jueves, 25 de junio de 2015

Eventyr

Érase una vez una ciudad. Se trataba de una de estas ciudades perezosas y letárgicas, que de tanto hibernar se habían vuelto completamente horizontales y planas. Su sol, en vez de vertical, se alzaba diagonal sobre calles empedradas, y cuando se ocultaba una luz lechosa y densa lo invadía todo.
Esta ciudad, además, tenía una peculiaridad que no muchas de sus hermanas compartían: su piel estaba agrietada y surcada por un sinfín de quebradas que, con los años, se habían ido llenando de agua. La ciudad había oído hablar de una de sus primas lejanas del sur, también anciana y arrugada, o de su medio hermana del norte, pero las imágenes que había visto de ambas le habían devuelto un reflejo con el que no se sentía en absoluto identificada.
La ciudad era distinta porque tenía un sueño. Era uno de esos sueños modestos, de los que uno arrulla por las noches antes de dormirse porque no se atreve a perseguirlos durante las horas de vigilia: quería aprender a silbar. Puede parecer un anhelo absurdo y, de hecho, la ciudad se avergonzaba un poco de perder el tiempo con semejantes quimeras. ¡Una ciudad silbando, valiente tontería! ¡Las ciudades no están para eso! Y, sin embargo, cada vez que el viento del norte venía a visitarla y se enredaba torpemente entre sus calles empedradas y sus surcos salados, la ciudad cerraba por un momento los ojos y se imaginaba a sí misma aprendiendo a domeñar aquellas ráfagas caprichosas que la sacudían sin orden ni concierto (nunca mejor dicho, por otro lado). Pero ¿cómo aprender? ¿Quién podría enseñarla? Que ella supiera, no existían manuales para los silbidos urbanos, de modo que se limitaba a pasar los largos meses de invierno sumida en sus ensoñaciones mientras la oscuridad velaba sus fantasías.
A veces la vida cambia de la noche a la mañana. En aquel caso, no obstante, cabe advertir que la noche era tan larga que su transición a la mañana duró unos cuantos meses. En ocasiones, también, las cosas cambian sin que uno sea consciente de que están cambiando. Sucede poquito a poco, con golpecitos pequeños que, de pronto, un día se descubren como virajes de timón que han alterado completamente el rumbo de las circunstancias.
A pesar de que la ciudad tenía mucha experiencia en lances náuticos (al fin y al cabo, el agua era una parte indisociable de ella), era bastante torpe en lo tocante al uso de sextantes y astrolabios. De esta forma no resulta sorprendente que se le fueran pasando, una por una, las indicaciones marcadas en las estrellas. Cabe añadir en su defensa que aquel invierno en concreto el cielo estaba cubierto tan a menudo que hacía muy difícil escudriñar el firmamento.
La primera señal fue un tamborileo constante y monocorde: taca-taca-taca-taca-taca. Procedía de las ruedas de sendas maletas, una grande y otra pequeña, al arrastrarse pesadamente por los pavimentos adoquinados que formaban su piel urbana. Cada traqueteo tenía un timbre distinto, acorde con los diversos tamaños de sus causantes. Inmersa como estaba en su letargo, la ciudad entreabrió un ojo, chistó a la recién llegada para que se callase y siguió durmiendo a plaza suelta.
Después vinieron las incidencias melódicas. Al más puro estilo blitzkrieg, la ciudad empezó a sentirse agitada en los momentos más inesperados por ondas sonoras procedentes de los rincones más variopintos: baladas en hindi, canciones españolas, percusiones orientales… Las guerrillas de redondas y corcheas se apostaban entre la niebla que rodeaba la torre del Rådhus, flotaban sobre sus grietas líquidas y se le colaban entre las dobles ventanas blancas de sus casas. ¡Menuda pesadez! ¡Así no había quien durmiera tranquilo! Como a moscas, la urbe las espantaba a base de farolazos o de estornudos, pero las muy recalcitrantes continuaban asediándola sin descanso.
Por fin, cuando los días comenzaron a crecer y la ciudad empezó a desperezarse y a sacudirse las telarañas que le habían ido creciendo sobre las barandillas, aparecieron los velocípedos. Los velocípedos se desplazaban sobre ella a una velocidad endemoniada, haciéndole cosquillas y provocando que de vez en cuando se le escapasen carcajadas similares al estallido de fuegos artificiales. Pero los velocípedos eran mucho más que plumeros de caucho o rascadores de espaldas: los velocípedos eran domadores de vientos. Cuando las ráfagas de aire del norte se deslizaban alocadamente por las calles de la ciudad, los velocípedos las atrapaban entre los radios de sus ruedas, las retorcían, les imprimían un movimiento giratorio y cuando estaban convenientemente mareadas las propulsaban hacia atrás para que quedasen prendidas de los filamentos del portabultos. De ese modo, los velocípedos llevaban tras de sí una larga estela de brisas y corrientes, céfiros y boreales, hasta el punto de que resultaba complicado establecer si su celeridad provenía de ellos mismos o del viento que soplaba por sus colas.
Lo más importante de todo, sin embargo, era que los velocípedos tenían tripulantes. Los tripulantes estaban acostumbrados al repiqueteo de su equipaje contra los suelos de otros lugares y, a fuerza de viajar, habían amoldado el ritmo de sus pasos al de la percusión de su bagaje. Las guerrillas musicales que tanto habían perturbado el sueño urbano de su nueva residencia no eran sino ellos mismos intercambiando frecuencias en las que reconocerse los unos a los otros como miembros de la misma colonia de aves migratorias. Eran algo así como los cantos de las ballenas.
Los tripulantes, además, sabían silbar. Sabían aspirar aquel aire frío y rebelde que tanto azotaba los costados de ladrillo de la cuarteada ciudad para devolverle de nuevo la libertad convertido en melodías. No se arredraban cuando este los vapuleaba, cuando les abofeteaba la cara al doblar una esquina ni cuando pasaba a su lado ululando sin control y amenazando con hacerlos caer al suelo. Resistían pacientemente, dividían cada torbellino en hebras y los convertían en canciones mansas y dóciles.
La ciudad los admiraba en silencio, similar al de las aguas tranquilas y esmeriladas de Islands Brygge al atardecer. Quizás también los envidiase un poco, quién sabe. Con las ciudades acuáticas uno nunca tiene claro a qué atenerse. El caso es que tal vez por timidez, o tal vez por orgullo, la ciudad se resistía a preguntarles cómo lo hacían.
Por suerte para ella, no le hizo falta: en ocasiones el universo conspira a tu favor. Aquella recién llegada de las maletas, la caminante intempestiva que la había despertado tan desconsideradamente un jueves de enero por la tarde, no dominaba las artes velocipédicas tan perfectamente como el resto de tripulantes. A lo mejor no las había aprendido de pequeña, o puede que sus aptitudes rodantes no fuesen tan buenas como las de sus congéneres. Probablemente nunca lo sepamos, si bien los motivos de su ignorancia no vienen al caso de esta historia.
Lo realmente relevante es que la recién llegada tuvo que aprender ella también a doblegar vientos, a combatir tempestades y a enfrentar muros de aire. Ella también tuvo que plantearse cómo malear un torbellino, cómo redondearlo y cómo domesticarlo para pasearlo tras ella por el borde de un lago o entre bosques habitados por ciervos blancos. Junto a ella, la ciudad observaba. Medía. Calculaba. Comprobaba que la agudeza o la gravedad de una nota dependían de la anchura del hueco por el que transitara, del caudal que lo atravesase y de la presión que adquiriera.
Hasta que un día, por fin, la ciudad empedrada y quebrada se dio cuenta de algo: silbar era mucho más sencillo de lo que creía. Ya tenía los huecos, los canales y los caudales; ahora solamente era cuestión de destreza. Ella, por sí misma, era un órgano horizontal.
La recién llegada, que ya no lo era tanto y que finalmente había aprendido a frenar con los pedales en los semáforos en rojo, se sorprendió un amanecer al escuchar un extraño trino de pájaros junto al Kastellet. No era capaz de reconocer a aquella especie. ¿De qué clase de ave se trataría? ¿Un gorrión, una garza, un cisne? La ciudad, mientras tanto, reía por lo bajo entre gorjeos.
La vida, en efecto, oculta giros inesperados: a partir de aquel momento su canto se quedaría enredado entre los cabellos broncíneos de una sirenita que, seis meses antes, había surcado los mares para ir a buscar a aquella torpe amazona de velocípedos que, por azares del destino, acabaría ayudándola a cumplir su sueño.