Me parece que nunca he declarado públicamente que mi humana
tiene dos progenitores encantadores. Todo lo encantadores, entendámonos, que
pueda ser un simio. De hecho, no es la primera vez que me planteo de dónde
cáscaras ha salido mi dueña con el par de padres que tiene. Misterios de Mendel
y sus guisantes de colores, supongo.
Los progenitores de mi ama son, además, la mar de apañaditos:
tan pronto te reparan un mueble con tornillos de Ikea como encuentran un
remedio para quitarle olores al frigorífico, por no mencionar las carantoñas
que le hacen a la mascota de su hija, con lo que me divierte ser el centro de
atención. ¡Así da gusto tener a gente en casa!
Nuestra convivencia discurría en la más completa armonía
hasta cierta tarde de finales de marzo, cuando mi ama regresó del trabajo. Su
ardilla favorita (o sea, una servidora) dormitaba plácidamente en el interior
de la mochila de la piscina, totalmente ajena a lo que se avecinaba. Una vez
hubo soltado el abrigo, el bañador y las chancletas mi bípeda reparó en que
sobre el colchón hinchable donde dormía provisionalmente reposaba un bulto
aproximadamente de mi tamaño. Mientras yo me desperezaba y saltaba de la
mochila a la silla y de la silla al suelo, ella fue retirando cuidadosamente
el papel que envolvía su regalo.
Todo sucedió muy deprisa. De pronto, una mancha de color
naranja apareció en el regazo de mi dueña, se precipitó en mi dirección y pasó
zumbando hacia el balcón. Seguidamente escuchamos un golpe sordo y a
continuación una sucesión de arañazos contra el cristal de la puerta, que
estaba cerrada. Cuando al fin comprendimos lo que acababa de ocurrir nos dimos
cuenta de que había una ardilla roja en medio del salón intentando escapar por
la ventana y con un chichón en la cabeza.
Una vez superada la perplejidad inicial, mi ama se aproximó
con cuidado al roedor, que seguía intentando horadar el vidrio con sus garras
frenéticamente. Este hizo una pausa en su infructuosa tarea, la miró y cuando
ella alargó la mano para intentar tocarla pegó un brinco hacia un lado y echó a
correr para desaparecer en el dormitorio. Unos instantes después escuchamos un
nuevo topetazo y arañazos redobladamente desesperados contra otra ventana.
Dado que podíamos pasarnos lo que quedaba de tarde yendo de
ventana en ventana – con el probable riesgo que ello habría conllevado para la
integridad del cráneo de mi congénere – mi humana me pidió que interviniese. Lo
cierto es que, dentro de lo cómico de la situación, me daba pena el miedo que
estaba pasando la pobre ardilla roja, pese a que era consciente de que abrir
las ventanas de un segundo piso para dejarla salir habría sido lo más parecido
a un suicidio asistido. Me recordaba un poco a mí misma y a mis primeros
ataques de pánico metida en bolsas de plástico cruzando el Atlántico dentro de
una Samsonite.
Dejando a mi bípeda y a sus progenitores en la sala de
estar, troté con cautela hacia la alcoba y me encaramé al mismo alféizar donde
un roedor aterrorizado seguía buscando un recoveco por el que huir. Por su
reacción al verme resultó evidente que en su apresurada fuga ni siquiera había
reparado en mi existencia. Creo que se esperaba que le ayudase a escapar.
Intenté serenarlo como mejor pude mientras, por dentro, maldecía a los padres
de mi humana por obsequiar animales salvajes tan a la ligera.
Cuando ambos reaparecimos en el salón – yo delante, él
titubeante y nervioso parapetándose tras mi cola – los tres simios nos miraron
con curiosidad. Mi ama, con su fabuloso don de la oportunidad para sacar a
colación temas de vital importancia en los momentos más adecuados, lanzó al
aire la pregunta que nadie se estaba haciendo: “¿Cómo le vamos a llamar?”.
Desde ese día, la ardilla roja sin nombre se ha quedado a
vivir con nosotros. Todavía no la hemos bautizado porque estamos esperando a
tropezarnos con un patronímico que le siente bien y porque, teniendo en cuenta
las veces que ha intentado huir, igual es mejor no encariñarse mucho con él
hasta que se tranquilice un poco y deje de correr como una exhalación por los
pasillos del edificio cada vez que alguien abre una puerta. Hay trece hasta la
calle y todas son lo suficientemente pesadas como para que no pueda abrirlas
solo, aunque no puedo culparlo por su tenacidad. A veces hace que me plantee si
no me estaré domesticando demasiado.
El caso es que los últimos dos meses han sido complicados:
como no me llegaba con tener que cuidar de una humana, ahora paso mis días
pendiente de que el recién llegado no se queme la cola paseando sobre los
hornillos de la cocina, de que no llene de ramitas y pelusas ni la lavadora ni
el microondas (por mucho que se empeñe no son rincones aptos para madrigueras)
y de que no haga alpinismo por las cortinas (no porque tenga nada en contra del
alpinismo, sino porque a base de comprobar empíricamente la ley de la
gravedad una aprende que no todos los elementos decorativos de una casa están
diseñados para trepar por ellos). ¿Cómo bellotas voy a mantener el blog
actualizado si me tengo que ocupar constantemente de que uno de mis congéneres
no muera electrocutado por meter frutos secos en un enchufe?
En definitiva, por muy encantadores que sean los
progenitores de mi ama, bien se podían haber ahorrado la gracieta de aumentar
el ratio de roedores/simio de nuestro hogar. Ahora entiendo mejor de dónde le
sale a mi humana su vena un pelín tarambana. ¡Con lo cómoda que estaba yo
siendo ardilla única!
Y no, no estoy en absoluto celosa. Aquí la ardilla alfa soy yo.

Y no, no estoy en absoluto celosa. Aquí la ardilla alfa soy yo.
