Es complicado empezar algo nuevo cuando
todo a tu alrededor se va deteniendo lentamente. Es como si la realidad se
hubiese pinchado un dedo con una rueca y se fuese adormeciendo poco a poco.
Primero llegaron las recomendaciones y la
cautela. Con ellas vinieron las primeras reacciones de pánico, que impulsaron a
miles de personas a vaciar los lineales de los supermercados y a hacer acopio
de papel higiénico como si estuviesen planeando empapelar las paredes de sus
casas con él. La comida enlatada, la leche en tetra-brik, las legumbres, el gel
desinfectante y el jabón de manos enseguida se convirtieron en productos
codiciados y valiosísimos. Volver de una tiendecita de ultramarinos con medio
kilo de garbanzos secos de pronto se celebraba como una proeza.
Después se tomaron las primeras medidas,
pocas e insuficientes, casi tímidas. Las restricciones eran facultativas y
dependían de la responsabilidad y la tolerancia al riesgo de cada uno. Un
martes, los museos decidieron cerrar unilateralmente, sin que nadie se lo
pidiese. Un miércoles, sin una orden concreta, las escuelas optaron por enviar
a sus alumnos a casa y las aerolíneas cortaron las alas de sus aviones. El
viernes, por fin, las autoridades decretaron oficialmente el cierre de los
locales de ocio y restauración, de los centros recreativos y, en general, de
los lugares de reunión.
La vida, día a día, se iba paralizando y
la maldición de Maléfica iba surtiendo efecto paulatinamente. Las calles se
vaciaban de transeúntes que no podían ir de compras ni tomar tés que no fuesen
para llevar, y en los supermercados los clientes se aferraban a sus carritos
con manos enguantadas en látex, generando estampas a medio camino entre la
pseudoelegancia quirúrgica y la paranoia distópica. Al lunes siguiente llegarían
las restricciones de movimiento, el aislamiento obligatorio y el confinamiento por
unidades familiares.
El domingo, veinticuatro horas antes, se
celebraba el día de la madre. Con un sol radiante, casi parecía como si la
realidad hubiese decidido tomarse ella también el fin de semana libre. A lo
largo del canal, domingueros angloparlantes paseaban o se ejercitaban sobre
artilugios de dos ruedas como si nada sucediese. No obstante, tras el calor
primaveral, el rumor quedo del agua y el arrullo alegre de los pájaros flotaba
sobre el ambiente una pesadez extraña, una sensación de amenaza silenciosa y
tenaz: la inquietud ante la cercanía del prójimo, la trepidación al tocar una
superficie.
El virus quizás no estuviese todavía en
todos aquellos cuerpos (o sí), pero desde luego había anidado en sus cerebros.
Podía apreciarse en los respingos ante una tos o un estornudo intempestivos y
en las miradas escrutadoras al cruzarse con alguien portando una mascarilla: el
miedo y la desconfianza se habían erigido en dos nuevos jinetes de un
Apocalipsis apócrifo. Los físicos tal vez no estuviesen infectados, pero las
mentes sí. Y desgraciadamente aquella pandemia espiritual estaba destinada a
durar bastante más que su homóloga tangible.