martes, 3 de septiembre de 2013

Cerco e... trovo?

Mi ama tiene una suerte endiablada para las casas. Es un hecho incontestable. Otros bípedos la tienen en el juego, o en el amor, así que supongo que para compensar que nunca le toca la lotería y que todavía no ha conseguido llamar la atención de un gondolero, mi dueña es afortunada en el sector inmobiliario.

Basándose en esta premisa, cuando mi humana tuvo conocimiento de que su casera había alquilado nuestra buhardilla bohemia a partir de septiembre no se preocupó excesivamente. Como de costumbre, la casa perfecta la estaría aguardando tranquilamente en algún rincón ignoto. Sobre todo en Venecia, que parece haberle cogido simpatía, quién sabe por qué.

Esta vez, sin embargo, mi ama no tuvo en cuenta varios factores:

1. Estaba buscando alojamiento solamente para dos meses.
2. En septiembre comienza el curso escolar.

La desastrosa conjunción de ambos nos colocó en una situación bastante difícil dado que cada vez que mi bípeda llamaba o escribía, la respuesta (si la había) era siempre la misma: lo siento, estoy buscando a alguien que se quede más tiempo. Pero no pasaba nada. Todavía había margen de maniobra. Nuestra casa estaba ahí fuera esperándonos y era solamente cuestión de tiempo que diésemos con ella.

Agosto fue desgranándose lentamente sin que las opciones de alojamiento se ampliasen lo más mínimo. Vimos un total de ocho pisos distintos aunque mi dueña envió innumerables e-mails y telefoneó a un montón de simios. Pasamos por una casa enmoquetada del suelo al techo, por un zulo en el que solamente cabían mi ama y una cama de 90 (y eso que yo ocupo poquito), por el bajo extrañamente perfumado de un farmacéutico camerunés y por una habitación casi sin amueblar cuya ventana daba a la casa del vecino. Mi ama dijo que se quedaba con un piso o con una habitación en tres ocasiones distintas, y en todas la avisaron en apenas veinticuatro horas de que habían encontrado a alguien dispuesto a quedarse más tiempo. La casa perfecta quizás existiera pero pardiez, qué bien escondida estaba…

Con este glorioso panorama nos plantamos en el martes pasado, 27 de agosto: a cuatro días del desahucio. Evidentemente a estas alturas la tranquilidad de mi ama hacía tiempo que se había evaporado, y en su lugar habían aparecido cierta angustia y no poca frustración. ¿Por qué Venecia se empeñaba en hacerlo todo tan difícil?

El martes mi dueña llamó por teléfono a una señora que alquilaba una habitación pero, cómo no, la señora le respondió muy amablemente que buscaba un inquilino de larga duración. Resignada, mi ama se disponía a colgar cuando del otro lado de la línea su interlocutora recordó que tenía una amiga que también alquilaba una habitación, así que le dio el número para que se pusiese en contacto con ella. Así lo hizo, y la humana que descolgó el teléfono la invitó a pasarse por su casa aquella misma tarde después del trabajo. Mi bípeda tomó entonces la desesperada determinación de dejar de buscar si aquella habitación resultaba, efectivamente, habitable. Empezábamos a necesitar un milagro.

Una hora antes de la cita, el ángel guardián de mi ama - que casualmente reside en Nueva York – le habló de otra humana que quizás pudiera ayudarla. La madre del novio de una amiga, dijo. Una habitación libre, puntualizó. Ven a verla mañana, replicó una voz americana a la llamada inmediata de mi dueña.

Huelga decir que esa tarde, por supuesto, acudimos a la cita concertada aunque con la cabeza puesta en la alcoba que veríamos al día siguiente. Nos recibió una ancianita muy amable que hablaba español porque había trabajado bastante tiempo como voluntaria en Ecuador, y que tenía mucho interés por conseguir la receta del gazpacho de la madre de mi ama. Dentro de lo malo, pensamos ambas, si la cosa mañana no sale bien siempre nos podemos venir a hacerle gazpacho a esta buena mujer. 

Afortunadamente no fue necesario. Al día siguiente nos pusimos en contacto con nuestra futura casera para ver la habitación y resultó que esta se encontraba a dos puentes y un canal de nuestra querida buhardilla, en un campiello que atravesamos incontables veces camino del supermercado. Pero es que además de estar cerca, la casa tenía absolutamente todo lo que buscábamos, y además era bonita, acogedora y amplia. El milagro se había hecho de rogar, pero finalmente allí estaba.

Cuando nos despedimos de la casera – tras pactar rápidamente la fecha de la mudanza – a mi ama le temblaban las rodillas y prácticamente tenía los ojos llenos de lágrimas, quién sabe si de alegría, alivio o incredulidad. Con lo dramática que es cualquiera lo adivina. Yo por si las moscas me la llevé hasta el borde del Gran Canal para que le pidiese disculpas a la ciudad por dudar de ella. A ver si aún se va a ofender y se venga enviándonos más acqua alta. ¡Que yo mido menos de veinte centímetros!

Y así fue cómo Venecia, esquiva y veleidosa, se apiadó de nosotras y nos regaló un nuevo hogar en el que ser felices.