miércoles, 20 de marzo de 2013

Aliron

Mi ama tiene un retorcido sentido del humor y a veces la odio por ello. Hace dos semanas me sacó bruscamente de mi apacible letargo dominical diciendo: “¡Espabila, que vamos a ver a los leones!” y cuando me quise dar cuenta ella y su primo estaban esperando por mí con el abrigo puesto.

Como todavía estaba medio adormilada tardé unos segundos en procesar la información. ¿Leones? ¿Panthera Leo? ¿Mamífero carnívoro? ¡Ni hablar! Intenté resistirme con todas mis fuerzas (las marcas de garras en los muebles y el sofá son prueba de ello), pero finalmente mi dueña me agarró por la cola, me metió en el bolso y ya no hubo forma de escapar. No sé qué parte de “Los leones comen ardillas” es tan difícil de entender.

Mientras yo roía frenética e infructuosamente las paredes del bolso, mi ama me condujo al interior de un recinto muy extraño: tenía forma rectangular y, aunque por fuera parecía un edificio cerrado, al llegar al centro descubrí que no tenía techo. Dentro ocultaba una pradera rarísima rodeada de bípedos (la mayoría curiosamente ataviados), muchas banderas y mucho ruido. Vamos, el entorno ideal para enloquecer a un león. Tampoco me tranquilizó en absoluto que nuestros asientos estuviesen situados casi al borde de la hierba y que no viera ninguna jaula por ningún lado. Estaba segura de que no duraría ni cinco minutos en cuanto aquellos bichos me olisqueasen. “Al menos” pensé “primero tendrán que quitarle el bolso a mi dueña, y con un poco de suerte si se la comen primero a ella quizás después ya no tengan más hambre”.

Tendría que haberme imaginado lo que sucedería. Después de que todo el mundo cantase una canción igual de incomprensible que la de la pobre Santa Águeda, los que saltaron a la pista no fueron felinos a cuatro patas, sino humanos. Humanos con un claro desdoblamiento de personalidad, pero humanos al fin y al cabo. Si las miradas matasen, mi ama (que se retorcía de la risa ante mi estupor) habría caído fulminada en aquel preciso instante.

Tan aliviada estaba por sobrevivir que tardé un ratito en darme cuenta de que había dos grupos de bípedos: unos vestían de blanco y otros de rojo y blanco. También mi ama llevaba una camiseta rojiblanca, con lo que se mimetizaba a la perfección con el resto de humanos que nos rodeaban. Los simios del césped estaban preocupadísimos persiguiendo una pelota, aunque hasta casi el final del evento no entendí qué era lo que pretendían hacer con ella aparte de marearla de aquí para allá. Parece ser que el objetivo era conseguir meter el balón entre tres palos situados en cada extremo de la pradera, pero cuando por fin lo lograron no pasó nada especial así que no acabé de verle la gracia al asunto.

Para regocijo general, los bípedos rojiblancos ganaron el juego a falta de unos minutos para el final, lo cual demuestra nuevamente que el equipo de la ardilla y su mascota humana siempre gana. De hecho, si alguien quiere contratarla como amuleto estaré encantada de cederla por una módica suma de bellotas. Y sin cláusula de rescisión. En serio. Que alguien me la quite de delante antes de que amanezca a bordo de un bote a la deriva acompañada de un tigre.