viernes, 2 de noviembre de 2012

The Aftermath

La ciudad vuelve paulatinamente a la normalidad, aunque a decir verdad nuestra calle nunca la perdió gracias a que la maleducada de Sandy se olvidó de pasar por ella. Manhattan amaneció hoy plomiza e invernal, pero con autobuses a pleno rendimiento y un metro a medio gas que al menos llegaba hasta el Midtown. Precisamente allá se fue mi ama en viaje de reconocimiento y por supuesto allá que me fui con ella, bien escondida dentro de su bolso.

No obstante, tratándose de mi dueña las cosas no podían salir bien a la primera. Cuando llevábamos un buen rato en el metro de pronto nos quedamos paradas en un túnel. Al cabo de unos minutos el conductor nos explicó que justo delante de nosotros había otro tren que se había quedado atrapado por culpa de un fallo mecánico y que estaban desalojando a los pasajeros en la siguiente estación. Desde mi escondrijo escuché suspiros de resignación en los demás pasajeros.

La avería nos hizo perder cuarenta minutos de nuestras vidas en el subsuelo de la isla y provocó que mi ama llegase tardísimo al lugar en el que había quedado con un bípedo amigo suyo, que afortunadamente tuvo el detalle de esperarla. Francamente yo me habría marchado dando saltitos a los quince minutos, pero los humanos (o este en concreto) deben de tener algo más de paciencia que los roedores.

Tras una breve parada técnica mis bípedos echaron a andar hacia el sur de Manhattan, y conforme avanzábamos por Broadway la ciudad se fue transformando. El Midtown estaba plagado de gente, de luces, coches y ruidos. Es decir, como de costumbre. Sin embargo, cuanto más nos acercábamos al Downtown todo se iba calmando y ralentizando. Cuando llegamos a la altura del Flatiron los semáforos habían dejado de funcionar. Ya no estábamos en Nueva York sino en una ciudad fantasma.

Por todas partes, los peatones y los coches se cedían el paso unos a otros alternadamente. Había menos vehículos de lo habitual y bastantes más bicicletas. Casi todas las tiendas estaban cerradas salvo alguna que tenía su propio generador proyectando una luz mortecina sobre el mostrador. Los carritos de comida publicitaban en letras grandes que tenían bebidas calientes aunque algunos las habían agotado ya, e incluso anunciaban a sus clientes que si tenían un móvil sin batería podían recargarlo en su toma de electricidad.

Creo que lo que más me impactó fue el silencio. Los humanos adoran rodearse de ruido allá por donde pasan, y Nueva York puede ser una ciudad insoportablemente bulliciosa. Tanto, que cuando finalmente calla resulta un poco inquietante. Una tiene la sensación de que hay algo que no marcha bien: los negocios cerrados parecen abandonados, las ventanas, convertidas en espejos del cielo gris, dan la impresión de ocultar habitaciones deshabitadas, las calles vacías ofrecen un aspecto desolado cuando el viento es el único viandante. La ciudad parece haber muerto.

Conforme mis humanos daban un salto al pasado de ciento treina años, yo no dejaba de admirarme de la fragilidad de estos simios tan arrogantes que se vanaglorian de dominar un planeta entero. Dependen tanto de la electricidad que si se dañan los finos conductores que la transportan el corazón de una ciudad puede dejar de latir. Su libertad se extiende solamente hasta el extremo de la longitud del cable al que viven conectados.

Más arriba, se ha instaurado una frontera entre las calles 39 y 40. Entre la gente que vive en sombras y la gente que tiene luz. Los humanos del sur emergen de la oscuridad de sus salas de estar y se apiñan en los comercios que encuentran abiertos para recargar las baterías de sus aparatos eléctricos. Si necesitan contactar con alguien tienen que aventurarse en el Midtown puesto que al sur de la 23 incluso los móviles enmudecen.

Durante esta semana, el Maestro Hora reside en Downtown Manhattan.