jueves, 16 de abril de 2015

Sij

Hará cosa de un mes, un domingo por la mañana, mi ama se levantó, me metió en su bolso y se fue a toda prisa a coger un tren. Pasé más de una hora revolviéndome en el interior de mi madriguera portátil intentando sin éxito volver a pillar el sueño y acordándome con mucho cariño de todo el árbol genealógico de mi propietaria. Hacía frío y llovía, así que las condiciones eran estupendas para irse de excursión.
Cuando me cansé de tanta premura y de tanto misterio emergí de las tinieblas por propia iniciativa y vi que me encontraba en un espacio enorme, con el suelo cubierto de esteras y totalmente desprovisto de mobiliario. Mi dueña llevaba el cabello oculto bajo una pashmina y estaba sentada en el suelo. A nuestro alrededor había otras muchas humanas ataviadas con colores vivos y en posiciones similares a la nuestra, mientras que del otro lado de un pasillo formado con una alfombra de otro color había bípedos de género masculino, algunos de ellos con barbas oscuras y cabellos también tapados por una especie de amasijos de tela enrollados alrededor de sus cabezas. Tanto los unos como las otras –mi ama incluida– estaban colocados en dirección a una estructura con cuatro patas y un techo, a modo de baldaquino o de templete, bajo el que se adivinaba un bulto escondido tras una tela bordada. Otro simio con un utensilio semejante a un plumero de fibras blancas se dedicaba a espantar algo invisible por encima del objeto –que resultó ser un libro– mientras algunos de sus compañeros, encaramados a un estrado, interpretaban una música repetitiva y constante en un idioma incomprensible pero que decididamente no era danés.
Este fue el asombroso panorama con el que me topé al asomar la cabeza por el borde de mi escondrijo. Mi dueña, con un rápido ademán, me sentenció de nuevo a la oscuridad sin darme tiempo a analizar lo que acababa de presenciar. Desde dentro del bolso evidentemente no podía ver nada (a veces me pregunto para qué bellotas me arrastrará a estas correrías si después no me deja participar en ellas), pero sí podía escuchar la música y algunas respuestas de la congregación. Mi ama me contaría más tarde que en un momento determinado cada recién llegado se aproximaba al templete, arrojaba algo en un recipiente a sus pies –un donativo–, se arrodillaba y rezaba unos instantes para luego ocupar su puesto junto al resto de fieles.
Al cabo de un rato noté que el bolso se movía y mi humana, disimuladamente, abrió una rendija y me entregó pedacitos de una pasta blandita de color ocre, de sabor dulce y levemente templada. Estaba rica, así que le lamí los dedos con fruición para que me diese más. Hubo una segunda entrega, aunque por lo que pude deducir la mayor parte se la regaló a uno de sus amigos.
Intuí que la ceremonia había concluido cuando percibí que mi bípeda descendía por las mismas escaleras por las que habíamos ascendido al llegar. A pesar de la prohibición de dejarme ver, volví a escudriñar el paisaje circundante cuando llegamos a la planta baja y noté que mi humana tomaba asiento.
Esta vez estábamos en un recinto más pequeño, con tiras de alfombras estrechas dispuestas a una distancia regular y ocupadas principalmente por las mismas personas que había en el piso de arriba. Por entre nosotros deambulaban diversos simios con las telas esas en la cabeza, repartiendo comida en unas bandejas. Se me hizo la boca agua imaginándome los bocados que mi dueña escamotearía para que los catase.
Esperé un ratito. Nada. Esperé otro ratito más. Nada de nada. Di unas cuantas patadas de frustración en el costado del bolso sin que mi bípeda correspondiese con movimiento alguno. Seguí esperando. Los sonidos de la sala se fueron diluyendo y amortiguando paulatinamente hasta que todo quedó en silencio. ¿Me habrían abandonado a mi suerte?
Cuando ya no pude contener mi curiosidad por más tiempo deslicé una de las garras por el resquicio de la cremallera, la abrí y volví a sacar la cabeza al exterior. Mi ama seguía sentada en el suelo y, a su izquierda, sus amigos todavía estaban terminando de comer. El resto de la gente había desparecido. En la pared de la derecha, la foto de un edificio grande y dorado en mitad de un lago presidía la estancia.
Mi dueña, que esta vez no me había visto, estaba dando cuenta de una manzana. Procurando pasar desapercibida, me escurrí por el hueco entre el bolso y su cuerpo hasta llegar al suelo y, con muy pocos miramientos, le di un mordisco exasperado y hambriento en una nalga. Que nadie se espante: llevaba vaqueros, así que no le hice ningún daño. El pinchazo fue suficiente como para lograr que se girase y se acordase de mi existencia. Me miró con cara de pocos amigos y me hizo un gesto con la cabeza para que regresase a mi lugar, pero antes de dejarme de nuevo a oscuras me dio un buen pedazo de pan de pita que había reservado para mí en una esquina de la bandeja.
Más tarde, después de salir de aquel sitio tan peculiar, mi simia y sus amigos humanos me llevarían a una cafetería muy acogedora donde podría hartarme de picotear frutos secos mientras ellos jugaban interminables partidas de parchís. Parece ser que eso de comer una ficha y contar veinte es una costumbre netamente española. ¿Será que en otros países se alimentan más a menudo y por eso lo celebran menos?
Así fue cómo Volunti, la ardilla pseudovikinga, asistió a su primera ceremonia sij. Confieso que lo poco que vi (y lo menos que entendí) me pareció muy curioso, especialmente lo de los penachos textiles. Seguro que a mí me quedarían genial. Un día de estos les voy a pedir a los amigos de mi ama que me enseñen a hacerme una maraña de esas.