
El drama en cuestión consistió en que se produjo un desabastecimiento generalizado de vegetales y hortalizas a causa del mal tiempo. Resultaba penoso ver a algunos bípedos paseando por los pasillos del supermercado con la mirada perdida u observando con desconsuelo las estanterías vacías. Sin ir más lejos, mi ama se pasó la mañana de un sábado entretenidísima peregrinando de tienda en tienda buscando inútilmente un triste calabacín que llevarse a la boca. En el momento álgido de la crisis los clientes de Tesco solamente podían abandonar las instalaciones de la cadena con un máximo de dos lechugas iceberg por persona. Todo muy correcto y civilizado y, hasta cierto punto, aburrido: habría sido muy curioso ver una manifestación de humanos rositas con pancartas reclamando el retorno de las bolsas de espinacas.
Pese a la resignación general, no
faltaron las teorías conspirativas. Hubo quien dijo que los elevados precios de
los pocos vegetales que se podían encontrar constituían una ominosa advertencia
de la inflación que se avecinará en los próximos años ahora que los isleños han
decidido abandonar un círculo de estrellas amarillas sobre fondo azul que no
tengo muy claro lo que significa. También hubo quien se frotó las manos
haciendo campaña para incentivar el consumo de productos locales. Mi teoría
personal es que las condiciones climatológicas adversas del continente fueron
un evidente acto de sabotaje contra la economía isleña y por lo tanto la ausencia
de hortalizas en los seriales constituyó una maniobra para desmoralizar a la
población y concienciarla de lo vulnerable que resulta sin las importaciones de
tierra firme.
Afortunadamente la carencia (y la
carestía) no duraron eternamente. El pandemónium alimenticio en el que vivía
inmersa mi dueña regresó a su cauce una maravillosa tarde en la que encontramos
unos objetos verdes asomando por una caja. Jamás pensé que una cucurbitácea pudiera hacer
tan feliz a alguien. Mi
ama entró en modo hacer-acopio-de-vituallas-en-previsión-de-un-holocausto-nuclear
y regresamos a casa cargadas de calabacines. Desde entonces no acaba de
desprenderse de su síndrome de ama de casa de posguerra y se pasa las semanas
atiborrando la nevera de verduras, no vaya a ser que otra tormenta atraviese España
dejándonos sin tomates igual que hizo un tal Atila con el césped.