Creo que jamás me cansaré de repetirlo: no entiendo esa
fascinación de los humanos por inventarse piedras con las que hacerse tropezar
por el camino. Deben de ser los únicos simios que, en vez de usar guijarros
como herramientas simples, hacen todo lo posible por transformarlos en chinas
en los zapatos. Tantos milenios de evolución para desperdiciar los pulgares prensiles
de ese modo.
No me miréis con esos ojitos inocentes: quien esté libre de
culpa que dé inicio a la lapidación del roedor. Seguro que vosotros también
habéis caído en la trampa: la tentación de buscar un número de teléfono que
sabéis que no marcaréis, el cosquilleo en las yemas de los dedos al pasar sobre
un nombre en la lista de contactos de Whatsapp, un cursor apuntando callada y acusadoramente
sobre el punto verde del chat de Facebook, o la clásica -y cada vez más
anacrónica en esta era hipertecnológica- mirada de soslayo con la que un
observador confiesa que, en el fondo, es él quien desea ser observado. ¡Lo que
os cuesta a veces decir las cosas!
¿No os reconocéis en
ninguna de estas situaciones? De ser así, os felicito. Por favor, valorad mi
candidatura como vuestra futura mascota para cuando me canse de la afición de
mi ama por los argumentos circulares. Las ardillas cuando queremos ir desde A hasta
B solemos ir en línea recta (sobre todo si en B hay una bellota). Lo que es mi
humana, en cambio, no se escapa de ninguno de los supuestos anteriores: por
cada palabra que escribe muy probablemente haya cuatro o cinco que se le
marchitan entre los labios y los dedos. ¿Por qué será, me pregunto, que unas
pocas frases simples os queman la garganta hasta volverse impronunciables? ¿Qué
es lo peor que podría pasar si se os escapasen?
Os desafío a que hoy, ahora mismo, nada más terminar de leer
esto, os atreváis a cometer la locura imprudente de articular ese pensamiento
que hace tiempo que os ronda la cabeza. Yo me hago responsable del cataclismo y de las siete plagas bíblicas que se produzcan como consecuencia de vuestras
acciones. Si sale mal, culpad a la ardilla. Todo el mundo creerá que sois
víctimas de una enajenación pasajera.
[Suspiro]
No os entiendo, bípedos, de veras. Y mirad que lo
intento, empezando por mi dueña, aunque su mutismo es más bien patológico
porque lo que ella es incapaz de decir en voz alta lo narran sus historias en
voz escrita. Tened cuidado con ella, os lo advierto: podéis terminar
convertidos en personajes.