sábado, 31 de octubre de 2015

Overraskelser

Retornar a un lugar en el que has pasado un tiempo es una experiencia extraña y, para mí, completamente nueva. Desde que conozco a mi humana hemos vivido en cuatro países y seis ciudades, pero yo no he vuelto a visitar ninguna de ellas, a excepción de Copenhague. Regresar a Dinamarca fue para mí parecido a intentar recordar un sueño: algo brumoso e impreciso. Reconocía calles o plazas, líneas de autobuses, letreros y hasta palabras (quién lo iba a decir) pero lo hacía desde el extrañamiento en lugar de desde la familiaridad. Hasta cierto punto, era como intentar evocar la vida de otro, una existencia ajena a nosotras.
Paralelamente, en el tiempo que llevo conviviendo con los homo sapiens he tenido oportunidad de observar la complejidad de las relaciones que establecen entre ellos, ya sea compartiendo el mismo apartamento o arrollándose los unos a los otros en las calles de una piscina (preferiblemente rectangular). Desde mi punto de vista de ardilla, ha sido la primera vez que he podido analizar cómo evolucionan las interacciones entre bípedos cuando uno de ellos desaparece del mapa durante unos meses.
El tiempo y la distancia son unos cedazos de extraordinaria eficacia que retienen aquellos núcleos más sólidos mientras permiten el paso de los más frágiles o livianos. Son, sin embargo, tamices de resultados imprevisibles, puesto que la solidez percibida y la solidez real no se corresponden obligatoriamente. Cuando uno trata con humanos siempre hay que dejar margen para las sorpresas. Inesperado fue el modo en el que algunos colegas recibieron a mi ama, dado que parecían alegrarse genuinamente de verla. Por el contrario, me resultó desconcertante constatar que, en ocasiones, compartir rutinas cotidianas durante una temporada no garantiza necesariamente un chai latte de puesta al día. Mi dueña, que está más fogueada en estas lides, me ha explicado que tras cada etapa siempre hay gente que se pierde por el camino. Un día escribiré un artículo científico en el que enuncie debidamente estos fenómenos; creo que los bautizaré como Principio de disparidad valorativa y Ley de inevitabilidad del olvido.
Así pues, y precisamente porque nunca hay que dar nada por sentado con estos simios sin pelo, es por lo que opino que hay algo de mágico (y conmovedor) en el hecho de que una persona se moleste en ir a recogernos al aeropuerto para que no estemos solas en una escala de ocho horas, o en que un amigo que ha pasado la noche sin dormir mientras regresaba de otro país se detenga en su casa el tiempo justo de darse una ducha porque no puede permitir que nos marchemos sin dar antes un paseo con nosotras. Que alguien se alegre de que a las tres sean las dos porque atrasar los relojes implica ganar una hora contigo, que te pregunten si has vuelto para quedarte o pretendan secuestrarte para que no te vayas, o simplemente que te topes con leche sin lactosa en la nevera para desayunar hacen que valgan la pena todos los aviones y todos los quilómetros.
Quizás, en definitiva, la sorpresa más grande de todas haya sido marcharnos con la sospecha de que esta historia todavía no ha terminado. Dinamarca tal vez nos deteste, pero algunos de sus habitantes se merecen que se le plante cara ocasionalmente.

To be continued…