jueves, 24 de julio de 2014

O camiño das estrelas

Dicen que dicen los bípedos que existe un camino en el cielo cuyo reflejo en la tierra conduce hasta una ciudad de lluvia y granito muy cerquita del fin del mundo. Dicen que dicen, estos simios sin pelo, que recorrer sus vías y senderos te descubre parajes y personajes e incluso, a veces, recovecos de ti mismo. Qué sabré yo, simple ardilla, que por física básica contengo muchos menos centímetros cúbicos de dobleces que un ser humano corriente.

Se rumorea que quien completa el camino, lo inicie desde donde lo inicie, obtiene a cambio todo tipo de sensaciones positivas: satisfacción, indulgencia, alegría, serenidad, maravilla, plenitud. No importa la lengua que se hable o el color de cada pelaje puesto que a fin de cuentas los guijarros y el polvo son sordos y sufren de acromatopsia. Las ampollas y el cansancio son reductos verdaderamente democráticos en los tiempos que corren.

Hay una cosa, sin embargo, en la que no todos los viajeros son iguales. Tomemos, por ejemplo, a mi ama. Es imposible contar la cantidad de veces que ha recorrido las distintas rutas que conducen a la ciudad de las estrellas dado que el afán racionalizador de los humanos ha establecido como válidos solamente tres medios de transporte que ella, ironías de la vida, rara vez emplea. Ha experimentado, por separado y al mismo tiempo, todo el conjunto de emociones del párrafo anterior. Y a pesar de ello hay una vivencia que siempre envidia en los recién llegados: su primera vez.

Regrese las veces que regrese, mi dueña nunca podrá sentir la sacudida de sorpresa y descubrimiento que te asalta cuando llegas a un lugar en el que nunca has estado. Para ella existe la familiaridad, el reconocimiento, y aunque ella misma admite que es un lujo poder decir que proviene de un rincón del mundo tan especial como ese, a menudo se pregunta cuál habría sido su reacción si ella hubiese procedido de cualquier otra esquina y un día, de pronto, se hubiese topado frente a frente con un bosque de granito. ¿Le habría robado el aliento? ¿La habría cautivado? ¿La habría dejado indiferente? ¿La habría decepcionado?

Cuando puse una pata en su ciudad por vez primera, hace dos años, mi ama y yo apenas nos conocíamos. Aprendimos a tolerar nuestras manías – y nótese que ella tiene un montón -, nos dimos mordiscos y nos tiramos de las orejas en más de una ocasión, y finalmente llegamos a un equilibrio simio-roedor en el que ambas nos sentimos relativamente cómodas (excepto cuando habla en sueños; creo que nunca me acostumbraré a eso). La convivencia produce extrañas simbiosis.

Lo que yo no sabía entonces era que mi ama ya era en aquel momento el producto de una simbiosis previa. Creía simplemente que me había caído en gracia una humana un poco rarita. Lo sigo creyendo, pero ahora sé que entre sus peculiaridades hay mucho de mímesis. Es imposible vivir en una ciudad de lluvia sin que tus lágrimas se nutran del agua dulce que hace brillar las piedras del pavimento y sin que los latidos que te mantienen vivo suenen en Do grave, como los de la Berenguela. Imposible no tener una mente plagada de luces y de sombras cuando has crecido moviéndote por un laberinto de callejuelas. La geografía de mi ama se le ha colado bajo la piel. Por eso ella nunca tendrá un primer recuerdo de su ciudad: nadie recuerda la primera impresión que tuvo de sí mismo.

También por eso, esta noche, cuando las luces de la plaza se apaguen a las 23:30 y la multitud se agite en la oscuridad - sean locales o recién llegados - y ella lo contemple todo del otro lado de una pantalla por primera vez en siete años, procuraré arrebujarme silenciosamente contra ella para que sepa que entiendo por qué sus mejillas están cubiertas de lluvia.