miércoles, 9 de julio de 2014

¿Acuérdeste, guaje?

Las personas se van y detrás de ellas queda el silencio. Nadie se ha marchado dejando un rugido, ni una sinfonía, ni siquiera un vago runrún. Se van y, cuando lo hacen, el silencio permanece.

Las personas se van, pero sería un error confundir el silencio con el vacío. Nada más lejos de la realidad. El silencio es simplemente eso, silencio. Y, aunque no lo parezca, puede estar habitado. Las personas pueden irse y abandonar – no, abandonar no: legar, dejar en usufructo - una marea de memorias calladas que vendrán a lamer las costas de nuestros recuerdos con la misma cadencia, firme y pausada, del oleaje.

Acudirán de puntillas o a raudales, con un ritmo incontrolable, imprevisible y muchas veces involuntario. Quién podía adivinar que recordarías el olor a tabaco impregnando aquel coche que ya no existe, o aquella voz profunda y un poco rasposa. Nadie pensó jamás que de pronto, y sin venir a cuento, se abriría paso una imagen de dos primas jugando en una sala de estar ajena para toparse con un mechero comprometedor. No, a quién podía ocurrírsele una cosa semejante: lo lógico sería empezar el álbum por el final y no por el principio; pero así es como actúan los recuerdos moradores del silencio: sutil y subrepticiamente. Seleccionan lo infrecuente y desechan lo obvio, quizás porque su presencia ante nuestras retinas es todavía tan evidente que pensar en ello aún no cuenta como pasado. Toman lo pequeño, lo intrascendente, y te lo muestran grabado a fuego en el azogue del espejo del baño.

No se trata de crueldad.  Las memorias no son afectas del marqués de Sade. En realidad siempre han estado ahí, pero faltaba ese silencio para darles forma y hacerlas visibles. Ya ves, hay quienes no son capaces de distinguir huellas en los acantilados si no se las pintan con tiza, aunque sean de dinosaurio. Aquí sucede lo mismo. Hay silencios que, paradójicamente, nos obligan a escuchar.

Las personas se van, y en el silencio del recuerdo en ocasiones se camuflan pensamientos traicioneros anclados en lo que se podría haber hecho o se podría haber dicho, en lo que se quedó pendiente y nos habría gustado que se realizase. Ideas falaces de lo que se habría cambiado si se hubiera sabido lo que iba a pasar, cuya formulación condicional las desenmascara sistemáticamente como quimeras. Porque en el fondo lo inacabado no siempre es malo. No sé hasta qué punto una vida en la que todo estuviese dicho, hecho y atado sería verdaderamente digna de llamarse vida. Tú que lees esto estás, afortunadamente, inacabado.

Las personas se van como se van las hojas, las ardillas, las estaciones. Sus memorias engendran añoranzas porque solamente se puede echar de menos aquello que se ha conocido y que ya no está. Solamente añoramos lo que ha sido bueno y a aquellos a los que hemos amado. Y ellos, como niños traviesos, nos acechan entre las páginas de los libros que leyeron, mezclados con la tinta de los cuadernos en los que narraron sus viajes de ultramar o en el interior de modestos anillos de plata. Sus recuerdos aguardan pacientemente a que encontremos el ratito de silencio adecuado para devolverlos al presente. Saben que en esos instantes, por escasos o fugaces que sean, ellos no se habrán marchado del todo.

Las personas se van. De modo repentino, prematuro e improbable. Con tal celeridad que cuando te detienes a tomar aliento ha transcurrido ya una semana y apenas has tenido tiempo de asumirlo. La incredulidad es sólo otro mecanismo de defensa ante lo inesperado. Tan inesperado como sorprenderte a ti mismo un martes por la tarde pensando en que ojalá encontrases de nuevo aquel viejo mechero, aunque no fumes, porque esta vez te lo quedarías.