lunes, 4 de enero de 2016

Os outros comerciantes

 –¿Cuántos años tiene esta tienda? –preguntó ella.

 –Ciento dos –replicó la dueña con una sonrisa y un deje de orgullo.

Dos mil quince menos cien… mil novecientos quince. Menos dos, mil novecientos trece. Sus matemáticas aún no habían cambiado de año. El comercio, con su mostrador de madera envejecida y sus paredes cubiertas de arriba abajo con estanterías, pareció exhalar de pronto un aliento húmedo proveniente de añejas cajas de cartón y de libros de cuentas escritos a mano.

Había sido el abuelo de la actual propietaria quien fundara el negocio familiar. “Él sí que lo tuvo difícil” contaba su nieta: le habían tocado dos guerras mundiales más una contienda española y se había arruinado dos veces. En una de esas ocasiones pasó tres días encerrado en un cuarto mientras su mujer palidecía de miedo tras el otro lado de la puerta pensando en que su marido quizás no saliera vivo de allí. Pero lo hizo. Había comenzado a trabajar a los trece años vendiendo zapatos en unos grandes almacenes y había tenido la paciencia de ahorrar laboriosamente durante otros quince para abrir su propia zapatería. No era de los que se rendían fácilmente.

La zapatería hubo de reconvertirse para sobrevivir a las balas y al plomo, pero también logró salir adelante. El abuelo tuvo un hijo letrado que mantuvo el negocio y compró el edificio en el que se encontraba, a pesar de que la angustia por no tener dinero suficiente para pagar las letras le robase el sueño a él y a su esposa. Por suerte las cosas marcharon y la economía familiar aguantó. La tienda fue viendo desgranarse los años y las décadas mientras la madera de sus estantes se oscurecía con el paso del tiempo.

En el centenario de su inauguración, la nieta, tercera generación de una saga comerciante, colocó un letrero en el escaparate proclamando la senectud de su establecimiento. En el interior, sobre uno de los viejos mostradores, colgó una fotografía en blanco y negro tomada al poco de la apertura del local, cuando todavía era zapatería. En ella, varios dependientes aguardan la entrada de algún cliente mientras un caballero de poblados y encerados bigotes enfundado en un traje claro observa serenamente al espectador. Tenía veintiocho años y ni la más remota idea de que un siglo más tarde su recuerdo serviría de inspiración para alguien que ni siquiera había nacido aún y a quien no llegaría a conocer.

La nieta, con sobriedad pese a la evidente emoción, te dice entonces que esa memoria que ella no posee pero que ha heredado, como la tienda, es la que la ayuda a relativizar las dificultades y la crisis de los últimos años. Mira a su alrededor, piensa en lo que trabajaron quienes la precedieron y se repite que no será ella quien permita que todo ese esfuerzo haya sido en vano. Sostiene que no puede presentarse allá arriba frente al joven trajeado del mostacho para contarle que cerró la tienda sin haber plantado batalla antes. Ella, aunque tal vez no sea consciente, ha salido al abuelo más de lo que parece: tampoco es de las que se rinden. No queda sino aferrarse a la esperanza y confiar en la física: la madera, generalmente, tiende a salir a flote.


[Historias reales que mi ama y yo tomamos prestadas cuando salimos a comprar un paraguas en un día de lluvia].