miércoles, 15 de abril de 2020

Fluctuat nec mergitur

Y llegó la primavera, y resultó no ser como la imaginábamos.

Resultó ser la primavera del silencio, de los cielos sin smog y del aire sin olor a tubo de escape. De los cabellos largos y las melenas en color natural, y en la que era tendencia el “¿Cómo estás?”.

Una primavera que florecía cada día a las ocho de la tarde. La primavera en la que medio país aprendió a hacer pan a costa de dejar sin harina ni levadura a la otra mitad, y en la que tuvo lugar la transustanciación de los balcones en escenarios. En la que algunos desempolvaron el talento que llevan dentro, muchos aprendieron a hacerse compañía a través de pantallas y casi todos descubrimos de qué estábamos hechos.

Fue la primavera de las listas de lugares a los que ir, de las personas a las que abrazar y de los inventarios de palabras que no se han dicho o no se pudieron decir. De la añoranza del ausente. En la que soñar con mascarillas transparentes para verse las sonrisas, con el tacto de unas manos que no estén enfundadas en látex, con miradas en las que no anide la desconfianza.

Llegó la primavera y nos encontró en casa, esperando.

Esperando, del latín spērāre, y este, a su vez, de spēs: esperanza.