabida que mi humana tiene cierta tendencia
a toparse con situaciones (o instalaciones, o personajes) desconcertantes
cuando va a nadar. En el caso concreto que nos ocupa, el desconcierto surgió
antes incluso de poner un pie en el edificio: para empezar, ¿cuántas piscinas
había allí dentro? En algunas partes se hablaba de una piscina olímpica y en
otras de dos piscinas de 25 metros cada una, todas con horarios distintos.
Después, ¿cómo funcionaban las tarifas? Yo personalmente no veía nada claro que
mi bípeda tuviese que convertirse en un metal precioso o en una aleación sin
piedra filosofal de por medio. Además, ¿no se supone que los metales no flotan?
Vamos, que para mí toda la lista de precios era un despropósito desde el
inicio.
El misterio de la(s) piscina(s) quedó desvelado una vez mi
dueña se hubo cambiado en unos vestuarios muy ingleses (es decir, con unos
estándares de limpieza diferentes) y
hubo asegurado su taquilla con un candado alquilado, porque entre todas las
cosas que metió en sus Samsonites y en sus cajas no se le ocurrió traerse el
que se compró para el mismo efecto en Nueva York. Resulta que la piscina, en
realidad, es una sola. Consiste en un vaso único con un divisor sobre raíles
que la parte en dos mitades de 25 metros cada una y de distintas profundidades,
si bien lo primero habría que medirlo porque cuando mi dueña hace el mismo
número de largos en una de las mitades tarda más que si los hace en la otra, y
me resulta muy difícil de creer que tenga días supersónicos. La disparidad de
horarios surge del hecho de que cada sección está destinada a usos distintos
excepto cuando se elimina el divisor y queda convertida en una única piscina.
Una piscina olímpica.
Espero que este detalle haya quedado claro porque es
importante. De hecho, los arquitectos que la diseñaron lo tenían clarísimo
también: 50 metros de largo, 25 de ancho. Ni uno más, ni uno menos. Y así la
trazaron, sin desperdiciar centímetros, con la típica solvencia que caracteriza
a los isleños.
Terminada la obra, se felicitaron ante el feliz
acontecimiento: Norwich tenía una piscina olímpica en la que poder celebrar
competiciones relevantes como, por ejemplo, las de los Juegos Olímpicos de hace
cuatro años. Además, la compartimentación otorgaba flexibilidad al espacio para
diversificar el abanico de actividades disponibles y, con ellas, los clientes. Todo
era ganancia.
Entonces midieron la anchura del divisor que, cosas de la
vida, no es de papel de fumar precisamente; entonces se dieron cuenta de que,
por unos centímetros, al desplazar este hacia un lateral del vaso los 50 metros
de longitud ya no eran exactamente 50. Se habían olvidado de incluir la pantalla separadora en sus cálculos. ¡Recibamos con una ovación a los egregios técnicos responsables de la
criatura, herederos del linaje de Paxton, geniales vástagos de la patria de
Stephenson!
Para despistar, decidieron poner a los usuarios a nadar
alternadamente en sentido horario y antihorario. Es decir, en una calle se nada
en sentido de las agujas del reloj, mientras que en la de al lado se nada a la
inversa. Hay unos dibujitos con flechas muy ilustrativos en la cabecera de cada
calle para que quede claro si estás en una calle europea o en una calle
británica. Pese a que se aprecia el esfuerzo por conciliar tradiciones
natatorias diversas, es probable que esta sea la organización más ineficiente de
la historia de las piscinas (solo superada, quizás, por la abierta anarquía).
¿Por qué? Porque tanto si vas como si vienes siempre hay alguien nadando a tu vera
del otro lado de la corchera, con el riesgo que eso conlleva. Ahora bien, esto obliga
a los nadadores a estar tan pendientes de no golpearse mutuamente de una calle
a otra que no les queda tiempo de reflexionar sobre el molesto asunto de las
medidas.
Si alguien cree que exagero, he aquí la prueba de los peligros que acechan a mi ama cada vez que se mete en el agua: en cuatro
sesiones ya ha salido coja del pie izquierdo, con un golpe en el costado
derecho y con una patada en la mano izquierda. Por su parte, ella ha repartido también un par de puntapiés, de modo que el marcador se va igualando paulatinamente. Aún
así, se admiten apuestas de lo que tarda en ganarse una tendinitis o un dedo
roto.
Así fue como Norwich se quedó sin participar en Londres 2012
y mi bípeda encontró una piscina no apta para simios con problemas de
lateralidad. Eso sí, todo el mundo sigue llamándola olímpica, supongo que
porque cambiar la rotulación a pensamosqueeraolímpicaperono
debe de ser costoso, amén de consumir mucho más espacio.
