[Esto no lo digo yo, que conste en acta, así es como se
autodenomina la ciudad].
Hemos concluido con éxito nuestro primer mes en Inglaterra
y, para celebrarlo, creo que ha llegado la hora de hacer una breve semblanza del
lugar al que hemos ido a parar:
Norfolk es la tierra de los cielos infinitos y las nubes
veloces, del tiempo cambiante, de las cuatro estaciones en veinticuatro horas. Posee
un aire a enclave remoto y alejado del mundo que parece haberse quedado varado
en el tiempo; un tiempo de muelles decimonónicos en metal y madera, casetas de
colores al borde del mar y casitas de campo con muros hechos de cantos rodados.
Se rumorea también que Norwich es llana, pero quien sostenga
tal idea miente cual bellaco. Como nos dijo un venerable simio levemente
empapado en alcohol que se sentó un día a descansar a nuestro lado: “Norfolk es
plano hasta que llegas a la vejez. ¡Entonces sí que encuentras las cuestas!”.
Mi dueña claramente pertenece a ese sector poblacional.
Norwich huele a madreselva y tiene la piel de ladrillo. En ella
hay cafés bonitos, rincones escondidos, arcos umbríos, ruinas perdidas y un río
serpenteante al borde del que pasear. Está rodeada de parques por los que
corretean varios de mis parientes lejanos y muchas de mis primas (¡creo que no
había hecho tantas amigas de golpe desde Nueva York!) y mi dueña almuerza con
vistas a un lago. Norwich bulle de actividad cada sábado y haraganea los domingos
después de comer, y te regala atardeceres violetas y naranjas si levantas la
vista del móvil cuando tu autobús de dos pisos dobla una curva.
Si hubiera que definir esta ciudad con una palabra, creo que
sería apacible. Norwich no tiene
prisa y nosotras, por una vez, tampoco. Tenemos margen para aprendernos de memoria
cada recoveco y cada arruga. Es pronto aún para afirmarlo, pero quizás este sea
el comienzo de una hermosa amistad. And a very fine one at that, of course.