jueves, 12 de septiembre de 2013

Regata Storica

Creo que alguna vez he mencionado que Venecia está llena de canales. En caso de no ser así, lo menciono ahora: Venecia está llena de canales (salvo que los venecianos en lugar de canales les llaman ríos, pero ese es otro tema). He considerado oportuno recordarlo porque la historia que voy a contar tiene que ver precisamente con el más importante de todos: el Canal Grande.

Los hechos sucedieron hace ya un par de semanas, el día que mi ama y yo terminábamos de mudarnos a nuestro nuevo hogar. Esa misma tarde nuestra casera la invitó a una recepción en casa de un amigo y mi dueña, aduciendo que yo no cabía en el bolso que lleva cuando se disfraza de humana respetable, decidió muy descortésmente dejarme encima de la cama. ¡Ni que fuera un peluche!

Evidentemente no me quedé cruzada de garras y aprovechando que se había dejado las ventanas de la habitación abiertas me escabullí ágilmente y me dediqué a seguirla entre aleros y tejados. Las calles estaban plagadas de gente y recuerdo que pensé que el ratio de turista por metro cuadrado me parecía algo más elevado de lo habitual. Mi ama, su casera y el hijo de esta se encaminaron hacia el traghetto de San Tomà con la intención de atravesar el Canal Grande pero cuando llegaron se llevaron una desagradable sorpresa al descubrir que este estaba temporalmente suspendido. Sus únicas opciones eran atravesar el canal por los puentes de Rialto o de la Accademia y, con una lógica que a fecha de hoy todavía no he logrado comprender, ellos optaron por el segundo, que era el más alejado. Yo les seguía de cerca intentando en la medida de lo posible no poner una pata a nivel de calle para evitar potenciales pisotones. Por desgracia para mí, si pretendía perseguir a mi ama por media Venecia yo también estaba obligada a atravesar el Gran Canal, y allí no hay aleros que valgan.

El puente de la Accademia estaba completamente cubierto de simios irascibles y vociferantes intentando cruzarlo en ambas direcciones. En uno de los accesos, una humana vestida de uniforme intentaba inútilmente poner un poco de orden en las hordas caóticas que la rodeaban, gritando instrucciones completamente superfluas que nadie seguía. Mi ama se zambulló en aquella marabunta humana y la perdí completamente de vista.

Mis propias opciones para la travesía se reducían a dos: o bien me hacía pasar por el hermoso collar de piel de una turista rusa - una estrategia con pocas probabilidades de éxito visto que estábamos casi a treinta grados – o me lanzaba al agua y atravesaba a nado. En efecto, las ardillas también nadamos. Especialmente yo, que desde que me hice cargo de mi humana practico a menudo.

Tras un momento de duda me decanté por la segunda opción. Cualquiera que haya visitado esta ciudad sabe que darse un baño en sus canales, con sus aguas claras y límpidas, es arriesgarse a salir brillando en la oscuridad. Además, como puede corroborar Ella de Large, el Canal Grande es bastante más ancho de lo que parece a simple vista. El caso es que hice acopio de valor y me sumergí en la laguna. Tuve que sortear un montón de trastos flotantes, pero finalmente conseguí llegar entera al otro lado sin que nadie me diese con un remo en la cabeza. Incluso logré adelantar a mi ama, a la que vislumbré entre la multitud trotando detrás de su casera.

Los tres continuaron por callejas que los turistas no frecuentan, de manera que tuve que apretar un poco el paso. Pronto llegaron frente a la verja de una mansión señorial con un pequeño jardín en el frente. Los seguí disimuladamente hasta la puerta y escuché las indicaciones del portero cuando entraban en el ascensor, así que con esa información trepé por uno de los árboles del jardín hasta la última planta de un elegante palacio con vistas sobre la autopista líquida de Venecia.

En la mansión había muchos bípedos vestidos como si fuesen a una fiesta, unos cuantos bípedos de ojos rasgados vestidos de blanco paseándose con bandejas con comida o bebida y un mobiliario sin renovar como mínimo desde hacía un par de siglos. Mi ama se quedó pálida al verme aparecer dando saltitos por una de las esquinas del balcón, y con una mirada reprobatoria me hizo un gesto sutil para que me ocultase antes de que alguien me viese. Me aposté con cuidado en uno de los extremos de la balaustrada e hice todo lo posible por quedarme inmóvil cual enanito de jardín.

Desde mi atalaya por fin logré presenciar lo que sucedía: el Canal Grande estaba plagado de barquitos de todos los tamaños y cilindradas respetuosamente colocados en hileras en cada ribera, y por el centro del canal pasaba un imponente desfile de barcos y góndolas, a cada cual más decorado. He de decir que los humanos que las tripulaban iban vestidos de forma un poco anacrónica, pero con la afición que tienen en esta ciudad por el Carnaval me imaginé que estarían celebrando algo.



Así era, y la rareza no había hecho sino empezar. Durante las siguientes tres o cuatro horas me dediqué a ver pasar barquitas y más barquitas, cada una de un color distinto. El número de remeros variaba en cada ocasión, y se los veía preocupadísimos por subir y bajar el canal como si les persiguieran los demonios (que para el caso debían de ser los ocupantes de las barcas de detrás). La gente de las demás embarcaciones les gritaban cosas que yo no alcanzaba a escuchar, y todo el mundo en el palacio donde me encontraba parecía muy interesado por lo que estaba pasando. De golpe, tras pasar otra fila de barquitas, la concentración de los espectadores pareció diluirse y las motoras se fueron yendo tan caótica y ruidosamente como habían llegado. Al cabo de un rato mi ama y sus acompañantes también abandonaron la opulenta mansión para regresar tranquilamente a casa. Esta vez, afortunadamente, por Rialto.



Al final tras tanta conmoción no llegué a entender muy bien si las barcas iban o venían, si se estaban disputando algo, si tenían prisa por llegar a alguna parte o si estaban jugando al escondite inglés acuático… y lo grave es que ni siquiera mi ama fue capaz de explicármelo, de lo que deduzco que ella tampoco se debió de enterar demasiado. En cambio aprendí que como gnomo de jardín soy más adorable incluso que el de Amélie.

Y viajo casi tanto como él.