La habitación estaba envuelta en una penumbra amarillenta y
acogedora que emanaba de una lamparita encendida sobre la mesilla de noche. La
cama tenía dos ocupantes, ambas tendidas boca arriba. Una estaba tapada hasta
el pecho por la sábana y la colcha, con las manos entrelazadas sobre el
vientre; la otra se había tumbado a su lado, en diagonal, con la sien a la
altura de su hombro. Entre ellas, en apenas milímetros, cabían casi sesenta
años.
Sin mirarse, las dos fijaban sus ojos en la misma dirección.
Allá arriba, sobre sus cabezas, multitud de líneas pardas atravesaban
caprichosamente el techo de la alcoba. Erráticas e imprevisibles, se cruzaban e
interrumpían las unas a las otras como si todas intentasen hablar
atropelladamente y al mismo tiempo. Se curvaban en circunferencias imperfectas
e inacabadas o se diluían y desaparecían en las sombras. La luz, aprendiz de
dibujante, parecía conferirles vida propia.
“Vaya un modo de pasar un viernes noche, aquí conmigo, en
lugar de salir por ahí” dijo entonces una de ellas, la más mayor.
La otra se incorporó bruscamente, se giró y la miró con
incredulidad mientras protestaba enérgicamente, aunque con menor vehemencia de
lo que le habría gustado. ¿Cómo se le ocurría siquiera semejante idea? ¿Acaso
pensaba que se aburría? ¿Qué estaba allí por obligación?
Se equivocaba.
Acababan de regresar de un viaje por aquellos senderos
marrones que en los últimos tiempos se habían convertido en el firmamento de
una de ellas. Un periplo fabuloso en el que se habían topado con bisontes (o
vacas, no se habían puesto de acuerdo en ese punto), peces, cabezas de perro y
hasta con un trasero enorme dándoles groseramente la espalda. Al volver de la
excursión habían bailado un tango como los que sonaban cuando la madre de una
de ellas recorría folixes vendiendo dulces. ¿Qué más se podía pedir?
De pronto, la más joven se percató de que la causa de su
apasionada reacción al comentario de la primera había sido el miedo. Miedo a
que las grietas del techo volviesen a ser solamente eso: grietas. Instintivamente
cruzó fuerte los dedos y deseó que todavía quedasen muchos viernes como aquel.
“¡Mira, güela, bueyes!” exclamó tras una pausa la nieta,
sonriendo y con voz cantarina. Sobre todo que no le leyese el pensamiento,
pensó. Sobre todo eso. Puede que ninguna de las dos se apellidase Sanz de
Sautuola, pero de momento todavía tenían su propia Altamira, bicromática y con
olor a suavizante.