miércoles, 3 de agosto de 2016

A fine city

[Esto no lo digo yo, que conste en acta, así es como se autodenomina la ciudad].

Hemos concluido con éxito nuestro primer mes en Inglaterra y, para celebrarlo, creo que ha llegado la hora de hacer una breve semblanza del lugar al que hemos ido a parar:

Norfolk es la tierra de los cielos infinitos y las nubes veloces, del tiempo cambiante, de las cuatro estaciones en veinticuatro horas. Posee un aire a enclave remoto y alejado del mundo que parece haberse quedado varado en el tiempo; un tiempo de muelles decimonónicos en metal y madera, casetas de colores al borde del mar y casitas de campo con muros hechos de cantos rodados.

Norwich es una ciudad chiquitina, pero disimula para que no se le note. Tengo entendido que las urbes de este país son bastante dadas a jugar al despiste: se desparraman tanto por el suelo que dan la sensación de ser mucho más populosas de lo que realmente son. En verdad Norwich cuenta aproximadamente con unas ciento cuarenta mil almas, y eso si asumimos que cada cuerpo tiene una, cosa que a veces dudo a juzgar por el comportamiento de los humanos.

Dicen los lugareños que esta es la ciudad con un pub para cada día y una iglesia para cada domingo. De hecho, le han contado a mi ama que solamente en el centro hay más de treinta edificios religiosos, así que si sumamos los del resto de barriadas a lo mejor la sabiduría popular está en lo cierto. Una aseveración, por otra parte, que estoy por apostar que fue enunciada por primera vez mientras se procedía al recuento de locales de ocio. Lo que ya no me queda muy claro es cómo funciona el cómputo de pubs. Si tienen 365, ¿qué hacen con los años bisiestos? ¿Tendrán un pub comodín que solamente abre un día cada cuatro años?

Se rumorea también que Norwich es llana, pero quien sostenga tal idea miente cual bellaco. Como nos dijo un venerable simio levemente empapado en alcohol que se sentó un día a descansar a nuestro lado: “Norfolk es plano hasta que llegas a la vejez. ¡Entonces sí que encuentras las cuestas!”. Mi dueña claramente pertenece a ese sector poblacional.

Norwich huele a madreselva y tiene la piel de ladrillo. En ella hay cafés bonitos, rincones escondidos, arcos umbríos, ruinas perdidas y un río serpenteante al borde del que pasear. Está rodeada de parques por los que corretean varios de mis parientes lejanos y muchas de mis primas (¡creo que no había hecho tantas amigas de golpe desde Nueva York!) y mi dueña almuerza con vistas a un lago. Norwich bulle de actividad cada sábado y haraganea los domingos después de comer, y te regala atardeceres violetas y naranjas si levantas la vista del móvil cuando tu autobús de dos pisos dobla una curva.

Si hubiera que definir esta ciudad con una palabra, creo que sería apacible. Norwich no tiene prisa y nosotras, por una vez, tampoco. Tenemos margen para aprendernos de memoria cada recoveco y cada arruga. Es pronto aún para afirmarlo, pero quizás este sea el comienzo de una hermosa amistad. And a very fine one at that, of course.