miércoles, 10 de abril de 2013

Etxeak

Hay viajes circulares que terminan del mismo modo que empezaron. Su circularidad les otorga una cierta apariencia de perfección, de ciclo cumplido. Todos los hilos sueltos se van atando paulatinamente, los flujos se invierten, y al final queda solamente una sensación de paz y de quietud serena flotando en el aire.

A veces también hay vidas cíclicas. Vidas que comienzan con una o dos maletas, con tres o cinco cajas, de las que surgen expectativas, recuerdos, lugares, olores y personas. Juntos pueblan un espacio, se apropian de él y lo convierten en suyo durante un período limitado. Su presencia difumina la sutil línea que diferencia un inmueble de un hogar.

Pero un día el final deja de ser horizonte para convertirse en pasado mañana. Dan comienzo las últimas veces, la planificación de menús y lavadoras pendientes, el doblado y el empaquetado, hasta que tu existencia vuelve a reducirse a una sucesión de paralelepípedos. El vacío es el mismo que había cuando llegaste, pero ahora es un vacío hecho de ausencia y no de intuiciones de presencias. Tus pasos parecen resonar con mayor reverberación por el mero hecho de haber quitado las postales de la nevera o haber descolgado el calendario de la pared. El chasquido de la cerradura empieza a sonar como esa puerta borgiana cerrada hasta el fin del mundo.

Habrá tiempo de soñar con nuevas cerraduras, pero no será esta noche. En nuestro salón hoy hay cuatro cajas y dos maletas. Y mucho silencio. Y mucho eco. Y la certeza de que las casas se olvidan de nosotros con mucha mayor rapidez que nosotros de ellas.