Sobre mediados de febrero anuncié que planeaba conseguirme un
drakkar, pero el mercado de compra-venta de embarcaciones vikingas no es tan
accesible para una ardilla como me imaginaba. Tras varios intentos infructuosos
tuve que resignarme y darme por vencida. Mi ama, para consolarme, decidió
llevarme de excursión. Así fue cómo aparecimos en Roskilde un sábado por la
mañana.
“¿Por qué Roskilde?” quizás se pregunte alguien. Porque en
Roskilde, además de una catedral gigantesca y probablemente la mayor concentración
de aparcamientos por habitante de toda Dinamarca, hay un museo dedicado a un
conjunto de embarcaciones vikingas hundidas en el fiordo hace siglos, además de
un astillero tradicional en el que producen réplicas de esos y otros barcos de
la época. Allí nos fuimos, a ver si por casualidad había alguna
barquichuela tamaño roedor en la que dar una vueltecita.
Huelga decir que las ardillas de aquel entonces no debían de
navegar demasiado. Mi dueña, por otro lado, me levantó el ánimo regalándome la
oportunidad de reírme un poco de ella mientras se disfrazaba de vikinga y se sacaba
fotos encaramada a una proa ficticia.
Sin embargo, lo más revelador de nuestra visita a Roskilde
se hallaba en la catedral. La recorrimos de punta a punta, por arriba y por
abajo, y cuando llegamos a la cabecera nos topamos con una lápida de color
negro que sobresalía del pavimento. Mi humana, que llevaba una guía en la mano,
me contó que, según la leyenda, bajo esa lápida maldita reposa un caballo infernal,
dotado solamente de tres patas y de ojos rojos como ascuas, cuyo espíritu vaga
todavía por las calles de la ciudad. Quien se lo encuentre está
irremisiblemente perdido, y por eso en tiempos antiguos los habitantes de
Roskilde escupían sobre el mármol cada vez que pasaban ante la sepultura.
Dejando de lado lo bonita y perfumada que debía de estar la
piedra bajo su manto de escupitajos, no pude evitar compadecerme del noble
cuadrúpedo, perdón, trípedo. No les bastaba con que el pobre animal tuviera
serias dificultades motoras, sino que además de cojo, había que demonizarlo. Igual
simplemente lo que pasó fue que el caballo tenía cuatro propietarios y que uno
de ellos se enemistó con los otros tres, apoderándose de su sección
correspondiente. Qué criatura en su sano juicio no se habría vuelto medio
majara de dolor en semejante tesitura. Entonces tuve una epifanía: ¡apuesto a
que la afición nacional a despiezar equinos procede de aquí!