jueves, 31 de enero de 2013

Ondo joan!

El pasado fin de semana mi ama y yo realizamos un largo viaje cuyo destino es totalmente irrelevante para esta narración. Íbamos en autocar, que es algo así como un coche al que han estirado para que quepan más humanos y en el que yo no me había subido en mi vida. Como de costumbre, la mochila azul se había convertido en mi improvisada madriguera, pero dado que viajábamos de noche mi dueña me permitió agazaparme en una esquinita, contra el cristal, desde donde pude presenciar todo el espectáculo que voy a relatar.

En primer lugar, mi ama estaba rodeada de bípedos que no hacían más que quejarse. Por su conversación pude deducir que la mayoría se dirigían a algún lugar impreciso de Levante a tomar el sol, visto que en Bilbao es inexistente. El caso es que a los citados homínidos parecía molestarles absolutamente todo: la potencia y temperatura de la calefacción (por exceso o por defecto), el grado de inclinación de los asientos o la calidad cinematográfica de las películas que proyectaban. Todo esto manifestado en un tono lo suficientemente audible como para que el resto de pasajeros fuesen testigos de la amargura de sus lamentaciones. Dado que mi ama viajaba sin compañero de asiento se estiró cómodamente entre las dos butacas, se tapó con el abrigo e hizo todo lo posible por hacer oído sordo (literal e individualmente) al dramático infortunio de los humanos playeros.

Justo cuando comenzábamos a quedarnos dormidas llegamos a la segunda parada del recorrido. Por desgracia para mi dueña subió un nuevo pasajero destinado a ocupar el asiento contiguo al nuestro y por desgracia para mí, que tengo el olfato muy fino, dicho pasajero aquella mañana había decidido ducharse con el frasco de colonia en vez de con agua corriente vulgar. La situación mejoraba por momentos.

Mientras me reponía del mareante aroma a perfume que había invadido repentinamente todo el habitáculo, reparé en que se escuchaban voces procedentes de la parte de atrás del autocar. Parecía existir una diferencia de opiniones entre el conductor y uno (o varios) viajeros, pero fui incapaz de entender claramente lo que sucedía. A continuación el conductor pasó por nuestro lado como una exhalación mientras repetía que pronto estaríamos de nuevo en marcha.

No fue así.

Pasaron unos diez minutos y llegaron dos coches. De ellos surgieron cinco personas vestidas de colores oscuros. Desalojaron a uno de los pasajeros y a continuación a otro, que se mostró bastante más reticente a cumplir la orden. Mi dueña me explicó que eran policías. Yo no entiendo demasiado de matemáticas humanas (y eso que se me dan mejor que a mi ama), pero allí o faltaban viajeros o sobraban fuerzas de seguridad.

Los policías colocaron a los pasajeros contra la pared, los cachearon, les hicieron un sinfín de preguntas con cara de no estar satisfechos con ninguna de las respuestas y finalmente les mandaron recoger sus equipajes. Todos los observamos quedarse en tierra, la mayoría sin comprender (todavía a fecha de hoy) lo que acabábamos de presenciar. Después de eso a los bípedos tiquismiquis se les quitaron las ganas de quejarse en lo que quedaba de trayecto.

El viaje de regreso fue mucho más calmado. Solamente se produjo un altercado entre una bípeda que pretendía que el humano sentado detrás de ella dejase de golpear con las piernas en su respaldo; discusión que quedó zanjada cuando el conductor, muy amablemente, le explicó a la irascible dama que dada la relación entre el tamaño del caballero y el espacio disponible, la única forma de que dejase de tropezarse con su asiento era serrándole las piernas. Mi ama, en cambio, tuvo que lidiar con una humana de dimensiones normales pero que no dejaba de quedarse –sonoramente – dormida sobre ella, así que el lunes llegó a trabajar con cara de ardilla que no ha hibernado en años.

En conclusión, si alguien todavía no se creía que a mi dueña le suceden cosas raras cuando viaja, aquí queda esta crónica para escépticos.