Las personas se van y detrás de ellas queda el silencio.
Nadie se ha marchado dejando un rugido, ni una sinfonía, ni siquiera un vago
runrún. Se van y, cuando lo hacen, el silencio permanece.
Las personas se van, pero sería un error confundir el
silencio con el vacío. Nada más lejos de la realidad. El silencio es
simplemente eso, silencio. Y, aunque no lo parezca, puede estar habitado. Las
personas pueden irse y abandonar – no, abandonar no: legar, dejar en usufructo
- una marea de memorias calladas que vendrán a lamer las costas de nuestros
recuerdos con la misma cadencia, firme y pausada, del oleaje.
Acudirán de puntillas o a raudales, con un ritmo
incontrolable, imprevisible y muchas veces involuntario. Quién podía adivinar
que recordarías el olor a tabaco impregnando aquel coche que ya no existe, o
aquella voz profunda y un poco rasposa. Nadie pensó jamás que de pronto, y sin
venir a cuento, se abriría paso una imagen de dos primas jugando en una sala de
estar ajena para toparse con un mechero comprometedor. No, a quién podía
ocurrírsele una cosa semejante: lo lógico sería empezar el álbum por el final y
no por el principio; pero así es como actúan los recuerdos moradores del
silencio: sutil y subrepticiamente. Seleccionan lo infrecuente y desechan lo
obvio, quizás porque su presencia ante nuestras retinas es todavía tan evidente
que pensar en ello aún no cuenta como pasado. Toman lo pequeño, lo
intrascendente, y te lo muestran grabado a fuego en el azogue del espejo del
baño.
No se trata de crueldad. Las memorias no son afectas del marqués de
Sade. En realidad siempre han estado ahí, pero faltaba ese silencio para darles
forma y hacerlas visibles. Ya ves, hay quienes no son capaces de distinguir
huellas en los acantilados si no se las pintan con tiza, aunque sean de
dinosaurio. Aquí sucede lo mismo. Hay silencios que, paradójicamente, nos
obligan a escuchar.
Las personas se van, y en el silencio del recuerdo en
ocasiones se camuflan pensamientos traicioneros anclados en lo que se podría
haber hecho o se podría haber dicho, en lo que se quedó pendiente y nos habría
gustado que se realizase. Ideas falaces de lo que se habría cambiado si se
hubiera sabido lo que iba a pasar, cuya formulación condicional las
desenmascara sistemáticamente como quimeras. Porque en el fondo lo inacabado no
siempre es malo. No sé hasta qué punto una vida en la que todo estuviese dicho,
hecho y atado sería verdaderamente digna de llamarse vida. Tú que lees esto
estás, afortunadamente, inacabado.
Las personas se van como se van las hojas, las ardillas, las
estaciones. Sus memorias engendran añoranzas porque solamente se puede echar de
menos aquello que se ha conocido y que ya no está. Solamente añoramos lo que ha
sido bueno y a aquellos a los que hemos amado. Y ellos, como niños traviesos,
nos acechan entre las páginas de los libros que leyeron, mezclados con la tinta
de los cuadernos en los que narraron sus viajes de ultramar o en el interior de
modestos anillos de plata. Sus recuerdos aguardan pacientemente a que
encontremos el ratito de silencio adecuado para devolverlos al presente. Saben
que en esos instantes, por escasos o fugaces que sean, ellos no se habrán
marchado del todo.
Las personas se van. De modo repentino, prematuro e improbable.
Con tal celeridad que cuando te detienes a tomar aliento ha transcurrido ya una
semana y apenas has tenido tiempo de asumirlo. La incredulidad es sólo otro
mecanismo de defensa ante lo inesperado. Tan inesperado como sorprenderte a ti
mismo un martes por la tarde pensando en que ojalá encontrases de nuevo aquel viejo
mechero, aunque no fumes, porque esta vez te lo quedarías.