A veces los seres humanos se disocian. Lo he observado con
frecuencia. Se quedan quietos y silenciosos, inertes, con la mirada fija en un
punto inexistente del espacio. Sus ojos se vacían, sus oídos se cierran y, de
repente, dejan de ser un todo unitario. Puede que solo dure un instante, lo
justo para que alguien o algo los despierte de su trance, pero durante ese
breve intervalo han abandonado la habitación dejando sus cuerpos atrás. Su
espíritu está en otra parte.
A dónde o por qué se hayan marchado no me corresponde a mí
averiguarlo. Quién sabe por qué uno decide evadirse momentáneamente de sí
mismo. Como a las ardillas no nos pasa, la única explicación que se me ocurre
es que, en ocasiones, los bípedos sienten que no están donde deberían e
intentan remediarlo como buenamente pueden.
Esta noche sé que en nuestra habitación habrá solamente un
roedor y un cuerpo sin alma. Lo sé porque desde hace unas horas mi ama tiene
esa mirada de humana disociada que presagia viajes inminentes sin moverse del
sitio. Hoy ella tampoco está donde debería y es consciente de ello, pese a que
mantuvo hasta el último momento la fe en los milagros en forma de pájaros de
metal. Esta vez no ha podido ser.
Por eso, porque me consta que este año mi dueña ha perdido
su eje, cada vez que recorre el pasillo de nuestra casa enmoquetada sé que ella
pisa granito. Cuando devora ávidamente las fotos que otros han ido subiendo a
las redes sociales sé que está pensando en el azul del cielo, en la luz
interminable del verano, en la brisa que comenzará a soplar cuando el sol se
ponga, en el barullo de las atracciones y la orquesta. En el silencio de
nuestro cuarto sereno flotan palabras que sé que no pronunciará: Subid a la noria por mí. Id a la plaza en mi
nombre. Decidle a mi ciudad de estrellas que espero no perderme su fiesta el
año que viene. Decidle a Doña Berenguela, si os la cruzáis, que aquí no hay
quien me preste su belleza.
También por todo esto, cuando dentro de un rato le brillen
los ojos sin venir a cuento mientras cena escuchando música sabré que no es la
cebolla la culpable, sino toda la lluvia de la que está hecha y que, cuando su
espíritu está ausente, se le escapa por los lagrimales para volver borrosa una
pantalla inundada de estallidos de colores.