miércoles, 17 de mayo de 2017

What's in a name?

Me parece que nunca he declarado públicamente que mi humana tiene dos progenitores encantadores. Todo lo encantadores, entendámonos, que pueda ser un simio. De hecho, no es la primera vez que me planteo de dónde cáscaras ha salido mi dueña con el par de padres que tiene. Misterios de Mendel y sus guisantes de colores, supongo.

Los progenitores de mi ama son, además, la mar de apañaditos: tan pronto te reparan un mueble con tornillos de Ikea como encuentran un remedio para quitarle olores al frigorífico, por no mencionar las carantoñas que le hacen a la mascota de su hija, con lo que me divierte ser el centro de atención. ¡Así da gusto tener a gente en casa!

Nuestra convivencia discurría en la más completa armonía hasta cierta tarde de finales de marzo, cuando mi ama regresó del trabajo. Su ardilla favorita (o sea, una servidora) dormitaba plácidamente en el interior de la mochila de la piscina, totalmente ajena a lo que se avecinaba. Una vez hubo soltado el abrigo, el bañador y las chancletas mi bípeda reparó en que sobre el colchón hinchable donde dormía provisionalmente reposaba un bulto aproximadamente de mi tamaño. Mientras yo me desperezaba y saltaba de la mochila a la silla y de la silla al suelo, ella fue retirando cuidadosamente el papel que envolvía su regalo.

Todo sucedió muy deprisa. De pronto, una mancha de color naranja apareció en el regazo de mi dueña, se precipitó en mi dirección y pasó zumbando hacia el balcón. Seguidamente escuchamos un golpe sordo y a continuación una sucesión de arañazos contra el cristal de la puerta, que estaba cerrada. Cuando al fin comprendimos lo que acababa de ocurrir nos dimos cuenta de que había una ardilla roja en medio del salón intentando escapar por la ventana y con un chichón en la cabeza.

Una vez superada la perplejidad inicial, mi ama se aproximó con cuidado al roedor, que seguía intentando horadar el vidrio con sus garras frenéticamente. Este hizo una pausa en su infructuosa tarea, la miró y cuando ella alargó la mano para intentar tocarla pegó un brinco hacia un lado y echó a correr para desaparecer en el dormitorio. Unos instantes después escuchamos un nuevo topetazo y arañazos redobladamente desesperados contra otra ventana.

Dado que podíamos pasarnos lo que quedaba de tarde yendo de ventana en ventana – con el probable riesgo que ello habría conllevado para la integridad del cráneo de mi congénere – mi humana me pidió que interviniese. Lo cierto es que, dentro de lo cómico de la situación, me daba pena el miedo que estaba pasando la pobre ardilla roja, pese a que era consciente de que abrir las ventanas de un segundo piso para dejarla salir habría sido lo más parecido a un suicidio asistido. Me recordaba un poco a mí misma y a mis primeros ataques de pánico metida en bolsas de plástico cruzando el Atlántico dentro de una Samsonite.

Dejando a mi bípeda y a sus progenitores en la sala de estar, troté con cautela hacia la alcoba y me encaramé al mismo alféizar donde un roedor aterrorizado seguía buscando un recoveco por el que huir. Por su reacción al verme resultó evidente que en su apresurada fuga ni siquiera había reparado en mi existencia. Creo que se esperaba que le ayudase a escapar. Intenté serenarlo como mejor pude mientras, por dentro, maldecía a los padres de mi humana por obsequiar animales salvajes tan a la ligera.

Cuando ambos reaparecimos en el salón – yo delante, él titubeante y nervioso parapetándose tras mi cola – los tres simios nos miraron con curiosidad. Mi ama, con su fabuloso don de la oportunidad para sacar a colación temas de vital importancia en los momentos más adecuados, lanzó al aire la pregunta que nadie se estaba haciendo: “¿Cómo le vamos a llamar?”.

Desde ese día, la ardilla roja sin nombre se ha quedado a vivir con nosotros. Todavía no la hemos bautizado porque estamos esperando a tropezarnos con un patronímico que le siente bien y porque, teniendo en cuenta las veces que ha intentado huir, igual es mejor no encariñarse mucho con él hasta que se tranquilice un poco y deje de correr como una exhalación por los pasillos del edificio cada vez que alguien abre una puerta. Hay trece hasta la calle y todas son lo suficientemente pesadas como para que no pueda abrirlas solo, aunque no puedo culparlo por su tenacidad. A veces hace que me plantee si no me estaré domesticando demasiado.

El caso es que los últimos dos meses han sido complicados: como no me llegaba con tener que cuidar de una humana, ahora paso mis días pendiente de que el recién llegado no se queme la cola paseando sobre los hornillos de la cocina, de que no llene de ramitas y pelusas ni la lavadora ni el microondas (por mucho que se empeñe no son rincones aptos para madrigueras) y de que no haga alpinismo por las cortinas (no porque tenga nada en contra del alpinismo, sino porque a base de comprobar empíricamente la ley de la gravedad una aprende que no todos los elementos decorativos de una casa están diseñados para trepar por ellos). ¿Cómo bellotas voy a mantener el blog actualizado si me tengo que ocupar constantemente de que uno de mis congéneres no muera electrocutado por meter frutos secos en un enchufe?

En definitiva, por muy encantadores que sean los progenitores de mi ama, bien se podían haber ahorrado la gracieta de aumentar el ratio de roedores/simio de nuestro hogar. Ahora entiendo mejor de dónde le sale a mi humana su vena un pelín tarambana. ¡Con lo cómoda que estaba yo siendo ardilla única!

Y no, no estoy en absoluto celosa. Aquí la ardilla alfa soy yo.