viernes, 8 de marzo de 2013

Zaintzaile

La primera vez que se vieron apenas se prestaron atención. “Otra belleza exótica como tantas” pensó la Una; “Una mirona más” pensó la Otra. Sus miradas se cruzaban casi diariamente con esa indolencia rutinaria que deviene en invisibilidad. Una convivencia cordial basada en la conciencia de ser dos extrañas familiares. Pasado cierto tiempo Una de ellas se cambió de ciudad y de país, y la intensidad de su nueva vida robó de su mente el tiempo para pensar en la Otra.

Volvieron a coincidir inesperadamente un viernes noche. El reencuentro fue agridulce, pues se recordaron mutuamente la vida que ambas habían dejado atrás y a la que al menos la recién llegada regresaría tarde o temprano. Su compañera se detuvo ante ella y la saludó con una leve inclinación de cabeza de reconocimiento antes de reanudar la marcha.

Meses después, la Una volvió a trasladarse a un escenario distinto. Se despidió de la Otra sin ceremonias ni palabras, abandonándola con una ligereza no exenta de respeto. A Una y a Otra les gustaba sentirse parte de los porcentajes residuales de las estadísticas. Quién sabe lo que tardarían en volver a verse; las serendipities no suceden muy a menudo.

Se equivocaban.

Cierta mañana, mientras la Una paseaba por su nuevo destino, notó los ojos de la Otra fijos en ella desde el fondo de una sala. Seguía como siempre, impasible en su sillón gris, con la boca abierta y el inconfundible mechón rubio cayéndole por un lado del rostro. Ambas se sorprendieron – casi se emocionaron – de encontrarse de nuevo. La Una sonrió, y la Otra pareció corresponderle con una mueca pendida de su hocico de galgo afgano.

Aquel día, la Una volvió a casa pensando que algunas personas tienen ángeles guardianes. Otras, en cambio, tienen musas.

[Y algunas, las menos, tienen ardillas].