Abres los ojos, despiertas. Tras la ventana el sol se
despereza con la misma lentitud que tú mientras los trenes pasan de puntillas para no
sobresaltarte. En tu casa resuenan los sonidos familiares de una cotidianidad
que transmite seguridad y serenidad en su continua repetición. El mundo está en
calma.
Entonces recuerdas, y la conciencia de la noticia te sacude
de nuevo como un mazazo. Este viernes algo es distinto porque hoy sabes algo
que ayer ignorabas, algo que te provoca un leve vértigo atemorizado y un
escalofrío. El estómago se te encoge y piensas en aquel poema de Biedma que
comienza con: “Que la vida iba en serio / uno lo empieza a comprender más
tarde”. En tu cabeza se repite la misma idea, pero con menor lirismo: no es una
broma.
En efecto, mi querida bípeda, esta vez no. Tú, pequeña ilusa,
que te engañabas creyendo que ciertas situaciones perdurarían siempre, que
había escenarios cuya caducidad resultaba tan lejana que la distancia podía
llegar a volatilizarla, te encuentras ahora en la necesidad de admitir, de
admitirte a ti misma, que te mentías. La inminencia o no de la fecha definitiva
resulta, hasta cierto punto, irrelevante, porque de lo que se trata hoy es de
dejar de negar su existencia ontológica aplicada a individuos concretos. Por
qué será que los humanos lleváis tan mal asumir la transitoriedad.
Te conozco, y enseguida recaerás en tus malos hábitos de
pagana criada en la esperanza inquebrantable. Buscarás condicionales y
adversativas con las que fabricar realidades paralelas en las que el desenlace
sea distinto del inevitable. Te esconderás en cada área gris que subsista del
otro lado de la incertidumbre para pintarla de verde porque siempre, siempre,
habrá alguien que conozca a alguien que haya oído hablar de alguien en quien se
obró un milagro. Sin ir más lejos, tú tienes uno en casa. Mientras haya
márgenes de error en las estadísticas tú estarás dispuesta a creerte todos los
decimales probabilísticos que sean necesarios. Living is easy with eyes closed…
Y, sin embargo, como ser analítico que eres (aunque no lo
parezca), no podrás evitar plantearte qué pasará si las matemáticas te fallan,
con lo de letras que tú eres. Entonces qué. Entonces aparecerán el nudo en la
garganta y los ojos vidriosos (porque a fin de cuentas eres de carne y hueso,
olvidas que te he visto sangrar), pero sobre todo aparecerá una sensación de
urgencia, de premura: Aún no; todavía no
he aprendido lo suficiente. Aún no lo he absorbido todo. Apretarás los
puños y maldecirás tu memoria imperfecta por ser incapaz de evocarlo todo, de
retenerlo todo, de hacer un vaciado a un disco duro externo en el que poder
conservar indefinidamente el tacto, los sonidos, los olores, cada comentario y
cada carcajada. Te reprocharás no haber escuchado más, no haber escrito más
anécdotas en tus libretas (verdes ellas también), no haber sabido aprovechar
mejor el tiempo. Estarás intentando, una vez más, aferrarte a clavos ya no
ardiendo, sino intangibles.
Mañana el sol volverá a desperezarse, los trenes seguirán
ronroneando a tus pies y la licuadora seguirá haciendo zumo de naranja. Yo,
como tu ardilla que soy, continuaré quejándome de tus soliloquios nocturnos
aunque también es posible que, cuando no me veas, te haga alguna caricia con la
cola porque no quiero arañarte con las garras. Es lo único que puedo ofrecerte.
Yo también he leído el poema de Biedma y desgraciadamente no está en mi mano
salvarte (salvarla, salvarnos) de la verdad incontestable de sus dos últimos versos.