domingo, 26 de abril de 2015

Roskilde

Sobre mediados de febrero anuncié que planeaba conseguirme un drakkar, pero el mercado de compra-venta de embarcaciones vikingas no es tan accesible para una ardilla como me imaginaba. Tras varios intentos infructuosos tuve que resignarme y darme por vencida. Mi ama, para consolarme, decidió llevarme de excursión. Así fue cómo aparecimos en Roskilde un sábado por la mañana.
“¿Por qué Roskilde?” quizás se pregunte alguien. Porque en Roskilde, además de una catedral gigantesca y probablemente la mayor concentración de aparcamientos por habitante de toda Dinamarca, hay un museo dedicado a un conjunto de embarcaciones vikingas hundidas en el fiordo hace siglos, además de un astillero tradicional en el que producen réplicas de esos y otros barcos de la época. Allí nos fuimos, a ver si por casualidad había alguna barquichuela tamaño roedor en la que dar una vueltecita.
Huelga decir que las ardillas de aquel entonces no debían de navegar demasiado. Mi dueña, por otro lado, me levantó el ánimo regalándome la oportunidad de reírme un poco de ella mientras se disfrazaba de vikinga y se sacaba fotos encaramada a una proa ficticia.


Sin embargo, lo más revelador de nuestra visita a Roskilde se hallaba en la catedral. La recorrimos de punta a punta, por arriba y por abajo, y cuando llegamos a la cabecera nos topamos con una lápida de color negro que sobresalía del pavimento. Mi humana, que llevaba una guía en la mano, me contó que, según la leyenda, bajo esa lápida maldita reposa un caballo infernal, dotado solamente de tres patas y de ojos rojos como ascuas, cuyo espíritu vaga todavía por las calles de la ciudad. Quien se lo encuentre está irremisiblemente perdido, y por eso en tiempos antiguos los habitantes de Roskilde escupían sobre el mármol cada vez que pasaban ante la sepultura.
Dejando de lado lo bonita y perfumada que debía de estar la piedra bajo su manto de escupitajos, no pude evitar compadecerme del noble cuadrúpedo, perdón, trípedo. No les bastaba con que el pobre animal tuviera serias dificultades motoras, sino que además de cojo, había que demonizarlo. Igual simplemente lo que pasó fue que el caballo tenía cuatro propietarios y que uno de ellos se enemistó con los otros tres, apoderándose de su sección correspondiente. Qué criatura en su sano juicio no se habría vuelto medio majara de dolor en semejante tesitura. Entonces tuve una epifanía: ¡apuesto a que la afición nacional a despiezar equinos procede de aquí!