Había pasado una semana desde el
cataclismo y el mundo seguía reteniendo el aliento. Nada respiraba del otro
lado del cristal de la ventana.
Mi humana trataba de ocuparse la mente y
las manos con tareas que la absorbiesen. Escondiéndose. Posponiendo. Silenciando.
A veces se escapaba a los canales de
Venecia durante una hora, o se infiltraba en una boda campestre sin que la
invitasen, o se pasaba una tarde en el siglo XV aprendiendo a hacer cucharas de
plata. Cualquier viaje servía de pretexto para eludir el presente y auto recetarse
una dosis de olvido.
Y menos mal que todavía le quedaban excusas.
Miedo me daba pensar lo que haría cuando, en menos de un mes, estas también desapareciesen.
¿A dónde huiría entonces? ¿Dónde se refugiaría del estupor, del terror, del
dolor, de la añoranza…?
Mi ama estaba llena de contusiones internas,
pero todavía no resultaba visible ningún hematoma. Cualquier enrojecimiento
temporal era rápidamente suprimido. Hasta la voz se le había replegado en el
fondo de la garganta, como si ni el sonido tuviera permiso para salir de ella.
Los progenitores de mi simia me daban un
poco de lástima también: convivían con un fantasma. Más de una vez me planteé
darle un capirotazo a mi dueña para obligarla a despertar y a prestarles
atención, pese a que supiera que en esta ocasión no estaba siendo egoísta a
propósito.
Las ardillas no somos hábiles poniendo tiritas
en el alma. Enseguida se llenan de pelo y se nos pegan a las garras. Supongo
que será por eso por lo que los roedores no estudiamos Medicina.
Entonces empezaron a llegar, unas tras
otras, bandadas de palabras. Día tras día, en oleadas constantes. Casi todas
rematadas con un interrogante. Queriendo saber. Queriendo consolar. Queriendo
ayudar. Palabras escritas y palabras narradas, palabras visibles y palabras
invisibles. Retándola con desafíos artísticos, invitándola a bailar, enviándole
imágenes que la hiciesen sonreír, proponiendo cafés, películas y conversaciones
que acercasen ciudades y países, descontando jornadas hasta volverse a ver. Pidiéndole
que hablase de lo que no podía hablar sin que se le quebrase la voz y se le
nublase la vista.
Cuidándola.
Aunque fuese desde lejos. Aunque fuese desde cerca.
El día que esto pase me consta que mi
humana va a tener muchísimas agujetas en los brazos. Tal vez yo también tenga alguna en las patas.
[Gracias]