Lo he dicho ya en múltiples ocasiones y creo que jamás me
cansaré de repetirlo: a los humanos les encanta complicarse la vida. Es por
esto que mi ama - junto con otra bípeda que pronto me hará la competencia como
Santa Chop – decidió embarcarse una vez más en la siempre entretenida y a
menudo exasperante tarea de buscar un lugar de residencia.
Traducido, el párrafo anterior significa trece pisos en
cuarenta y ocho horas y una ardilla asfixiada en una Samsonite. Si alguien
necesita una definición perfecta de un déjà vu para roedores, es esa.
Narrar la crónica de los trece apartamentos, con sus trece
caseros barra comerciales, con sus trece cajas de escaleras (los ascensores
son un lujo en el centro de Madrid), con sus veintiséis habitaciones –
algunas de pesadilla -, con sus trece cocinas flamantes o destartaladas, con su
ausencia de calefacción, su mobiliario caduco o sus cláusulas de alquiler
inabordables, sería probablemente una empresa demasiado larga y agotadora para mis
pobres garras, y dado que estoy deseando que llegue el buen tiempo para ponerme
de nuevo en forma trepando por los árboles del Retiro referiré simplemente mis
dos avatares favoritos como muestra extrapolable a todo lo demás: el comercial
inagotable y el apartamento surrealista.
El comercial inagotable entró en la vida de mi ama a golpe
de viernes por la mañana, si bien su futura compañera de piso ya había tenido
el gusto de entablar conversación con él la mañana anterior. Este cordial
caballero resultó ser joven, alto, delgado, de cabellos y ojos oscuros y, en
general, bastante atractivo según los cánones humanos aunque para mi gusto no
fuese lo suficientemente peludo y le faltase cola. El comercial, tan trajeado y
formal, resultó ser probablemente el bípedo más insistente que me haya cruzado
desde que empecé a frecuentar los círculos simiescos de mi ama. Estoy segura de
que si hubiese tenido las llaves de los inmuebles de medio Madrid nos habría
arrastrado por todos ellos con tal de que le alquilásemos alguno, cualquiera, ya
fuese un garaje o un carromato cíngaro. Por desgracia para él, ninguno de los apartamentos
que vimos se ajustaban a lo que mis humanas estaban buscando, lo que no impidió
que siguiese intentando persuadirlas. En revancha, mi dueña se ha propuesto dar
la lata incansablemente hasta que consiga que las invite a tomar algo en el
local de copas en el que se pluriemplea como relaciones públicas los fines de
semana. Esto es la guerra.
El apartamento surrealista recibe su apelativo de su
distribución, completamente desprovista de ningún vínculo con la lógica o la
racionalidad. Digamos que si hubiésemos aplicado los principios de la escritura
automática a un piso, seguramente nos habría salido algo bastante parecido.
Imaginemos un ático de estancias de idénticas dimensiones flanqueando un largo
pasillo oscuro, cada una con un ventanuco blanco y estrecho en el extremo
superior derecho. Imaginemos una estancia triangular al fondo, bajo el tejado,
que deja paso a otros dos habitáculos en las bajantes de ese mismo tejado en
los que se amontona un peculiar desorden de objetos de lo más variopinto y que
engloban desde somieres a impresoras (susceptibles
de ser utilizados por los inquilinos si consiguen sacarlos de su escondrijo sin
perder un brazo). Imaginemos entonces lo más epatante de todo: una cocina con
su despensa, sus fogones, su horno, sus electrodomésticos… y una ducha. No, no
me refiero a una portezuela que da paso a un baño. Me refiero a un plato de
ducha con una mampara. En el interior de la propia cocina. En una esquina junto
a la ventana. Todavía no entiendo cómo mis dos humanas no decidieron quedárselo
ipso facto. Sin duda Dalí lo habría encontrado hilarante.
Allá por septiembre del año pasado declaré que mi dueña
tiene una suerte inexplicable en el sector inmobiliario, pero lo cierto es que esta
vez la fortuna ha sido bastante más esquiva que en ocasiones anteriores. Menos
mal que un minipiso minúsculo pero coquetón se cruzó en la vida de mis dos
humanas para salvarlas de tener que ducharse oliendo a fritanga. Ahora lo que
me pregunto es si en 40 metros cuadrados habrá también sitio para una ardilla.
Dudo que mi ama y su sufrida compañera estén listas para vivir juntas sin mi supervisión. Por el bien de esta última, sobre todo.