[Disclaimer: esta entrada estaba pensada para ser publicada a
continuación de Vertixe, pero los
recientes acontecimientos han provocado que quede cronológicamente desubicada].
Suena el teléfono y se te pasa la parada del bus.
Cuelgas y tu vida ha vuelto a ponerse patas arriba.
Las emociones se suceden y se superponen mientras tu mente
se inunda de cientos de pensamientos simultáneos. Dentro de ti hay pánico, hay
frustración, hay tristeza, hay expectación y en algún rincón, todavía pequeño,
hay alegría. Ha sido tal la sobreexposición a sentimientos contradictorios de
los últimos tiempos que aún no has recuperado la capacidad de experimentar una
única cosa.
¿Pánico? ¿Por qué? Porque te vas, y esta vez te vas de verdad.
Te vas ya, inminentemente, casi sin margen para respirar hondo antes de la
zambullida. Vuelves a dejarlo todo, un todo que está en el lugar y con la gente
adecuada pero que desgraciadamente no da de comer. Vuelves a empezar de cero. Y
no es que temas no saber hacerlo porque estás cansada de reiniciarte en
latitudes diversas: lo que temes es lo definitivo que parece. Te aterra el
desarraigo de saberte extranjera en donde vives y foránea donde naciste.
Sin embargo, ¿no buscabas eso? ¿Permanencia? ¿Estabilidad? Sí.
Llevas tanto tiempo siendo ave migratoria que tienes curiosidad por saber qué
se siente cambiando de especie. La frustración procede, entonces, de la
incapacidad para conciliar sueños. Por
qué no aquí. Por qué no yo. Por qué debo tirar la toalla en este maldito país
si siempre he intentado ser la mejor versión de mí misma para poder aportar mi
granito de arena.
Pero peor que admitir la derrota es asumir las
ramificaciones de la deserción. Hay demasiadas cosas que ni caben en maletas ni
se pueden meter en cajas: hogueras que no saltarás y fuegos artificiales que
estallarán sin ti, ciudades que no son plegables, personas que seguirán
adelante cuando ya no estés y a las que no podrás cuidar del mismo modo, o que
desaparecerán -literal y figuradamente- sin que puedas hacer nada por evitarlo
salvo llorar de impotencia del otro lado de la línea.
¿Línea? ¿Qué línea? Todavía no te has ido. Esa línea a
través de la que recibir noticias distantes, por ahora, no existe. Aún no sabes
cómo será vivir en tu nueva ciudad, ni qué tal te encontrarás en tu nuevo empleo.
No conoces bien a tus compañeros de oficina, ni has visto las caras de los que
serán tus futuros amigos -porque los habrá, no lo dudes. Todavía no has
encontrado un hogar por el que aprender a moverte con soltura en la oscuridad.
Admite que te pica el gusanillo de descubrir si serás capaz de volver a
pedalear por la izquierda sin que te atropellen.
Ahí, al fondo, al lado de tu potencial bici de segunda mano,
está esa sensación remolona que se resiste a aflorar, ahogada por el peso de
todo lo demás: la alegría. Lo has logrado. Por fin un trabajo de verdad, por fin vas a poder ser lo
que querías ser. Y te das cuenta de que si te cuesta tanto sentirte contenta es
porque todavía no te lo acabas de creer. Con todo lo que ha ocurrido
últimamente, quién podría culparte de temer gafarlo. Durante una temporada es
probable que sigas acogiendo las buenas noticias con cierto recelo, no vaya a
ser que el universo decida equilibrar la balanza arrebatándote a alguien más.
Por fortuna para ambas, mudanza tras mudanza hay algo que
has aprendido a no sacar de tus alforjas porque, si lo hicieras, sencillamente serías
incapaz de marcharte. No hay viaje ni aventura que den comienzo sin ella, por
muchas contradicciones que quepan en tu metro sesenta y cuatro. Sospecho que
cualquier emigrante te dirá que las tuyas ni siquiera son mínimamente originales.
¿Sabes lo que es?
Te daré una pista: dicen que es del mismo color que la
tierra a la que vas. Del mismo color que aquella que dejas a tu espalda.
Saca tus propias conclusiones.