Ella procedía de una ciudad surgida del oleaje causado por
una piedra al caer sobre una balsa de agua. Pertenecía a una raza especial,
emparentada con los faunos, dotada de enormes jorobas en las que poco a poco se
iban acumulando las experiencias y los recuerdos. Los ancianos de su pueblo
terminaban tan encorvados por el peso de la memoria y el volumen de sus jorobas
que parecían gigantescos caracoles. La suya, aunque todavía pequeña, ya alcanzaba
la altura de la base del cráneo y le molestaba un poco cuando se acostaba boca
arriba en la cama.
Ella había nacido en un pequeño pueblo de china. Su vida no
estaba destinada a ser fácil ni hermosa, ni siquiera valiosa. De hecho, apenas
estaba previsto que tuviese infancia. Aprendió a limpiar, cocinar, coser y
bordar desde detrás de una celosía, en un cuarto femenino donde también le
enseñaron a plasmar emociones y secretos en los pliegues de un abanico de seda.
Provenía de una región habitada por mujeres de andares frágiles, morosos y tambaleantes.
Sus pies medían exactamente siete centímetros.
Compartían sus vidas, en silencio, con la comodidad que
brindaba la intimidad de una habitación de paredes blancas, un salón vacío, un
portal desierto. Se narraban mutuamente aventuras y desventuras, haciendo suyos
padecimientos y sonrisas, reconociéndose en la voz de la otra como si se
tratase de sí mismas.
No obstante, a pesar de su cercanía vivían en realidades
distintas y en tiempos diferentes. El corcel tordo de la primera no tendría por
qué haberse cruzado jamás con el palanquín de la segunda; los mundos, a veces,
se entrecruzan sin venir a cuento. O, precisamente, viniendo. A cuento.
Porque en medio de ambas, bajo la luz crepuscular, se
extendían finas láminas de celulosa surcadas de caracteres oscuros.
[¡Feliz día del libro!]
P.D. Si alguien se pregunta de qué bellotas estoy hablando
en el segundo párrafo, puede averiguarlo aquí.