domingo, 10 de septiembre de 2017

City of Stories

En Norvic hay piedra que se sonroja cuando hace calor y caliza con corazón de pedernal. Hay un antiguo futuro almirante que se granjeó una estatua pública por permanecer dos semanas (o dos meses, o dos años) en una escuela catedralicia, y leones asirios que velan la entrada de un edificio desde cuyo balcón Hitler habría querido lanzar una arenga.

Aquí los arbotantes decimonónicos devienen prótesis de titanio para caderas contemporáneas y los osos de peluche juegan al escondite en jardines secretos ocultos tras anodinos portones de madera. En la cuna de mujeres sociólogas, escritoras y abolicionistas todavía perviven señores que no pueden sentarse a la mesa sin bendecirla, ni levantarse sin brindar por la reina.

No son los únicos transeúntes de estos senderos de nostalgia. Las edades pasadas se tumban a descansar junto al río, puntuadas por utopías eléctricas en muros de ladrillo, fuentes secas y úes del revés. Del otro lado de la crecida de 1912, los extranjeros que con el tiempo dejaron de serlo custodiaban telares en buhardillas luminosas, destinados a ser inevitablemente reemplazados por fábricas de máquinas de coser que, a su vez, perderían sus chimeneas como si fuesen hojarasca otoñal. Con ellas se fueron los chales de lana y seda, hoy raros y valiosos, los zapateros remendones y las monarcas de luto consumidoras de bombasí.  

Bajo el cielo blanco, azotadas por vientos que traen lluvias intermitentes y cambios de estación, permanecen la tumba de un estafador que jamás florece y lápidas con permanentes de hiedra. Los nuevos tiempos se aprecian en los baños de señoras en clubes exclusivamente para caballeros. Las manos entran en calor con un té con leche y la realidad vuelve a imponerse paulatinamente.

Quién sabe si las peras del centro del laberinto del jardín del obispo llegarán a madurar alguna vez.