–¿Cuántos años tiene
esta tienda? –preguntó ella.
–Ciento dos –replicó la
dueña con una sonrisa y un deje de orgullo.
Dos mil quince menos cien… mil novecientos quince. Menos
dos, mil novecientos trece. Sus matemáticas aún no habían cambiado de año. El
comercio, con su mostrador de madera envejecida y sus paredes cubiertas de
arriba abajo con estanterías, pareció exhalar de pronto un aliento húmedo proveniente
de añejas cajas de cartón y de libros de cuentas escritos a mano.
Había sido el abuelo de la actual propietaria quien fundara
el negocio familiar. “Él sí que lo tuvo difícil” contaba su nieta: le habían
tocado dos guerras mundiales más una contienda española y se había arruinado
dos veces. En una de esas ocasiones pasó tres días encerrado en un cuarto
mientras su mujer palidecía de miedo tras el otro lado de la puerta pensando en
que su marido quizás no saliera vivo de allí. Pero lo hizo. Había comenzado a
trabajar a los trece años vendiendo zapatos en unos grandes almacenes y había
tenido la paciencia de ahorrar laboriosamente durante otros quince para abrir
su propia zapatería. No era de los que se rendían fácilmente.
La zapatería hubo de reconvertirse para sobrevivir a las
balas y al plomo, pero también logró salir adelante. El abuelo tuvo un hijo
letrado que mantuvo el negocio y compró el edificio en el que se encontraba, a
pesar de que la angustia por no tener dinero suficiente para pagar las letras
le robase el sueño a él y a su esposa. Por suerte las cosas marcharon y la economía
familiar aguantó. La tienda fue viendo desgranarse los años y las décadas mientras
la madera de sus estantes se oscurecía con el paso del tiempo.
En el centenario de su inauguración, la nieta, tercera
generación de una saga comerciante, colocó un letrero en el escaparate proclamando
la senectud de su establecimiento. En el interior, sobre uno de los viejos
mostradores, colgó una fotografía en blanco y negro tomada al poco de la
apertura del local, cuando todavía era zapatería. En ella, varios dependientes
aguardan la entrada de algún cliente mientras un caballero de poblados y
encerados bigotes enfundado en un traje claro observa serenamente al espectador.
Tenía veintiocho años y ni la más remota idea de que un siglo más tarde su recuerdo
serviría de inspiración para alguien que ni siquiera había nacido aún y a quien
no llegaría a conocer.
La nieta, con sobriedad pese a la evidente emoción, te dice
entonces que esa memoria que ella no posee pero que ha heredado, como la
tienda, es la que la ayuda a relativizar las dificultades y la crisis de los últimos
años. Mira a su alrededor, piensa en lo que trabajaron quienes la precedieron y
se repite que no será ella quien permita que todo ese esfuerzo haya sido en
vano. Sostiene que no puede presentarse allá arriba frente al joven trajeado
del mostacho para contarle que cerró la tienda sin haber plantado batalla antes.
Ella, aunque tal vez no sea consciente, ha salido al abuelo más de lo que parece:
tampoco es de las que se rinden. No queda sino aferrarse a la esperanza y confiar
en la física: la madera, generalmente, tiende a salir a flote.
[Historias reales que mi ama y yo tomamos prestadas cuando salimos a comprar
un paraguas en un día de lluvia].